Manifest conspiracionista.








Somos conspiracionistas, como lo es de un tiempo a esta parte cualquier persona sensata. En los dos años que llevan mareándonos y que llevamos informándonos, hemos adquirido toda la perspectiva necesaria para separar «lo verdadero de lo falso». Los ridículos «autocertificados» que querían que rellenásemos para poder salir a la calle no tenían otro objetivo que hacernos aceptar nuestro propio encierro y convertirnos en nuestros propios carceleros. Sus creadores deben de estar ahora mismo encantados. La puesta en escena de una mortífera pandemia mun- dial, «peor que la gripe española de 1918», ha sido efectivamente una puesta en escena. Los documentos que lo acreditan se han ido filtrando desde entonces; se verá más adelante. Las terroríficas modelizaciones eran todas falsas. El chantaje del colapso hospitalario tampoco era nada más que un chantaje. El espectáculo simultáneo de clínicas privadas poco menos que ociosas, y, sobre todo, completamente ajenas a cualquier requisa, bastaba para demostrarlo. Pero el empeño puesto desde entonces en destrozar los hospitales y a su personal constituye la prueba definitiva. El ensañamiento feroz con que se desechó cualquier tratamiento que no implicase experimentar con biotecnologías sobre poblaciones enteras, reducidas a la condición de cobaya, resultaba un tanto sospechoso. Una campaña de vacunación organizada por la consultora McKinsey y un «pase sanitario» después, la brutalización del debate público cobra todo su sentido. Seguramente es la primera epidemia mortal de cuya existencia ha habido que convencer a la gente. El monstruo que se cierne sobre nosotros desde hace dos años no es, en principio, un virus coronado por una proteína, sino una aceleración tecnológica dotada de una potencia de desgarramiento calculada. Cada día somos testigos del intento de hacer realidad el delirante proyecto transhumanista de convergencia de las tecnologías NBIC (Nano-Bio-Info-Cognitivas). Esta utopía de refundición completa del mundo, este sueño de pilotaje óptimo de los procesos sociales, físicos y mentales ya no se toma siquiera la molestia de esconder-se. No ha habido el menor reparo en imponer, como remedio a un virus surgido de unos experimentos de ganancia de función en el marco de un programa de «biodefensa», otro experimento bio-tecnológico dirigido por un laboratorio cuyo director médico presume de estar «hackeando el software de la vida». «Siempre más de lo mismo» parece ser el último principio, ciego, de un mundo que ya no tiene ninguno. Hace poco, uno de esos periodistas-pón- gase-firme que abundan en las redacciones parisinas entrevistaba a un científico mínimamente honrado a propósito del origen del sars-cov-2. No tuvo el científico más remedio que reconocer que el grotesco cuento del pangolín perdía cada vez más terreno frente a la hipótesis de los tejemanejes de cierto laboratorio p-4. Y el periodista, que preguntarle si «con eso no corremos el peligro de dar argumentos a los conspiracionistas». De ahora en adelante, el problema de la verdad es que le da la razón a los conspiracionistas. En este punto estamos. Ya era hora de crear un comité de expertos para acabar con esta herejía. Y de restaurar la censura.

Cuando toda razón deserta del espacio público, cuando crece el absurdo, cuando la propaganda endurece su férula a fin de forzar la comunión general, hay que tomar distancia. Eso es lo que hace el conspiracionista. Partir de sus intuiciones y ponerse a investigar. Tratar de entender cómo hemos llegado aquí y cómo salir de este pequeño atolladero del tamaño de una civilización. Encontrar cómplices y hacer frente. No resignarse a la tautología de lo existente. No tener miedo ni esperanza, sino buscar con calma nuevas armas. La arremetida de todos los poderes contra los conspiracionistas demuestra hasta qué punto lo real se les resiste. La invención de la propaganda por la Santa Sede (la Congregatio de propaganda fide o Congregación para la propagación de la fe) en 1622 no bastó a largo plazo para la Contrarreforma. El descrédito de los graznadores termina absorbiendo sus graznidos. La concepción de la vida que tienen los ingenieros de esta sociedad es tan flagrantemente chata, tan incompleta, tan equivocada que no pueden más que fracasar. Lo único que conseguirán será devastar un poco más el mundo. Por eso es de vital interés para nosotros echarlos sin esperar a que fracasen.

