Benet XVI contra el laïcisme agressiu.

En el avión, camino de Compostela, el Papa buscó la pelea política: "En España nació una laicidad, un laicismo fuerte y agresivo, como vimos en los años treinta (...) esta disputa o, mejor, este choque entre fe y modernidad, tiene lugar de nuevo hoy en España". Estas frases solo pueden decirse por ignorancia o por mala fe. El Papa debe saber que hace muchos años que los españoles ya no tienen noticia de lo bien que quemaba el barroco. El Papa debe saber que en la democracia española actual no se conoce un enfrentamiento violento entre creyentes y no creyentes. Y que es su Iglesia la que ha llevado a la calle cuestiones que concernían a la moral y las costumbres. Con lo cual, lo que el Papa estaba haciendo era calentar el ambiente, buscar la confrontación, para lanzar el mensaje que a él le interesa, el que viene repitiendo desde su famoso discurso de Ratisbona. Ahí invitó a los creyentes -y no solo los suyos- a volcarse en la escena pública, a meter de pleno a la religión en la política, en confrontación con la cultura laica de los estados democráticos modernos. Y ahora propone a España como territorio para esta batalla.

El Gobierno español, con buen sentido, no ha caído en la provocación. Zapatero acaba de aplazar la ley de libertad religiosa que era imprescindible para que España deje de ser un Estado confesional encubierto. Ha mantenido y reforzado los privilegios de la Iglesia católica, llevando su financiación con dinero público hasta límites que ni los Gobiernos del PP habían osado. Y el Papa le responde diciendo que estamos en el anticlericalismo de la década de 1930. Saliendo a la calle, la Iglesia no consiguió parar ni la ley del aborto ni la de matrimonios homosexuales, pero parece que sí consiguió asustar a Zapatero. A los verdaderos poderes -y la Iglesia lo es- no se les pueden dar muestras de debilidad porque son implacables.

Resumen: el exabrupto del Papa sobre el anticlericalismo ha sido el único signo de anormalidad en una visita en que todo ha sido perfectamente previsible. Y, sin embargo, es el hecho más importante por lo que tenía de consigna: que la religión regrese a la política. Es la obsesión de Benedicto XVI: su respuesta a la competencia a muerte en el mercado de las almas, que es una de las consecuencias de la globalización.

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