Què fem amb la filosofia?
Ahí va una definición de urgencia de filósofo: "filósofo es alguien a
quien todo el tiempo le andan formulando la misma pregunta ‘¿para qué
sirve la filosofía?’". La definición, claro está, podría ser más afinada
e incorporar matices que perfilaran mejor la idea, aunque fuera a costa
de su contundencia. Así, también se podría enunciar esto mismo
—intentando el difícil ejercicio de mirar de reojo al mismo tiempo a
Jorge Luis Borges y a Thomas S. Kuhn— con más palabras: "filósofo es
alguien tenido por tal en su sociedad, que, en cuanto alcanza un
determinado nivel de notoriedad pública y/o visibilidad, empieza a
recibir sistemáticamente la pregunta ‘¿para qué sirve la filosofía?’".
Nada sustancial cambiaría en la versión extendida, fuera de que, tal
vez, haría algo más comprensible el contenido de lo que se estaba
intentando expresar.
Posiblemente no constituya una definición de una gran potencia
heurística, esto es, posiblemente no sirva para avanzar en el
conocimiento, descubrir aspectos insospechados de los asuntos que nos
conciernen o proporcionar soluciones de ningún tipo a nuestros problemas
más importantes, pero sí posee un cierto valor descriptivo, como lo
prueba el simple hecho de que sin duda los profesionales de esto se
reconocerán en la experiencia de haber sido reiteradamente preguntados
en el sentido indicado. Y ya se sabe que con una buena descripción
tenemos buena parte de nuestras dificultades teóricas resueltas o, por
lo menos, bien encaminadas hacia su resolución.
Constatemos por lo pronto que, a pesar de su apariencia, la pregunta
(en cualquiera de sus dos versiones) está lejos de ser obvia o trivial.
Ni al más bisoño de los periodistas se le ocurre preguntarle al físico
nuclear para qué sirve la física, al médico para qué sirve la medicina o
al arquitecto para qué sirve la arquitectura. Y si alguien objetara que
los ejemplos seleccionados son tendenciosos (y, en la misma medida,
irrelevantes) porque en esos casos la aplicación práctica de tales
saberes resulta absolutamente evidente, podríamos replicar aportando
ejemplos del ámbito de las humanidades que parecen apuntar en la misma
dirección. No se le acostumbra a preguntar al historiador para qué sirve
la historia, al novelista para qué sirven las novelas o al músico para
qué sirve la música.
Pero no nos quedemos en la mera perplejidad y ensayemos alguna
hipótesis, aunque sea modesta, para intentar avanzar un poco. Podría ser
que, en realidad, lo que estuviera significando la pertinaz pregunta no
fuera tanto lo que manifiestamente declara como lo que subyace y no
termina de enunciar, que quizá se parece más a esto otro: ¿qué hemos de
hacer con la filosofía? Porque, con independencia de que, por ejemplo,
el artista a menudo se soliviante y se rebele contra el uso (mercantil,
especulativo, ornamental o como símbolo de prestigio) que la sociedad de
consumo hace de sus obras, lo cierto es que ésta parece que sabe qué hacer con ellas
(de ahí que no se le interrogue al autor por dicha cuestión), mientras
que la pregunta por la que empezábamos este papel parece indicar lo
contrario respecto a los filósofos.
Ahora bien, que nuestra sociedad no sepa muy bien qué hacer con la
filosofía en absoluto constituye una prueba de que no quepa hacer nada
con ella, sino más bien de nuestra falta de destreza al respecto. O,
formulando el asunto algo menos en general, el hecho de que nuestra
sociedad sea incapaz de considerar de interés ninguna actividad que no
esté directamente relacionada con la producción de beneficio económico
revela una severísima limitación conceptual, un radical empobrecimiento
de los imaginarios colectivos hegemónicos, empobrecimiento que
probablemente nadie expresó con mayor certeza que Antonio Machado en sus
Proverbios y Cantares al escribir que "todo necio confunde valor y precio".
