Enviar el nihilisme a l'abocador de la història.




Hablar de «la verdad moral» se ha convertido en anatema en muchos ámbitos. Empezando por el académico, donde las nefastas infiltraciones de Foucault, Deleuze, Vattimo y compañía han dejado tiritando el que siempre fue el más vigoroso músculo de la universitas — de universus-a-um, «todo, entero, universal»—, la búsqueda de la verdad, esto es, la producción de enunciados, argumentos y teorías que se acerquen a la realidad lo más posible y por tanto nos sirvan de guía. Si esta obviedad, que la universidad es impensable sin universalidad, ha sido eclipsada, es por intereses espurios, por razones de poder, en definitiva. El afán de la Academia fue siempre y nunca debió de dejar de ser ese: desentrañar, en provecho de la humanidad, el mundo. Uno de sus aspectos principales, en lo que atañe a los seres humanos, es la vida de la conciencia, esto es, la respuesta a la pregunta sobre qué hace que la vida sea justa, digna, buena. Sustantivamente en las facultades de filosofía, pero en realidad en todas, el hecho de que la expresión «verdad moral» ya apenas se escuche y dé lugar en el mejor de los casos a escépticos encogimientos de hombros —en profesores, no digamos en alumnos—, constituye así pues una traición en toda regla a los fines de eso que llamamos «educación superior» por muy nobles motivos.

Ha llegado la hora de plantarle cara a esta peligrosa deriva, para lo cual, más allá de los pocos políticos honestos que se sumen y de las instituciones educativas que aún siguen empeñadas en defender lo bueno y justo, y a la espera de que el periodismo resuelva su aguda crisis (ética y de modelo de negocio), hemos de contar con nuestras solas fuerzas, las de los individuos los grupos humanos que se juntan en pro del bien y aún sustentan la sociedad civil, que está tocada, pero no hundida. El enemigo, el subjetivismo moral, adopta diversos ropajes, desde el amoralista al nihilista, pasando por el relativista, y no siempre actúa de mala fe, porque el error también alienta nuestras peores versiones. Es el momento de exponer lo torcido de sus postulados y recordar sus consecuencias, entre las que no hay que olvidar la ansiedad, la anomia y la depresión a las que conducen la desorientación moral y las malas decisiones.

Tenemos la obligación de combatir el nihilismo exponiendo la realidad del ser humano, que no es la hoja en blanco que propusieron los existencialistas, y recuperar cierta antropofilia que se enfrente al apocalíptico desprecio de lo humano presente en tantísimos productos culturales transformados en ideologías ruines. Negar la verdad moral es negar que exista una experiencia universal humana, un esquema común de lo digno y bueno en la que caben, por descontado, un sinfín de colores, pero de ningún modo hay café para todos. Tenemos que conseguir que cualquier adulto entienda y pueda explicar por qué la ablación es una monstruosidad y por qué los sentimientos e inclinaciones sexuales de algunos hombres no pueden convalidar que compitan deportiva y ventajosamente con mujeres, y muchas otras cuestiones que hemos confundido con asuntos estrictamente culturales y a la postre ideológicos, dañando en el proceso a innumerables personas. Solo lo lograremos si enviamos el nihilismo al basurero de la historia y nos acercamos mediante el estudio, la conversación y la acción a la realidad sobre lo que nos hace de menos y lo que nos eleva.

«Cualquier hombre que esté más en lo justo que sus vecinos —escribe Henry David Thoreau— constituye ya una mayoría de uno». Lo que es justo y digno no se vota: nos obliga a todos. Sabemos de sobra que se puede legislar lo injusto, y hasta urdir democráticamente lo abyecto. Llevamos todo el siglo XXI acumulando nubes políticas y éticas y hemos sufrido ya no pocos aguaceros, incluso angustiosas danas. Hablamos con demasiada naturalidad de confinamientos anticonstitucionales, generaciones aplastadas por una deuda sobrevenida, gobiernos que dejan tirados en el barro a los ciudadanos y guerras nucleares en ciernes. Solo hay un camino para combatir por el bien en tiempos complejos y vertiginosos como los nuestros: aclarar, con el fuego purificador de la verdad, la poderosa voz de la conciencia.

David Cerdá, Hablemos de la verdad moral, ethic.es 29/04/2025

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