L'art de la memòria.





Aquella fiesta empezó con un desplante y terminó en tragedia. Durante un banquete en Tesalia, el poeta Simónides de Ceos recitó unos versos en honor a Cástor y Pólux. El anfitrión, un avaro aristócrata llamado Scopas, le pagó sólo la mitad del precio pactado, sugiriendo que reclamase el resto a los dioses gemelos. Poco después, dos jóvenes pidieron ver al poeta. Simónides salió, no encontró a nadie y en ese instante el techo del salón se desplomó, matando a todos los invitados. Gracias a su prodigiosa memoria, el poeta identificó los cadáveres irreconocibles. Así, los dioses le habrían salvado la vida y, de paso, inspirado el arte de la memoria, del que Simónides es considerado inventor.

La historia la recoge Cicerón en su tratado sobre la oratoria y estimuló a una de las más fascinantes eruditas del siglo XX para desandar el hilo de Ariadna de la memoria de los antiguos. ¿Cómo eran capaces de recordar tantas cosas? ¿Cuáles eran sus armas mnemotécnicas labradas con imaginación y esfuerzo? ¿A qué poderes oscuros creían obedecer al empuñarlas? ¿Es posible hoy, en nuestras cada vez más desmemoriadas sociedades, aprender a recordar siguiendo sus pasos? La nueva edición de El arte de la memoria (Capitán Swing), uno de los libros de historia del conocimiento más célebres del siglo XX, nos invita a adentrarnos en la obra de su autora, la incomparable Frances A. Yates, y a reflexionar sobre cómo resistir a la amnesia que parece devorarlo todo en los tiempos de la IA.

¿Cuáles eran los principios generales de semejante talento? Como la leyenda del bueno de Simónides permite intuir, los antiguos maestros del arte de la memoria partían del convencimiento de que la vista es el más poderoso de los sentidos.

¿Desean ustedes memorizar un discurso completo? Atiendan. Recuerden un edificio tan amplio y variado como sean capaces: entrada, sala de estar, dormitorios y otras estancias, sin olvidar muebles y adornos que decoren e individualicen las habitaciones. Depositen las ideas de su discurso en cada uno de estos loci o lugares. De esta forma, cuando toque su turno y salgan al estrado, despójense de nervios y chuletas y recorran en orden el edificio extrayendo de cada uno de los lugares las ideas en ellos depositadas.

José María Ruiz-Vargas, catedrático emérito de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid y autor del prólogo a esta reedición de El arte de la memoria, de Yates, recuerda que la ciencia actual de la memoria confirmó experimentalmente en los años 70 las intuiciones de griegos y romanos. "Muestran el papel facilitador de las imágenes en el proceso de recordar, para concluir con posterioridad que las imágenes visuales son condiciones sine qua non en la construcción de todo recuerdo", afirma.

Existe, por cierto, una impresionante demostración moderna del "método de los loci". ¿Recuerdan Funes el memorioso, el relato de Jorge Luis Borges sobre el compadrito de Fray Bentos al que un golpe al caerse del caballo sin domar le había otorgado el don de una memoria prodigiosa mediante la cual "no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado". Pues en el siglo XX existió un Funes real, un tal Solomón V. Shereshevski, ruso a quién el psicólogo Alexander R. Luria, que estudió su caso, "catalogó como el hombre con la memoria más potente jamás descrita". El método que usaba Shereshevski, según el relato de Luria, consistía justamente en memorizar gigantescas listas de palabras asociando a cada una de ellas una imagen visual: "S. distribuía las imágenes a lo largo de algún camino. A veces era una calle de su ciudad natal o el patio de su casa, que había quedado vivamente impreso en su memoria desde los días de su niñez. En otras ocasiones se trataba de alguna calle de Moscú que solía recorrer con frecuencia. Avanzaba despacio calle abajo y colocaba las imágenes junto a las casas, los portales y los escaparates de las tiendas". Pero, al igual que el Funes borgeano acabó aplastado bajo el peso de una memoria tan gigantesca que le impedía pensar, el final de Shereshevski fue también oscuro. Incapaz de olvidar, acabó atrapado en un presente absoluto. "Mi cerebro es como un vertedero de basura", se lamentaba en sus últimos días.

La memoria ha tenido valedores poderosos. Platón despreciaba la escritura como un sucedáneo de la oralidad y en el Fedro narra una fábula egipcia contra la palabra escrita, cuyo hábito descuida el ejercicio de la memoria, y afirma que los libros son como figuras pintadas "que parecen vivas pero no contestan a las preguntas que les hacen". Hoy, la ubicuidad infinita de las pantallas, la evaporación de la atención que tumba los resultados académicos de los escolares por todo el planeta y el machetazo final de la IA que amenaza con eliminar todo estímulo perdurable para la memoria y el esfuerzo intelectual vuelven a encender el debate entre apocalípticos e integrados.

Y, sin embargo, el arte de la memoria, como describe Yates en su libro, no sólo no desapareció con la invención de la imprenta a finales del siglo XV que permitió a los seres humanos liberar gran parte de sus recuerdos, sino que creció y halló caminos extraños y apasionantes entre los sabios del Renacimiento y del nacimiento de la ciencia moderna.

Daniel Arjona y Patricia Bolinches, El fin de la memoria: por qué los antiguos lo recordaban todo y nosotros, casi nada, elmundo.es 02/05/2025

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