La democràcia contra la veritat.




Los sistemas políticos liberales están construidos sobre la experiencia de que los mentirosos y los malvados deterioran la vida democrática menos que los administradores de la verdad y la bondad.

El liberalismo es una cultura política que, sin renunciar a la verdad y el bien como aspiraciones humanas, diseña la vida pública de manera que nadie pueda representarlos absolutamente. La verdad y el bien son entendidos más como aspiraciones que como propiedades.

La verdad en política es una aspiración compartida, no una propiedad privada o un arma arrojadiza. La democracia es un régimen de opinión, que no se puede desarrollar sin respeto a las evidencias, por supuesto, pero en la que nadie ostenta el privilegio de representar a los hechos verdaderos. Hay hechos palmarios sin cuya aceptación el diálogo sería imposible; uno de los más básicos es, por cierto, nuestra tendencia a calificar como hechos evidentes lo que no son más que opiniones personales. John Rawls recordaba que cierta concepción de la verdad (“toda la verdad”) es incompatible con la democracia porque en una democracia la verdad posible es parcial, limitada, compartida, provisional y discutible. No tenemos democracias para encontrar verdades absolutas, sino para decidir los asuntos comunes sobre la base de que nadie —mayoría triunfante, élite privilegiada o pueblo incontaminado— tiene un acceso privilegiado a la objetividad que nos ahorrara el largo camino de la pública discusión. Si incluso en la ciencia, que cuenta con instrumentos de verificación, protocolos rigurosos, datos contrastados y evidencias, la verdad es algo construido cooperativamente, qué decir de la dimensión de verdad de la política, que es un arte práctico basado en el contraste, el equilibrio de las fuerzas contrapuestas y la negociación continua.

Seguramente en el origen del tensionamiento actual de nuestra vida política hay una hipermoralización de los discursos; enseguida recurrimos a la condena moral cuando hubiera bastado el rechazo político. La democracia moderna se configuró en paralelo con los procesos modernos de secularización y de ahí ciertos parecidos formales: se privatiza la concepción del bien y se desmoraliza la vida pública, no en el sentido de que los asuntos comunes carezcan de reglas, sino de que las normas políticas no pueden ser remplazadas por normas morales. No hace falta que consideremos a nuestros adversarios políticos como unos malvados, ni es necesario calificar de ilegítimo al gobierno que detestamos cuando basta que los critiquemos por sus malas políticas. De quien echa mano con demasiada frecuencia a descalificaciones morales podemos sospechar que le faltan argumentos propiamente políticos.

La democracia es una realidad dinámica, que se revitaliza por el cambio y la transacción, ampliando los acuerdos e incorporando a nuevas generaciones, mientras que se anquilosa cuando evita cualquier transformación, para lo cual una de las más eficaces estrategias es suponer las peores intenciones en quienes proponen su actualización constituyente.

Daniel Innerarity, La democracia y la verdad, El País 10/09/2020


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