El pilot automàtic que dirigeix el nostre cervell.
Los cerebros se dedican a reunir información
y a guiar nuestro comportamiento de manera adecuada. Tanto da que la conciencia
participe o no en la toma de decisiones. Y casi nunca participa. Si hablamos de
ojos dilatados, celos, atracción, afición a las comidas grasas, una gran idea
que tuvimos la semana pasada, la conciencia es la que menos pinta en las
operaciones del cerebro. Nuestros cerebros van casi siempre en piloto
automático, y la mente consciente tiene muy poco acceso a la gigantesca y
misteriosa fábrica que funciona debajo.
Uno se da cuenta de ello cuando tiene el pie
a mitad del camino del freno antes de ser consciente de que un Toyota rojo está
saliendo marcha atrás de la entrada de una casa en la calle por la que circula.
Lo ve cuando oye pronunciar su nombre en una conversación que tiene lugar en la
otra punta de la habitación y que creía no estar escuchando, o cuando encuentra atractivo a alguien sin saber por qué, o
cuando su sistema nervioso manda una «corazonada» acerca de qué debería escoger.
El cerebro es un sistema complejo, pero eso
no significa que sea incomprensible. Nuestros sistemas nerviosos han sido
modelados por la selección natural para solventar problemas con los que
nuestros antepasados se toparon durante la historia evolutiva de nuestra
especie. Su cerebro ha sido moldeado por presiones evolutivas, del mismo modo
que su bazo y sus ojos. Y también su conciencia. La conciencia se desarrolló
porque tenía sus ventajas, pero tenía sus ventajas sólo en cantidades limitadas.(…)
Y quién puede culparle por creer que se
puede atribuir el mérito? El cerebro lleva a cabo sus maquinaciones en secreto,
haciendo aparecer ideas como si fuera pura magia. No permite que su colosal
sistema operativo sea explorado por la cognición consciente. El cerebro dirige
sus operaciones de incógnito.
Así pues, ¿quién merece que se le atribuya
una gran idea? En 1862, el matemático escocés James Clerk Maxwell desarrolló una serie de cuestiones
fundamentales que unificaron la electricidad y el magnetismo. En su lecho de
muerte llevó a cabo una extraña confesión, declarando que «algo en su interior»
había descubierto la famosa ecuación, no él. Admitió que no tenía ni idea de
cómo se le ocurrían las ideas: simplemente le venían. William Blake relató una experiencia parecida al afirmar de su
largo poema narrativo Milton: «He escrito este poema
obedeciendo el imperioso dictado de doce o a veces veinte versos a la vez, sin
premeditación e incluso contra mi voluntad.» Johann Wolfgang Goethe afirmó haber escrito su novela Las desventuras del joven Werther prácticamente sin ninguna aportación
consciente, como si sujetara una pluma que se moviera por propia voluntad.
Y pensemos en el poeta británico Samuel Taylor Coleridge. Comenzó a
consumir opio en 1796, al principio para aliviar el dolor de muelas y la
neuralgia facial, pero pronto se quedó irreversiblemente enganchado, llegando a
ingerir dos litros de láudano cada semana. Su poema «Kubla Khan», con sus
imágenes exóticas y únicas, fue escrito durante un colocón de opio que
describió como «una especie de ensueño». Para él, el opio se convirtió en una
manera de acceder a sus circuitos nerviosos subconscientes. Atribuimos las
bellas palabras de «Kubla Khan» a Coleridge
porque proceden de su cerebro y no del de nadie más, ¿no es eso? Pero él no
podía acceder a esas palabras estando sobrio, por lo que ¿a quién hemos de
atribuir exactamente el poema?
Tal como lo expresó Carl Jung: «En cada uno de nosotros hay otro al que no conocemos.»
Tal como lo expresó Pink Floyd: «Hay alguien en mi cabeza, pero no soy yo.»
David
Eagleman, Incógnito. La vida secreta del
cerebro, Anagrama, Barna 2013
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