Neurociència i culpa.
La demencia frontotemporal no es precisamente una enfermedad rara. Da
cuenta por sí sola del 20% de los casos de demencia presenil, solo por
detrás en importancia del alzhéimer. Se llama presenil porque,
trágicamente, los primeros síntomas suelen aparecer en la mediana edad,
entre los 45 y los 65 años. El 57% de los (numerosos) pacientes de
demencia frontotemporal se comporta como si el contrato social hubiera
expirado. Todos los humanos tienen impulsos ocultos más o menos
conscientes, pero estos pacientes, a diferencia de los demás mortales,
parecen haber perdido la capacidad de controlarlos. Empiezan a robar en
las tiendas —sin mucho disimulo— o a saltarse los semáforos, desnudarse
en público, cantar más de lo estrictamente necesario, hurgar en la
basura y otras formas de sacar los colores a sus allegados.
“Los pacientes con demencia frontotemporal suelen acabar en los
tribunales”, explica el director del laboratorio de percepción y acción
del Baylor College of Medicine, David Eagleman, “donde sus médicos,
abogados y avergonzados hijos adultos deben explicarle al juez que el
quebrantamiento de la ley no fue exactamente culpa del infractor, que
gran parte de su cerebro había degenerado y que no hay en la actualidad
medicación que lo detenga”. Eagleman dedica a la neuropenalidad —si se puede llamar así a la neurología de la responsabilidad penal— un capítulo de su libro recién publicado en Anagrama, Incógnito; las vidas secretas del cerebro. Otros autores como los filósofos Daniel Dennett y Patricia Churchland llevan tiempo reflexionando sobre la materia.
Otro ejemplo, o fábula moral, proviene de una patología tan común
como el párkinson. Hace 10 o 12 años muchos pacientes de párkinson
empezaron a tratarse con pramipexol (o Sifrol), un potenciador de la
dopamina, que es la sustancia más afectada en esa enfermedad. Y las
familias empezaron a quejarse a los médicos por lo que veían como unos
comportamientos inauditos en los pacientes. Algunos de ellos se
volvieron adictos al juego, pese a que previamente no habían pisado un
casino en su vida, y otros a la hipersexualidad, al alcoholismo, a la
comida compulsiva.
La dopamina, y los fármacos que la potencian, no solo son reguladores
centrales de la coordinación de movimientos, sino también de los
circuitos del placer: la trampa darwiniana que todos llevamos en la
cabeza y que nos mueve a respetar los dos preceptos de la evolución por
encima de todas las cosas: creced y multiplicaos; comer y copular, en la
jerga.
Lo anterior se refiere a las condiciones mentales más comunes, pero
también hay historias mucho más raras, y que en ocasiones iluminan mucho
más; historias de las que se podría hacer un episodio de House o de
Perry Mason. Tomen al asesino de la Universidad de Tejas, el tipo que en
1966 la tomó a tiros con su madre, su mujer, dos familias de turistas,
peatones embarazadas y hasta el conductor de la ambulancia que iba a
recoger a algunos de los anteriores. El propio asesino, que se llamaba
Charles Whitman, dejó escrito el día antes: “A lo mejor la investigación
puede prevenir futuras tragedias de este tipo”.
Y algo de eso hubo. La autopsia reveló en el cerebro de Whitman un
glioblastoma que presionaba su amígdala (nada que ver con las amígdalas
de la garganta), la sede cerebral del miedo y de las emociones agresivas
asociadas a él. Whitman murió en el tiroteo que él mismo había
provocado, pero imaginemos que no hubiera sido así. Imaginemos que el
asesino hubiera sobrevivido lo bastante para que el doctor House le
diagnosticara el glioblastoma y se lo extirpara.
Ese nuevo Whitman, ya convertido de nuevo en un modélico boy scout,
¿tendría la culpa de la horrenda masacre causada por su anterior
encarnación? ¿Menos culpa? ¿Ninguna?
Javier Sampedro, 'Neuropenalidad', El País, 27/03/2013
Podeu llegir Cerebro delincuente en
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/03/27/actualidad/1364411067_127743.html
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