La desintermediació social és la causa del desordre politíc.





Necesitamos entender por qué tanta gente está dispuesta a hacer saltar por los aires los últimos restos de racionalidad que quedaban en la política. Algunos atribuyen esta política patológica a los estragos mentales causados por las redes sociales. Otros, a las desigualdades económicas y a los excesos de la globalización y el neoliberalismo. Permítanme que presente en unas pocas líneas una vía de explicación algo distinta.

La verticalidad del vínculo representativo se encuentra en cuestión. Mucha gente no quiere que los partidos les digan lo que tienen que pensar o hacer, ni que los medios fijen los temas de debate. El “aristocratismo” de la representación está ya cercano al grado cero. Esto no significa el fin o la renuncia de la representación. Más bien, nos aproximamos a una representación completamente horizontal, en la que el representante está al servicio de los impulsos inmediatos de la ciudadanía.

Un número creciente de personas quiere líderes que sean iguales a ellos, que no osen ponerse por encima, ni reclamar una sabiduría superior. El representante es ahora un servidor del pueblo, una mera caja de resonancia de las inclinaciones del electorado. Mucha gente ha renunciado a buscar políticos bien preparados y partidos sólidos; aspiran más bien a líderes disruptivos, rudos, ignorantes y divertidos, que en cualquier caso no se sometan a los dictados del establishment y lleven a cabo sin contemplaciones lo que sus representados les piden (expulsar a los inmigrantes, acabar con lo woke, apoyar a Israel o cualquier otra barbarie de nuestros días). El principio supremo es que nada se interponga entre el líder y su comunidad de apoyo.


El resultado más directo de la aparición de este tipo de representación es que las normas y valores que configuraban los consensos básicos en el juego político dejan de operar. En consecuencia, la política se vuelve descarnada y deriva en una competición entre los representantes por la mayor autenticidad posible, es decir, por la identificación completa e incondicional con sus seguidores. No sorprende entonces que rechacen toda posibilidad de entendimiento o acuerdo con otros políticos. Desde esta lógica un tanto peculiar, un acercamiento entre políticos se percibe como una traición a los seguidores, es decir, como una concesión a un sistema podrido de componendas.


Según lo entiendo, este vaciamiento de la representación clásica es consecuencia de un proceso de transformación de mayor alcance que va mucho más allá del ámbito político. Que la representación clásica esté cuestionada y se exploren formas totalmente horizontales de relación entre el político y la ciudadanía responde a un proceso más general de desintermediación en múltiples esferas de la vida social. El mismo descrédito que sufren los partidos tradicionales se extiende a los grandes medios. La gente rechaza el ánimo prescriptivo de los medios, prefieren que la información fluya por canales horizontales como son las redes sociales. En el fondo, es el mismo mecanismo que hace que tantos se sientan atraídos por las criptomonedas (que no necesitan de la certificación de los bancos centrales).


Todas las actividades que prescinden de los mecanismos clásicos de intermediación gozan hoy de gran prestigio. Hay un escepticismo muy generalizado hacia cualquier forma de autoridad jerárquica, ya sea en la política, los medios, las finanzas o la cultura (la gente presta mayor atención a las valoraciones de los usuarios que al juicio de críticos y expertos). En buena medida, el caos que se asocia a la política de nuestros días es consecuencia del fenómeno más general de desintermediación social (del que me ocupé en un libro, El desorden político).

La digitalización nos ha enseñado a hacer las cosas por nosotros mismos en muchos ámbitos de la vida. La mayoría de los intermediadores nos resultan inútiles y detestables. El problema específico de la política es que no sabemos cómo prescindir de la representación (que no es sino una forma de intermediación). No aceptamos de buen grado estar sujetos a las visiones de partidos, medios o expertos, pero no podemos librarnos de ellos (a diferencia de lo que sucede con muchas otras instancias de intermediación que han ido desapareciendo). De ahí que estemos ensayando con estas formas de representación horizontal que explotan las derechas radicales. Quizá hayamos ganado en libertad y autonomía personales, pero el precio a pagar es encontrarnos en una barahúnda permanente.

Ignacio Sánchez-Cuenca, El 'grado cero' de la democracia, El País 13/05/2025

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