Jacques Derrida: l'últim racisme.
Jacques Derrida |
APARTHEID - que ese sea el nombre, en adelante, la única denominación en el
mundo para el último de los racismos. Que permanezca así, pero que venga un día
en el que sea solamente para memoria del hombre. (...)
La exposición no es, luego, una presentación. Nada se entrega ahí al
presente, nada que sea presentable, sino solamente, en el retrovisor de mañana,
el último difunto de los racismos, the
late racism.
EL ÚLTIMO: como se dice en nuestra lengua para significar, a veces, lo
peor. Se localiza, en tal caso, la bajeza extrema: “el último de …”. Es, en el
grado más bajo, el último de una serie, pero también eso que al final de una
historia o al fin de cuentas viene a cumplir la ley de un proceso y a revelar
la verdad de la cosa, la esencia aquí acabada del mal, lo peor, el mal
superlativo de la esencia, como si hubiera un racismo por excelencia, el más
racista de los racismos.
EL ÚLTIMO, también como se dice del más reciente, el último hasta la fecha
de todos los racismos del mundo, el más viejo y el más joven. Pues es necesario
recordarlo: por más que la segregación racial no lo haya considerado, el nombre
de apartheid no se ha convertido en consigna, no ha conquistado su título en el
código político de África del Sur sino al fin de la Segunda Guerra Mundial. En
el momento en que todos los racismos eran condenados sobre la faz del mundo, es
en la faz del mundo que el Partido Nacional osó hacer campaña “por el desarrollo separado de cada raza en
la zona geográfica que le es atribuida”.
Ese nombre, ninguna lengua, desde entonces, lo ha traducido jamás, como si
todos los hablantes del mundo se defendieran, cerraran la boca contra una
siniestra incorporación de la cosa por la palabra, como si todas las lenguas
rechazaran la equivalencia y el dejarse contaminar en la hospitalidad
contagiosa de la literalidad: respuesta inmediata a la obsidionalidad de ese
racismo, al terror obsesivo que prohíbe, ante todo, el contacto. Lo Blanco no
debe dejarse tocar por lo Negro: aunque sea con la distancia de la lengua o del
símbolo. Los Negros no tienen derecho a tocar la bandera de la República. El
Ministerio de Trabajos públicos declara, en 1964, que para asegurar la limpieza
de los emblemas nacionales, un reglamento estipula que está “prohibido a los
no-europeos manipularlos”.
Apartheid: la palabra, por sí sola, ocupa el terreno como
un campo de concentración. Sistema de partición, alambradas, muchedumbres de
las soledades cuadriculadas. En los límites de ese idioma intraducible, una
violenta detención de la marca, la dureza chillona de la esencia abstracta (heid) parece especular sobre otro
régimen de abstracción, la de la separación confinada. La palabra concentra la
separación, eleva el poder de ésta y la pone ella misma aparte: el
apartacionismo, algo como eso. Aislando el ser-aparte en una suerte de esencia
o de hipóstasis, la corrompe en segregación casi ontológica. En todo caso, como
todos los racismos, tiende a hacerla pasar por algo natural –y por la ley misma
del origen. Monstruosidad de ese idioma político. Un idioma no debería, por
supuesto, jamás inclinarse al racismo. Ahora bien, lo hace con frecuencia y
esto no es del todo fortuito. No hay racismo sin una lengua. Las violencias
raciales no son solamente palabras, pero requieren de una palabra. Aunque
invoque la sangre, el color, el nacimiento, o más bien porque mantiene un
discurso naturalista y a veces creacionista, el racismo descubre siempre la
perversión de un hombre “animal parlante”. Instituye, declara, escribe,
inscribe, prescribe. Sistema de marcas, precisa los lugares para asignar
residencia o cerrar las fronteras. No discierne, discrimina.
EL ÚLTIMO, finalmente, pues este último nacido de los racismos es también
el único superviviente en el mundo; el único, al menos, en exhibirse aún en una
constitución política. Es el único en la escena que osa decir su nombre y
presentarse como lo que es, desafío legal y asumido del homo politicus, racismo jurídico y racismo de Estado. Última
impostura de un presunto estado de derecho que no duda en fundarse en una
pretendida jerarquía originaria –de derecho natural o de derecho divino: los
dos no se excluyen jamás.
La siniestra fama de ese nombre que está aparte será, pues, única. El apartheid es reputado por manifestar, en
suma, la última extremidad del racismo, su fin y la suficiencia limitada de su
meta, su escatología, el estertor de una agonía interminable ya, algo como el
Occidente del racismo y además, será necesario precisarlo inmediatamente, el
racismo como cosa de Occidente.
Jacques Derrida, La última
palabra del racismo, Instantes y
azares, primavera 2010
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