text 120: Braulio García Jaén, Las crisis globales exigen soluciones globales: ¿es hora de crear una Constitución mundial?




"Los periodos prolongados de calma favorecen ciertas ilusiones ópticas”, decía el escritor alemán Ernst Jünger en La emboscadura: “Una de ellas es la suposición de que la inviolabilidad del domicilio se funda en la Constitución, se encuentra asegurada por ella. En realidad la inviolabilidad del domicilio se basa en el padre de familia que aparece en la puerta de la casa acompañado de sus hijos y empuñando un hacha”. La catástrofe desencadenada por el coronavirus podría considerarse uno de esos momentos que Jünger considera de la verdad, a condición de cambiar de escala. En mitad del caos, donde Jünger veía al padre como garante de la seguridad, ahora reaparece el Estado —nacional— como el garante último de la vida de sus ciudadanos. Más allá de bienintencionados acuerdos internacionales y esferas supranacionales como la Unión Europea, papá Estado parece el único capaz de garantizar la inviolabilidad del territorio y proteger a sus nacionales.

Pero ¿tiene sentido cerrar las fronteras para luchar contra el coronavirus? ¿No es ese retorno a la soberanía nacional una reacción melancólica frente a un peligro sin pasaporte? ¿No recuerda ese gesto en el fondo a las colas que hemos visto formarse ante las tiendas de armas en Estados Unidos? ¿No era eso matar moscas a cañonazos? Un grupo de juristas y activistas ha elegido un camino muy distinto y, a pesar del momento crítico y convulso actual, ha lanzado una idea colosal: una Constitución de la Tierra como herramienta de gobernanza global. Frente al reflejo nacional, la imaginación cosmopolita quiere avanzar en la globalización del derecho.

“No es una hipótesis utópica”, dijo el exmagistrado y filósofo del derecho italiano Luigi Ferrajoli durante la primera asamblea de este movimiento en Roma el 21 de febrero pasado. “Al contrario, se trata de la única respuesta racional y realista al mismo dilema que Thomas Hobbes [autor de Leviatán y teórico del Estado moderno] afrontó hace cuatro siglos: la inseguridad general de la libertad salvaje o el pacto de coexistencia pacífica sobre la base de la prohibición de la guerra y la garantía de la vida”, explicó.

“La Constitución del mundo no es el Gobierno del mundo, sino la regla de compromiso y la brújula de todos los Gobiernos para el buen gobierno del mundo”, en palabras de Ferrajoli, autor de Constitucionalismo más allá del Estado (Trotta, 2018). El sujeto constituyente no sería esta vez un nuevo Leviatán, sino los habitantes del mundo, “la unidad humana que alcance la existencia política, establezca las formas y los límites de su soberanía y la ejerza con el fin de continuar la historia y salvar la Tierra”, afirmó en Roma. El proceso exige la adhesión de los Estados.

La destrucción del medio ambiente, el clima, el hambre o la seguridad de los migrantes parecían los problemas más urgentes hasta la pandemia que ha desatado la peor crisis desde la II Guerra Mundial, según Naciones Unidas. Pero no todo el mundo ve oportuna una iniciativa así en un momento como este.

“La Constitución de la Tierra es la carta de Naciones Unidas”, dice Josu de Miguel, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Cantabria. “Y si tenemos dificultades para la afirmación de una noción básica de derecho internacional para todos los pueblos, el paso a una Constitución de la Tierra me parece ingenuo”, añade. Además, para De Miguel, que se doctoró con una tesis sobre el Consejo de Europa, “el elemento utópico puede ser contraproducente”.

“La Constitución europea fracasó por la prevalencia de los nacionalismos”, recuerda Ferrajoli por teléfono desde Roma. “Por el analfabetismo de los soberanistas”, dice en referencia a la versión actualizada de las teorías de Carl Schmitt —sin pueblo no hay Constitución— que para él representan Salvini en Italia y Orbán en Hungría, pero también los “ricos” del norte. “No hay ningún pueblo unitario, la voluntad del pueblo es al final la voluntad del jefe”, añade Ferrajoli, que subraya el pasado nazi de Schmitt.

Para Ferrajoli, una Constitución no es la voluntad de la mayoría, sino la garantía de todos. La Constitución mundial obligaría a proteger la igualdad, el derecho a la no discriminación o la salud. Derechos que pertenecen a “la esfera de lo no decidible” y que no pueden estar a merced de las mayorías. Nadie, dice, está hablando de un Estado mundial: “Cada país deberá poder seguir decidiendo sobre lo decidible”, es decir, las políticas que no violentan los derechos fundamentales.

Con 2.500 millones de personas confinadas en el mundo, la crisis sanitaria prueba, en su opinión, que solo las “soluciones globales” garantizan nuestra supervivencia. “Es absurdo que acumulemos armamentos para la guerra y que no acumulemos mascarillas para una pandemia”, añade Ferrajoli. ¿Está la comunidad internacional madura para una propuesta como la suya? “No soy tan ingenuo: es un proceso que tardará muchos años, pero es necesario lanzar el debate público”.

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