Dret a decidir: l'articulació política de la diferència.
Un presidente del Parlamento alemán, aficionado a hacer coincidir sus
visitas oficiales con países en los que había algo que cazar, tuvo una
experiencia desconcertante en la antigua colonia alemana de Togo.
Mientras era conducido del aeropuerto a la ciudad, la multitud exclamaba
algo cuyo significado le intrigaba. Su anfitrión le explicó entonces
que el grito “uhuru” significaba independencia, lo que el huésped no
conseguía entender, pues Togo ya era un país independiente. “Sí, pero
eso fue hace mucho tiempo y la gente se ha acostumbrado a ello”, le
aclaró el presidente del país.
El mundo ha dado demasiadas vueltas en los últimos años, pero muchos
siguen entonando su grito particular como si aquí no hubiera pasado
nada. Conceptos como soberanía, marco constitucional, integridad
territorial o autodeterminación necesitan ser repensados si es que no
queremos ofrecer el mismo espectáculo que asombraba al visitante alemán.
Las sociedades se han pluralizado en su interior y las aspiraciones de
autogobierno de las naciones son algo persistente; al mismo tiempo, el
entorno de interdependencias hace inservible el concepto de soberanía o
ámbito exclusivo de decisión. Estamos viviendo un momento de profundas
mutaciones en la historia de la humanidad, en el que que ciertas formas
de organización de la vida en común se nos están volviendo inutilizables
a mayor velocidad que nuestra capacidad de inventar otras nuevas. En
esos momentos históricos entre el “ya no” y el “todavía no” los seres
humanos ofrecemos espectáculos diversos que podrían hacer reír a los
togoleses, pues hay quien reivindica lo que ya tiene, quien defiende lo
que no está vigente o quien promete lo que no puede.
El debate en torno a esta cuestión está lleno de reproches e
incoherencias; es preferido el eslogan al concepto porque de este modo
se asegura una ventaja que confiere a la propia posición la superioridad
de una evidencia incontestable. ¿Quién puede contestar el derecho
democrático a decidir nuestro futuro? ¿Cómo no calificar de desafío
soberanista cualquier iniciativa que se plantee al margen del actual
ordenamiento constitucional (aunque esa Constitución no prevea ningún
cauce para la modificación del sujeto político que la sostiene)?
Las posiciones así aseguradas se traducen en procedimientos que
impiden cualquier solución porque predeterminan el resultado del
combate. No hay manera de encauzar políticamente la discusión si “somos
un pueblo” (a pesar de que no todos lo sientan así o no pocos desearían
legítimamente vincular su destino al de otros) o si esa cuestión está
zanjada por un determinado marco constitucional (que distribuye mayorías
y minorías de modo que es imposible la secesión e incluso la
modificación de ese marco) y el único sujeto político con derecho a
decidir es el conjunto del pueblo español. Unos establecen el sujeto
político con independencia de su verificación empírica y otros fijan las
reglas del juego de tal modo que predeterminan el resultado de
cualquier negociación. Hay quien utiliza un veto donde le conviene e
impugna el de otros allí donde no le es favorable, de manera que resulta
imposible salir del atolladero al que conducen las mayorías impositivas
y los vetos que bloquean.
¿Cabe pensar, pese al uso interesado y ventajista de ciertos
conceptos, en una coherencia democrática desde la que puedan resolverse
los conflictos políticos en torno a la identidad y el autogobierno?
Comencemos por una constatación sin la cual las sociedades complejas
no pueden construir su convivencia democrática. En sociedades
compuestas, donde existen núcleos resistentes a la uniformización y con
profundas aspiraciones de autogobierno, todo lo que pueda surgir en
términos de unidad lo hará a partir de la diferencia y producido por
ella. Por eso mismo, la articulación política de la diferencia nos
obliga a avanzar en las lógicas de reconocimiento y reciprocidad. Los
sistemas políticos complejos y maduros no se gobiernan bien mediante la
imposición, la unilateralidad y la subordinación, sino a través del
pacto y la bilateralidad. El pacto y la no-imposición es el
procedimiento por el que se constituyen las reglas de juego de las
sociedades avanzadas. La multilateralidad que las posiciones más
progresistas exigen para la nueva configuración del mundo es exigible
también como principio organizador de nuestras sociedades.
La convivencia puede ser organizada desde un principio de pluralismo
constitucional: los sujetos políticos amplían su espacio de juego en la
medida en que consiguen aumentar su riqueza cooperativa. El concepto de
soberanía entendida como el ejercicio ilimitado, incompartible y
exclusivo del poder público debe ser sustituido por el reconocimiento
del hecho de que la soberanía está repartida entre diversas
instituciones —local, regional, nacional, estatal e internacional— y
limitada por esa pluralidad. Desde esta perspectiva, derecho a
configurar autónomamente el propio destino no significa otra cosa que el
derecho a participar, en igualdad de condiciones, en el juego de las
soberanías compartidas y recíprocamente limitadas. Decidir es siempre
codecidir y esto supone exigencias recíprocas diferentes para cada uno:
las sociedades subestatales se ven obligadas a respetar su pluralismo
interno y a tener en cuenta que hay vínculos comunes que solo se pueden
modificar de manera pactada; los Estados que albergan a estas
comunidades no pueden resolver estos asuntos más que con instrumentos
que impliquen una renuncia a su posición dominante y pongan en marcha
procesos de negociación o arbitraje con resultado abierto.
Todo lo que no pase por aquí será un fracaso histórico aliviado por
gritos reconfortantes para mantener a la propia tribu unida o para
asegurar la imposición en nombre de valores supuestamente indiscutibles.
Daniel Innerarity, ¿Quién decide qué?, El País, 15/03/2012
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