Así que hemos hecho lo que cualquier otro conspiracionista: nos hemos puesto a investigar. Esto es lo que hemos sacado en lim- pio. Si nos atrevemos a publicarlo es porque creemos que hemos llegado a varias conclusiones capaces de alumbrar la época con una luz cruda y veraz. Nos hemos sumergido en el pasado para dilucidar lo nuevo, cuando toda la actualidad tendía a encerrarnos en el laberinto de su presente perpetuo. Había que contar el otro lado de la historia contemporánea. Había que «reunir las piezas desor- ganizadas y fragmentarias de un marco político coherente en su conjunto, restablecer la lógica allí donde parecen reinar la arbitra- riedad, la locura y el misterio», como intentó hacer Pasolini a riesgo de su propia vida. Al principio, se trataba de no dejarnos impresionar por la potencia de fuego y enloquecimiento de la propaganda reinante. En ese punto, acostumbrarse al nuevo régimen de cosas es el principal peligro, que incluye el de convertirse en su papagayo. Temer el calificativo de «conspiracionista» es parte del peligro. El debate no está entre conspiracionismo y anticonspiracionismo, sino en el interior del conspiracionismo. Nuestro desacuerdo con los defensores del orden existente no es por la interpretación del mundo, sino por el mundo mismo. No queremos el patibulario mundo que están construyendo. De hecho, pueden quedarse todos los patíbulos para ellos. No es una cuestión de opinión; es una cuestión de incompatibilidad. No escribimos para convencer. Es demasiado tarde para eso. Escribimos para armar nuestro bando en una guerra que se libra directamente en los cuerpos y tiene a las almas en el punto de mira; una guerra que desde luego no enfrenta a un virus con la «humanidad», como pretende la dramaturgia espectacular. Hemos intentado hacer la verdad «manejable como un arma», según el consejo de Brecht. Nos hemos ahorrado el estilo demostrativo, las notas a pie de página, el lento discurrir desde la hipótesis hasta la conclusión. Nos hemos ceñido a las piezas de artillería y a la munición. El conspiracionismo consecuente, el que no es un mero adorno de la impotencia, llega a la conclusión de que hay que conspirar, porque lo que tenemos enfrente parece completamente decidido a aplastarnos. En ningún momento nos permitiremos pronunciarnos sobre el uso que cada cual pueda hacer de su libertad en una época como esta. Nos limitaremos a hacer saltar por los aires las trabas mentales más engorrosas. No pretendemos que un libro sea suficiente para sacarnos de la impotencia, pero también recordamos que unos cuantos libros buenos encontrados por el camino nos han ahorrado muchas servidumbres. Los dos últimos años han sido duros. Lo han sido para la gente sensible, y sensible a la lógica. Todo parecía estar dispuesto para volvernos locos. Debemos a algunas sólidas amistades el haber podido compartir lo que estábamos padeciendo y lo que pensábamos; nuestra estupefacción y nuestra rabia. Hemos soportado estos dos años juntos, semana tras semana. La investigación fue la consecuencia lógica. Este libro es anónimo porque no pertenece a nadie; pertenece al movimiento de disociación social en curso. Es un acompañamiento para lo que va a venir: dentro de seis meses, de un año o de diez. Habría sido sospechoso, además de imprudente, que se hubiera valido de uno o varios nombres. O que estuviera al servicio de una gloria cualquiera. «La diferencia entre un pensamiento verdadero y una mentira consiste en el hecho de que la mentira exige lógicamente un pensador, pero el pensamiento verdadero no. El pensamiento verdadero no necesita que nadie lo piense. [...] Los únicos pensamientos para los cuales el pensador es absolutamente necesario son las menti- ras» (Wilfred R. Bion, Attention and Interpretation, 1970).

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