La derrota de la moral terrestre.





Durante –digamos– 5.000 años, los humanos hemos ido construyendo trabajosamente una moral terrestre que, de pronto, ha quedado fuera de juego, mientras nuestros cuerpos, viejos como insectos, siguen tratando de aplicar sus reglas y valores en el vacío. Ahora todo es mar o, mejor dicho, todo es aire, como ya anticipaban Marx y Engels en El manifiesto comunista. Quizás se me entienda mejor con un ejemplo: para matar a un solo hombre hay que acercarse a él con un cuchillo; para matar a muchos hombres es necesario alejarse de ellos a la distancia de un rifle o de un avión. Concentra siempre más poder el gesto de matar a muchos hombres o, lo que es lo mismo, el de matar desde lejos que el de matar a un solo hombre o, lo que es lo mismo, el de matar desde cerca. Ahora bien, cuanto más poder acumula un poder cualquiera, cuanta mayor distancia establece respecto de sus víctimas, más se sitúa fuera del alcance de toda jurisdicción antropométrica y terrestre. Estamos biológicamente obligados y, además, históricamente acostumbrados a pensar desde nuestros cuerpos, por lo que, de manera espontánea, juzgamos terriblemente humana una cuchillada e inocentemente inhumano un bombardeo aéreo. Poseemos categorías antropológicas, jurídicas y mentales para juzgar (en el doble sentido del término) las atrocidades de Auschwitz, pero la monstruosidad de Hiroshima, como la ballena blanca, se nos escurre de entre los dedos. Así lo admitían, de algún modo, los propios juicios de Nuremberg en 1945 al renunciar a condenar los bombardeos aéreos en su consideración de “prácticas consuetudinarias” a las que habían recurrido por igual todos los contendientes. Por un lado, es verdad, esos crímenes los habían cometido también los aliados, promotores de un tribunal erigido con el propósito de condenar el nazismo y no de cuestionarse a sí mismos, pero, más allá de la voluntad de proteger “la justicia de los vencedores” –según reza un título del jurista Danilo Zolo–, la sentencia reconocía entre líneas su falta de jurisdicción frente a esa distancia aérea que suspendía de hecho la presunción de inocencia y para juzgar la cual no se habían construido entonces –ni se han construido todavía– instrumentos jurídicos y penales. Las víctimas de un bombardeo aéreo no están amparadas por la presunción de inocencia, y mueren sobre la tierra, como colillas en un cenicero, sin haber sido acusadas ni escuchadas (¡ni siquiera deshumanizadas!), porque son víctimas de una inocencia anterior, más radical y, si se quiere, absoluta: inocencia no porque no produzca daños (según su acepción etimológica), sino porque en el aire no hay culpables a los que atribuírselos. En la tierra son los hombres los que acuchillan a otros hombres; en el aire es el aire mismo el que los mata. No tenemos, obviamente, ni ojos ni valores ni leyes para juzgar la inocencia del aire; es decir, su sustancial falta de conciencia. El torrente es irreversible y exponencial: cuando es la distancia misma la que mata, y no los seres humanos, la distancia se protege más y más de toda intervención humana a medida que aumenta su lejanía y, con ella, el número de muertos y la majestad inasible de su poder.

Nosotros intentamos trasladar al aire nuestra moral terrestre (tratando de representarnos, por ejemplo, las grandes corporaciones como si tuvieran cuerpo, los B-52 como si tuvieran voluntad y la tecnología como si tuviese inteligencia) cuando ni siquiera nos sirven ya nuestros viejos procedimientos narrativos, afinados durante siglos, como decía el poeta T. S. Eliot en 1946, para capturar relaciones cercanas entre seres humanos y no “esas fuerzas vastas e impersonales que en nuestra sociedad moderna se han convertido en una necesidad teórica”.

De esta disolución del antiguo régimen de la moral terrestre no tiene la culpa Nietzsche; la tienen la ciencia, el capitalismo, el avión, que han trastornado, para bien y para mal, el vínculo “natural” entre las palabras y las cosas.

Ni en el mar ni en el aire existen ni el Bien ni el Mal ni, en consecuencia, la posibilidad de mezclar sus cartas. Solo en la tierra.

... los pilares de la moral terrestre (son) El espacio es la libertad. El cuerpo es el tiempo. La casa es la seguridad. La comunidad es la fraternidad. La ley es la chapuza que recoge y retrasa la violencia. La muerte es inevitable. El amor es bueno. Los vicios pequeños son el excipiente de la virtud. Los grandes problemas no tienen solución.

Santiago Alba Rico, De la moral terrestre entre las nubes, ctxt 27/03/2021

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