Sobre el no res.
Se puede decir que la filosofía está intrínsecamente unida al concepto de nihilismo. De doble manera: como reflexión sobre la Nada, o bien como diagnóstico sobre una cultura o una época. El primer caso podría ser ejemplificado con la afirmación de Leibniz de que la pregunta filosófica por excelencia es “¿por qué hay algo en vez de nada?”, ¿por qué existe el mundo, lo real en vez del absoluto vacío, sobre todo cuando esto último sería lo más fácil? La filosofía, pues, ha de confrontarse con la Nada (nihil) desde el momento en que se pregunta por el Ser. No en vano cuando Hegel quiso exponer las grandes categorías con las que pensamos el mundo en La ciencia de la lógica, se vio obligado a empezar por las dos categorías más generales que haber pueda: Ser y Nada. En otro registro, Heidegger sostenía que la prueba del filósofo de verdad es que haya tenido vivencia de la Nada, sin lo cual no cabría reflexión filosófica auténtica.
Es, sin embargo, la segunda forma de unión entre filosofía y nihilismo la que ahora nos interesa. Nos referimos al empleo del término para calificar el tiempo en que se vive. Este segundo sentido, sin que pueda desligarse del primero, es el que, sobre todo desde el XIX, ha dado carta de presencia al término nihilismo. Y ello por la sencilla razón de que no pocos son los que pensaron y piensan que los tiempos contemporáneos se caracterizan por el vaciamiento de los grandes valores, la pérdida de las tradiciones que los sostienen, la carencia de sentido, en suma que son tiempos nihilistas. Una experiencia y calificación que se hizo frecuente, y de la filosofía (Nietzsche, Heidegger, Camus) a la sociología (Weber, Simmel) y a la literatura (Turgueniev, Dostoievski, Müsil, Mann, Jünger, Beckett) por doquiera se ha abordado esta cuestión. La cultura y filosofía contemporáneas están asociadas a esa experiencia honda del nihilismo. Nuestra contemporaneidad, en efecto, está marcada por ello, pues desde el primer momento de la misma, cuando los dolores de la definitiva implantación de la sociedad industrial dejaron sentirse y los movimientos sociales empezaron a despuntar con fuerza, y el orden del viejo mundo se venía definitivamente abajo, conservadores y críticos empleaban el término nihilismo, unos por nostalgia del pasado, otros por afán futurista de un mundo nuevo, todos por condenar el presente. Turgueniev reflejaba algo de esto en Padres e hijos; nihilistas eran aquellos jóvenes que querían echar abajo los viejos valores, una actitud para ellos positiva, no así para quienes los calificaban de tales por ese hecho mismo. Nietzsche, que sin duda es el filósofo que ha calado más profundamente en la cuestión, calificaba toda nuestra cultura occidental de nihilista por cuanto que se había sustentado en valores vacíos en los que la nada se erigía bajo bellos oropeles, pues en realidad, eran valores que se oponían a la vida, a nuestro mundo sensible enarbolando lo inexistente, un otro mundo transcendente, donde se divinizaba lo inmaterial, eterno, inmutable, racional… todo para condenar lo carnal, lo sensible, la finitud, el devenir continuo de la vida. Platón sería el emblema de ese nihilismo. Todo lo que había venido después no haría sino difundir esa enorme aspiración a la nada; el mismo cristianismo no era, desde esta perspectiva, sino “platonismo para el pueblo”. De acuerdo con ello, se nos apelaba a ser conscientes de la Nada que se quería, en la que se habría arruinado la misma voluntad; habíamos de hacernos cargo de que “Dios ha muerto”, esto es, todo valor absoluto ha sucumbido, no solo el simbolizado por los dioses de las religiones, sino también los de sus pretendidos sustitutos, erigidos como nuevos absolutos, la Ciencia, la Historia, el Progreso, la Técnica, etc., todos se habrían ya revelado como Nada. Solo nos quedaría una actitud posible, la que nos daría paso a otro mundo, a otra cultura, la del posthombre o del Übermensch, el hombre posterior o superhombre que transvalora todos los valores, y crea otros, estos sí ya no nihilistas sino afirmativos, fieles a la inmanencia, al “sentido de la Tierra”.