Planteo la cosa de manera tan general porque si vemos, por mencionar
una cuestión bien específica, las reformas previstas por el Ministerio
de Educación en la futura LOMCE (más conocida como ley Wert),
reformas que debilitan severamente la presencia de la filosofía en los
planes de estudio de secundaria, comprobaremos que forma parte de la
misma ofensiva que en otros ámbitos, como el de la sanidad, está dando
lugar a efectos directamente escandalosos en muchos casos. ¿O es que se
le ocurre a alguien mejor representante de la necedad a la que aludía el
gran poeta sevillano que el ministro de Finanzas japonés Taro Aso,
quien, en una reunión del comité nacional de reformas de la seguridad
social de su país, llegó a animar a los ancianos que padecen
enfermedades que requieren costosos tratamientos a darse prisa en morir?
(aunque, por cierto, no se termina de ver por qué razón no hubiera
debido, siendo consecuente con la argumentación, animar también en
idéntico sentido a cualesquiera enfermos incurables, fuera cual fuera su
edad).
Que no distraiga la dureza del ejemplo: a fin de cuentas, son muchos
los que hoy en día se sirven de la misma lógica que la del ministro
japonés, aunque consigan pasar más desapercibidos por utilizarla a otra
escala. Pero no razonan de manera realmente diferente, pongamos por
caso, todos los responsables sanitarios de nuestro país que están
convencidos de que es más importante cuadrar las cuentas que velar por
la salud de los ciudadanos. O que opinan, regresando al tema que nos
ocupa, que seguir hablando de la necesidad de educar ciudadanos libres y
críticos, de transmitir adecuadamente la herencia recibida o de cuidar
del legado cultural del que somos hijos constituye una pérdida de
tiempo, mera cháchara irrelevante frente a la urgente necesidad de
adecuación al mercado de trabajo, que es lo único que parece
importarles.
Es cierto, no hay por qué ocultarlo, que la propia filosofía lleva
toda su historia preguntándose por la naturaleza del quehacer
filosófico, hasta el punto que, recuperando —levemente desplazada—- la
consideración inicial, ha llegado a ser definida como ese discurso que
se caracteriza por preguntarse permanentemente por su propio ser. Pero
quienes interpretaran semejante pertinacia en la pregunta como un
indicio de la esterilidad de lo filosófico en cuanto tal, extrayendo la
conclusión de que un saber que ni siquiera es capaz de definirse a sí
mismo no se encuentra en condiciones de preguntarse por nada más allá de
sus propios límites, errarían por completo. Porque el hecho de que a lo
largo de su historia los filósofos no hayan proporcionado siempre
idéntica respuesta nos está indicando que en la presunta permanente pregunta resuena el tiempo en el que se plantea.
No se trata de entrar ahora a debatir si existen las cuestiones
eternas, inamovibles, aquéllas que, por evocar al clásico, los hombres
se plantearán siempre a pesar de saber que no tienen respuesta. Se trata
más bien de señalar que la grandeza de la filosofía no pasa por estar
por encima de la historia, sino por hacerse cargo de ella. El vértigo
que nos produce constatar que pensadores de los que nos separan más de
veinte siglos se asombraban ante parecidas cosas ante las que nos
seguimos asombrando nosotros hoy no indica que ellos sobrevolaran su
propio tiempo o que anticiparan, casi proféticamente, nuestras
preocupaciones actuales, sino que nos hace saber del profundo calado de
aquello que activaba su pensamiento.
Miremos la cosa, en fin, desde este lado: que la filosofía sea capaz
de preguntarse con radicalidad incluso por su propio ser es una clara
muestra de que la esencia última de su actividad es ponerlo todo
—absolutamente todo— en cuestión. Es para eso —con otras palabras, para
ser capaz de recelar incluso de la pregunta, solo en apariencia
inocente, por la utilidad— para lo que sirve la filosofía. Probablemente
resida aquí la clave para entender la sustancia del permanente acoso a
que se ve sometida. Pregúntense quién puede considerar que conviene
poner en sordina un discurso como el filosófico, que no deja nada sin
cuestionar, y tendrán la respuesta. ¿Me sigue, ministro?
Manuel Cruz, ¿Le importaría preguntarme otra cosa?, El País, 19/03/2013
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