Evolució, sexe i sociabilitat.
Una de las tradiciones centrales del pensamiento social, representada
por el sociólogo Émile Durkheim y sus seguidores, ha defendido la
radical autonomía de los procesos culturales, de manera que lo social se
explica por lo social, marcando distancias casi insalvables con otras
disciplinas, como las ciencias de la vida y la psicología. La idea de
naturaleza humana que subyace en Durkheim se acerca mucho a la de Locke,
quien consideraba a los seres humanos como una tabla rasa susceptible
de ser colonizada por las distintas tradiciones culturales en que se
hallan inmersos los individuos. Bajo el influjo de esta concepción, el
paradigma neodarwinista, surgido a mediados del siglo pasado, aceptó en
lo básico este orden de cosas en el que, de alguna manera, la cultura
sustituía a la biología como el factor causal esencial de nuestro
comportamiento. Sin embargo, desde hace poco más de tres décadas han
surgido en amplios sectores de la biología evolutiva varios enfoques que
rechazan esta concepción de la naturaleza humana y que han puesto el
énfasis en el estudio de nuestra conducta y de la cultura desde una
perspectiva evolucionista. Esto supone, en realidad, una vuelta hacia
posiciones cercanas al mismo Darwin, que creyó posible comprender el
comportamiento humano a partir de la investigación de aquellos rasgos
psicobiológicos, evolucionados mediante selección natural, responsables
del mismo.
Está gestándose así una alternativa naturalista a los postulados
dominantes en el modelo sociológico, basada sobre todo en las
aportaciones de dos jóvenes disciplinas, la psicología evolucionista y
la teoría de la coevolución gen-cultura, que defienden, a pesar de las
dificultades que entraña la tarea, la necesidad de investigar la
arquitectura mental de nuestra especie, arquitectura que se supone en lo
esencial común y universal para todos los seres humanos. Aspectos muy
diversos del comportamiento humano, como la cooperación, el lenguaje, la
moral, la religión o el arte, son ahora objeto de indagación en clave
evolutiva. Aunque buena parte de estos análisis se muestran altamente
especulativos por la dificultad de poner a prueba las diferentes
hipótesis, parece inevitable que, más pronto que tarde, los científicos
sociales tengan que incluir en sus modelos las restricciones que les
impone la presencia de una naturaleza humana, aún no lo bastante
esclarecida.
Uno de los temas que más se analizan desde esta perspectiva
evolucionista es el que hace referencia al comportamiento sexual humano.
Su importancia biológica resulta tan obvia que justifica por sí sola
dicha investigación. También ayudan a fomentar dicho interés los excesos
que las interpretaciones en clave sociológica, desde el psicoanálisis
hasta el constructivismo social, han cometido en el estudio de la
sexualidad humana. Por si esto fuera poco, el enorme impacto mediático
que posee todo lo relativo al sexo garantiza una provechosa actividad
divulgadora, que ha colmado las librerías de títulos por lo general
atractivos, pero que no siempre poseen el rigor necesario.(...)
Evolución de la sexualidad
En los organismos con reproducción sexual, cada nuevo individuo se
desarrolla a partir de un cigoto que se ha formado por la fusión de dos
células, los gametos. En la mayor parte de los animales, los gametos que
se fusionan son distintos: unos, los espermatozoides, son pequeños,
numerosos y móviles, y están producidos por los machos; mientras que
otros, los óvulos, son grandes, escasos e inmóviles y están producidos
por las hembras. El nuevo individuo posee, en virtud de la fusión
gamética, dos versiones iguales o diferentes (una materna y otra
paterna) de cada gen; y pasará a cada descendiente, de forma aleatoria,
sólo una de ellas. La esencia del sexo es esa mezcla de genes, que hace
que surjan de una misma pareja reproductora individuos diferentes entre
sí, algunos de los cuales pueden estar mejor dotados que sus
progenitores y que sus hermanos para sobrevivir y reproducirse, y que
desplazarán por ello a los peor dotados.
Darwin utilizó el concepto de selección natural para referirse al
proceso selectivo de aquellos caracteres que elevan la probabilidad de
supervivencia de los individuos que los poseen, mientras que denominó
selección sexual a la que actúa sobre aquellos rasgos que tienden a
incrementar el éxito individual en el apareamiento. Aunque el concepto
moderno de selección natural incluya ambos procesos bajo el concepto de
eficacia biológica, puede resultar útil mantener la distinción
darwiniana cuando se aborda el estudio de la sexualidad. La selección
favorece aquellos caracteres que permiten conseguir una mayor progenie
tanto en machos como en hembras, pero, sin embargo, ambos sexos pueden
tener intereses reproductivos diferentes, ya que también lo son los
gametos que producen y el grado de inversión parental a la que su afán
de obtener descendencia les obliga. Las diferencias que existen entre
ambos sexos a nivel anatómico, fisiológico y de comportamiento pueden
interpretarse, en clave evolutiva, como resultado de esos intereses
reproductivos diferentes. En los mamíferos placentarios, por ejemplo, la
hembra ha de alimentar en exclusiva a su progenie durante todo el
período de gestación. No es de extrañar que las hembras hayan
experimentado una mayor presión selectiva a favor de caracteres que
favorezcan el cuidado posnatal y que promuevan una adecuada elección de
pareja, puesto que las consecuencias de un apareamiento erróneo pueden
ser muy negativas para su eficacia biológica. Por su parte, los machos
no siempre contribuyen al cuidado parental, son menos selectivos y
tratan de maximizar el número de hembras con las que se aparean.
