text 118: Judith Butler: “Debería haber otras formas de refugio que no dependan de una falsa idea del hogar”




La intervención de Agamben (filósofo italiano criticado por su artículo “La invención de una epidemia”, en el que denunció los riesgos que traen los estados de excepción decretados por el virus) fue claramente un error. Él solo podía ver la intensificación del poder estatal y la pérdida de libertades civiles para el pueblo. Pero es necesaria una respuesta gubernamental fuerte para garantizar que los recursos médicos estén disponibles para las personas y que se distribuyan equitativamente. Entonces, para asegurar tanto la vida como la igualdad, necesitamos un poder gubernamental responsable.
Biopolítica es un término que describe aquellas operaciones de poder que buscan gestionar poblaciones. No son necesariamente decisiones emitidas por el poder soberano, sino que más a menudo, son políticas y prácticas que surgen de diversos orígenes dentro de las regulaciones gubernamentales y sociales. El manejo del coronavirus ha sido dirigido por el poder ejecutivo o soberano, que no es lo mismo que la biopolítica. Al mismo tiempo, el tipo de racionalidad que utilizan los gobiernos está impregnado de presunciones biopolíticas. ¿Quién debe recibir los medicamentos cuando se desarrollan y quién no? ¿Habrá una nueva forma de eugenesia y cómo se administrará? ¿Qué vidas estarán dotadas de valor y qué vidas se considerarán prescindibles? Estas formas de dividir las poblaciones son biopolíticas. Joseph-Achille Mbembe los llamó “necropolíticos”: formas de organizar la muerte. A medida que entra en juego el cálculo de costo-beneficio, escuchamos a los funcionarios del gobierno decidir implícita o explícitamente quién debe vivir o quién debe morir. No tienen que “ejecutarlos” como lo han hecho los soberanos tradicionales. Pueden “dejarlos morir” al no proporcionar beneficios para la salud o refugios seguros, al mantener a las personas en las cárceles donde la tasa de infección es alta o, en el caso de Gaza, al mantener la frontera cerrada.
El hogar suele figurar como un espacio “seguro” contra el virus. Incluso si lo es (lo cual no siempre es cierto), eso no significa que sea seguro para las mujeres que sufren violencia dentro de sus propios hogares. Debería haber otras formas de refugio que no dependan de una falsa idea del hogar como un lugar seguro. Espero que podamos reimaginar lo que significa “refugiarse”: ese es un concepto en el que se basan los gobiernos, pero a menudo es una noción idealizada del hogar familiar que oculta la verdad.
No quisiera decir que el virus está sirviendo a los propósitos de la educación. El virus debe curarse, y no hay una lección necesaria que el virus nos enseñe. Y, sin embargo, la forma en que funciona el virus nos desafía a repensar lo que es ser uno mismo. Puedo estar infectado, pero también puedo infectar a alguien más. Y esto puede suceder sin que yo lo sepa. Entonces, este “yo que soy” puede ser dañado, y puede dañar a otros. Estoy conectado no sólo con personas que conozco, comunidades a las que pertenezco, sino también con el extraño. Puedo dañar a ese extraño o ser dañado por ese extraño, y esto es cierto no solo en el mundo creado por el virus, sino que también en nuestro mundo cotidiano. La avaricia corporativa del Norte depende de la política extractivista que ha devastado el Sur; sin embargo, aquellos que insisten en este “derecho” a la explotación no se ven interpelados por el perjuicio ético. Se destruye el potencial de reciprocidad, la idea de que podríamos vivir juntos en condiciones de igualdad en un mundo habitable, una tierra habitable.

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