125: Simon Critchley, Siento decepcionaros (sabía que tenía que haber sido peluquero)







La filosofía siempre ha ido de autoaislamiento. Después de ser soldado en el larguísimo horror que fue la Guerra de los Treinta años, Descartes se retiró junto a su estufa en los Países Bajos y empezó a pensar en la naturaleza de la certeza, comenzando por una rigurosa destrucción de todas sus opiniones anteriores. Y Boecio estaba en solitario confinamiento en prisión cuando la diosa de la filosofía se le apareció ofreciendo consuelo al estilo Alain-de-Bottom (aunque él —Boecio, no Alan. ¡NO Alan!— fue apaleado hasta la muerte tiempo después por Teodorico, el rey ostrogodo). Podría acumular y citar numerosos ejemplos para mostrar mi inmensa erudición, pero ya lo pilláis.

Pero —y esta es la otra cosa que quiero decir y la importante—, después de una semana o dos de reclusión con la sola compañía de productos lácteos holandeses, Descartes no anunció en redes sociales que iba a publicar las Meditaciones con una impactante portada rosa y tipografía de vanguardia, ¿verdad? Ni contactó a su agente y a su publicista para debatir sobre el posible respaldo de famosos y de un evento retransmitido en directo por streaming.

De modo que quizá sea recomendable un momento de pausa. Quizá de años, de una década o dos. O acabar en la cama como Pascal con todos tus fragmentos esparcidos alrededor para que otro los recomponga… O no. Es solo un pensamiento, no una recomendación. Quizás nosotros, los filósofos, deberíamos haber intentado otra línea de trabajo, algo realmente importante como ser enfermero o cuidador de ancianos en una residencia o médico en urgencias. O peluquero. Mi madre y mi hermana eran peluqueras y realmente yo necesito a alguien que se ocupe de mi barba.

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