El gran Max Weber dio cuerpo sociológico a algunas de las intuiciones nietzscheanas. Todo su análisis de lo que es nuestra sociedad moderna occidental es a la vez un recorrido sobre su irremediable nihilismo -este sería su lado trágico. Lo distintivo de nuestra sociedad moderna sería la racionalización de todas sus esferas, la del Estado, la de la Empresa económica, la de la Ciencia o la del Arte. Cada una se ordena según sus procedimientos técnicos propios, se sistematiza y en cierta medida se autonomiza en su lógica. En todas ellas imperaría una progresiva formalización en la que todo se subordina al fin que le es propio. El conjunto social iría adquiriendo una extendida e intensa formalidad racional o técnica en la que todo es instrumentable. El individuo se convierte en un medio más de la inmensa maquinaria sin alma, pierde su libertad sujetado a sus requerimientos funcionales en esa “jaula de acero” o abrigo acerado (stahlhartes Gehäuse). Todo ello en el marco de un mundo en el que la ciencia lo ha secularizado todo, lo ha reducido todo positivamente a causas y efectos sin existencia de finalidad o plan alguno, sin que pueda suponerse ya transcendencia o espíritu alguno; el mundo se ha desencantado (Entzauberung). Ningún valor podría ya ser fundamentado, no cabría racionalidad de valores o axiológica, referente a fines, solo a medios; el relativismo de valores o modos de vida sería, pues, insalvable, todos serían válidos. No hay dioses, en efecto, y a una mirada distanciada solo se le aparece el sin sentido. Ante ello solo cabría asumir la responsabilidad del cada día en la profanidad del tiempo. Habría que ser fuertes y asumirlo. Para Weber una ruptura de esa racionalidad solo sería propia de mentes infantiles.
De Heidegger a Habermas no se ha hecho sino partir de ese diagnóstico y en distintas claves rastrear una salida fuera de esa racionalidad instrumental implacable: bien explorando la senda de un pensamiento entregado a la palabra aun no capturada de los poetas, que podría guiarnos hacia una nueva apertura al Ser (Heidegger); bien perfilando un pensamiento discursivo más amplio que no excluya los valores ni lo singular, consciente de lo que queda siempre fuera, cuando no confiando en el potencial emancipatorio del arte (Adorno); o cifrando la esperanza en la pulsión no entregada a la impuesta desublimación represiva (Marcuse); o seguir el más calmo camino de una racionalidad distinta, la racionalidad comunicativa, que circunscribiría la racionalidad instrumental a su esfera (Habermas). Son estas solo algunas de las propuestas, podrían seguirse otras, de Derrida a Vattimo y tantos otros. En cualquier caso, sea cual fuere el diagnóstico, todo el proceso entendido como nihilista no se ha hecho sino intensificar y vuelto más destructivo, impulsado sin fin por la ley del valor que impone el capital y nivela todo convirtiéndolo en valor de cambio y que ningún límite que la Naturaleza eleve sea respetado, aunque afecte a las bases del propio mundo de lo humano y no humano.
La imagen aquella que nos entregara Beckett en Happy days, podría decirnos algo sobre nuestro diario discurrir. En ella aparece un personaje que enterrado a media cintura en una playa, que bien podría evocar el espacio de un mundo desertizado, se abstrae de toda la situación trágica y trata de acogerse al sentido que ya solo parece quedar en las pequeñas acciones cotidianas, como lavarse cuidadosamente los dientes al amanecer el nuevo día.
Jorge Álvarez Yágüez, Nihilismo, Faro de Vigo 31/05/2025
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