Epicur i la seva proposta per ser feliç




¿Cómo ser feliz? Es esta una pregunta propia de la infancia, una inquietud filosófica cuya urgencia parece desvanecerse con el tiempo, a medida que nuevas revelaciones, nuevos desengaños, se suceden en nuestras vidas. Ante los embates de la existencia, uno tendería a creer que el estoicismo, encarnado en particular en el pensamiento de Séneca, Epicteto o Marco Aurelio, fuera la filosofía más pertinente, la más dotada para brindarnos hoy —aunque tan distinto del nuestro sea el contexto político, social y cultural en el que germinó— la munición intelectual que precisamos para ser felices. El estoicismo y su hincapié en el control de uno mismo parecerían ser la fuente de inspiración más indicada para vivir mejor, para volver la mirada hacia nosotros mismos y hacia los demás. Y sin embargo, en cierto momento advertí que no basta con la disciplina promovida por los grandes estoicos para soportar las dificultades; es igualmente preciso conservar la capacidad de disfrutar plenamente de la vida y de los placeres que esta ofrece. Placeres simples, como por ejemplo el que nos proporciona el primer sorbo de un buen vino por la noche tras una larga jornada.

Existe otra escuela de pensamiento, antigua como el estoicismo que, de forma más matizada, más refinada quizá, intenta conciliar esfuerzo y disciplina con placer, sin oponerlos de manera estricta como tan a menudo hacemos. Una filosofía que promete alcanzar la felicidad apelando a una forma de ascetismo que no es obstáculo para dejar aflorar, al mismo tiempo, cierta sensualidad. A esa corriente la llamamos epicureísmo. Hacia el 306 a. C., un ciudadano de treinta y cuatro años procedente de la isla de Samos llamado Epicuro fundó en Atenas una nueva escuela filosófica. Se trataba de una comunidad vagamente jerárquica, unida en torno al maestro y sostenida merced a las donaciones de sus discípulos. Como sede de la escuela, Epicuro eligió un jardín en las afueras de la ciudad —"el Jardín" sería el nombre por el que familiarmente se la conocería desde entonces—, no muy lejos de la Academia Platónica, y una casa, en el demo de Melite, que años más tarde Epicuro legaría a sus discípulos en su testamento. El Jardín pronto alcanzaría la fama como una de las mejores escuelas filosóficas de toda Atenas.

A diferencia de otros filósofos (platónicos, aristotélicos, estoicos…), Epicuro se preocupó desde un principio por exponer su doctrina de un modo que resultara claro y accesible a todos, cercano al lenguaje hablado y alejado de la jerga filosófica. Condenó la paideia —la cultura escolar de su tiempo— basada en el estudio de los textos literarios, y en particular poéticos, a los que acusaba de ser incapaces de ofrecer respuesta para las preguntas más fundamentales. Para Epicuro, todo aquello no era sino un conjunto de quimeras de las que era absolutamente necesario desprenderse si uno deseaba llegar a la verdadera filosofía: "La ciencia de la naturaleza no hace hombres forjadores de jactancia ni de palabrería ni ostentadores de esa cultura propugnada por el vulgo, sino activos, satisfechos consigo mismos y muy orgullosos de los bienes de la persona y no de los que nos procuran las cosas". Los principales escritos de Epicuro que han llegado hasta nuestros días lo han hecho gracias al décimo volumen de una obra titulada Vidas y opiniones de los filósofos ilustres , escrita por Diógenes Laercio, un historiador del siglo III del que apenas nada sabemos. Tales obras son, en esencia, tres cartas que Epicuro habría dirigido a tres de sus discípulos. La primera, la Carta a Heródoto, está dedicada a cuestiones de física, es decir, del conocimiento de la naturaleza, la cual, como veremos, juega un papel primordial en la doctrina epicúrea —sabemos que la principal obra de Epicuro, de la que apenas conservamos unos pocos fragmentos, llevaba justamente por título De la naturaleza—. Otra de las cartas, dirigida a Pítocles, se ocupa de los fenómenos celestes, mientras que la última, la Carta a Meneceo, tiene la ética como protagonista. A estas tres epístolas se suma una colección de cuarenta Máximas capitales, dichos breves tomados sin duda de obras hoy perdidas del propio Epicuro y de sus primeros discípulos.

Las cuatro primeras de esas máximas, que los epicúreos bautizaron con el nombre de "el cuádruple remedio" (tetrapharmakos), sintetizan lo que constituye el auténtico corazón de la filosofía epicúrea: liberar al hombre de las preocupaciones, ayudarle a vencer el miedo a morir, enseñarle en qué consiste realmente el placer y permitirle derrotar a la muerte. El objeto final de tales enseñanzas es aniquilar la turbación del alma (ataraxia) y el dolor del cuerpo (aponía), condición ineludible para todo aquel que desee obtener la felicidad. Epicuro murió a edad muy avanzada, en el 271 a. C., dejando como legado una escuela que alcanzaría enorme popularidad en Roma y que perduraría como institución durante quinientos años, hasta el siglo III de nuestra era.

Charles Senard, Hacerse estoico no funciona (es mejor abrazar el placer y la sabiduría epicúrea), El Confidencial 24/03/2023

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