128: Antonio Diéguez, La lección distópica del coronavirus: somos mortales no hay alternativa




Sé bien que el miedo que se ha despertado a esta vulnerabilidad tan extrema, tan inesperada, servirá, pese a todo, de aliciente para el afianzamiento del discurso transhumanista entre sus partidarios más convencidos. Algunos hablan ya de la pandemia como el inicio de La Gran Transformación, del momento en el que el futuro cambia de dirección, de la hora del triunfo final de la tecnología, porque solo ella puede ofrecer soluciones efectivas. Esta crisis, según dicen, será el detonante del cambio de época, el momento que hay que aprovechar, ahora que finalmente hemos comprendido con una fuerza que había estado retenida, amortiguada durante generaciones, que nuestro cuerpo está sometido a la tiranía de las enfermedades, el envejecimiento y la muerte.

La visión tan directa de estos hechos generará en algunos la necesidad de aferrarse a cualquier esperanza redentora, y es evidente que el transhumanismo se presenta ya como una de las nuevas religiones disponibles.
Pero inevitablemente, dependiendo de la dureza con la que golpee la pandemia en diversos países, la percepción de esta vulnerabilidad enfriará también el entusiasmo que despertaba en muchos, especialmente en los medios de comunicación, el mensaje utópico con el que se exhibía. La debilidad de las promesas de inmortalidad ha quedado al desnudo. Se pensaba que las ciencias estrellas iban a ser la genética, la IA y la gerontología, y probablemente lo serán, pero habrá que introducir entre ellas a la virología, la microbiología y la epidemiología. Se discutía si la medicina del futuro iba a ser la medicina regenerativa y la medicina personalizada basada en los big data, y ahora lo que urge es reclamar más investigación básica en el viejo problema de cómo defendernos de virus y bacterias. Imaginábamos el fin del ser humano sublimado por la tecnología, y nos ha tocado a la puerta la imagen de un fin del mundo desasistidos por la tecnología.
 Nuestro cuerpo biológico, lejos de mostrarse como algo prescindible, ha manifestado toda su realidad. Sin él no somos, con él somos mortales. No hay alternativa.
La ideología difundida desde Silicon Valley no parece ser la respuesta a estos desafíos que tenemos por delante y a otros aún mayores que no me considero competente para enumerar. Algo ha cambiado, en efecto, y no parece que haya sido a su favor. Ha perdido credibilidad. Le costará levantar el vuelo de nuevo al discurso que pretendía hacernos creer que ya éramos cíborgs capaces de tocar con la mano la inmortalidad mientras no olvidemos lo cerca que hemos estado de un ciudadano medieval.

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