Credulitat i complicitat.
Como señala Dan Kahan, jurista de Yale, «la desinformación no es algo que le ocurra al público masivo, sino algo que sus miembros son cómplices de producir». Por eso, sesudos estudiosos -entre ellos el filósofo Daniel Williams y el psicólogo experimental Sacha Altay- nos animan a ver la desinformación más como un síntoma que como una enfermedad. A menos que abordemos los problemas de polarización y confianza institucional, afirman, no avanzaremos mucho en la lucha contra una oferta interminable de seductoras invenciones.
Desde esta perspectiva, arremeter contra las redes sociales por manipular nuestras mentes zombis es como maldecir al viento por derribar una casa que hemos dejado que se desmorone y se arruine. Nos distrae de nuestros fracasos colectivos, de las condiciones que degradan la confianza y dejan a gran parte de la ciudadanía sin poder. Al declarar que el problema consiste en «emisores irresponsables y receptores crédulos», en palabras de Thagard, los teóricos de la credulidad corren el riesgo de ignorar las patologías sociales que provocan el desencanto de la gente y la motivan a unirse en torno a nuevos y extraños credos.
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