Ahora bien, la sexualidad de una especie es moldeada también por otros
muchos aspectos de su biología y del ambiente en que vive, tales como la
disponibilidad de alimento, la distribución espacial de machos y
hembras, la densidad de población o la exposición a predadores. Factores
de este tipo resultan imprescindibles cuando se pretende entender la
existencia de determinados rasgos, cuya evolución resultaría
sorprendente si se excluyen. Bien conocido es el caso de los machos de
insectos del género Mantis, que se dejan devorar por la hembra
durante (o después de) la cópula, mientras su abdomen se mantiene
inyectando el esperma dentro de ella. La selección natural maximiza la
transmisión de los genes de un individuo, no su supervivencia. Si el
macho evita ser comido, la baja densidad de población convierte en poco
probable otro encuentro con una hembra. Además, el tamaño de la puesta
de la hembra se ve favorecido por el suplemento nutricional que supone
para ella devorar al macho. De este modo, los genes responsables de esos
comportamientos en machos y en hembras pasarán en mayor número a la
siguiente generación. Este tipo de factores biológicos y ecológicos son
también responsables de la alta variabilidad que exhibe la sexualidad de
especies más o menos próximas filogenéticamente. Se recurre a ellos,
por ejemplo, para explicar la evolución en primates de los diferentes
sistemas de apareamiento; del cuidado de las crías por uno solo de los
progenitores, por los dos, o por un grupo comunal; o del desarrollo de
señales, más o menos llamativas, con las que las hembras de algunas
especies señalan su período de ovulación o, por el contrario, el porqué
de su ocultación en otras.
Los
antropólogos, etnógrafos y, más recientemente, los psicólogos
evolucionistas han ido acumulando estudios sobre muchas sociedades
humanas que, en líneas generales, han servido para elaborar una imagen
de nuestra especie como la de un primate monógamo o monógamo secuencial,
con infidelidades esporádicas y una tendencia moderada a la poliginia,
que muestra una gran variabilidad de conductas en el ámbito de la
sexualidad, cuyo origen está relacionado con factores ecológicos e
históricos. La evolución de la sexualidad humana se ha visto
condicionada, como la del resto de los mamíferos, por la mayor inversión
parental de las mujeres durante el embarazo y por la dificultad de que
un solo progenitor proporcione los cuidados directos e indirectos que
requieren los hijos después del parto. Estos cuidados incluían la
obtención y entrega de alimentos, la protección contra depredadores y
contra otras parejas potenciales que podrían estar interesadas en
eliminar los hijos ya existentes para acelerar el proceso de conseguir
hijos propios. Otras dos asimetrías entre mujeres y hombres han
desempeñado un papel importante: la confianza en la paternidad, siempre
cuestionable en el hombre, y la diferente oportunidad de tener otros
hijos mientras dura el período de gestación y después, hasta que la
mujer vuelve a ser fértil. Estas asimetrías parecen estar involucradas
en las diferentes motivaciones y en las diferentes valoraciones que
manifiestan hombres y mujeres en numerosas encuestas transculturales
sobre distintos aspectos de la sexualidad. Por ejemplo, los hombres
tienden a estar más interesados que las mujeres en el sexo esporádico y
las relaciones breves, lo que parece estar de acuerdo con la lógica
evolutiva, ya que estos comportamientos incrementan potencialmente su
eficacia biológica. Las mujeres, en cambio, atribuyen, en mayor medida,
una aventura amorosa a su insatisfacción matrimonial y al intento de
conseguir una relación duradera con un hombre más capacitado que su
pareja actual.
Otros aspectos de la sexualidad humana, como los celos, el tamaño del
pene o la ovulación oculta, están siendo también objeto de investigación
en clave evolutiva. Se utiliza en estos estudios tanto el análisis
comparativo con las especies más próximas a la nuestra (el chimpancé, el
bonobo o chimpancé pigmeo y el gorila) como entre las distintas
sociedades humanas. El problema surge siempre de las enormes
dificultades con que se enfrenta cualquier investigación de este tipo
para poner a prueba las hipótesis explicativas. Por ejemplo, es difícil
realizar experimentación en condiciones reproducibles de laboratorio, o
evitar los condicionamientos de tipo moral y coercitivo que imponen las
distintas tradiciones culturales sobre la conducta de los individuos y
elaborar encuestas auténticamente representativas, que no estén
obligadas a asumir sin poder realizar las comprobaciones pertinentes la
sinceridad de los individuos que participan en ellas y su adecuada
capacidad para el autoanálisis. Además, la ausencia de datos fiables
sobre el comportamiento y las condiciones de vida de nuestros
antepasados, unida al enorme impacto que esos factores suelen tener en
la evolución de la sexualidad, dificultan el consenso sobre la misma.
Sexo, ¿al amanecer o al anochecer?
El primero de los libros reseñados lleva por título En el principio era el sexo (Sex at Dawn,
en el original inglés) y, desde su publicación en 2010, ha tenido un
gran éxito de ventas y ha sido traducido, o está en proceso de serlo, a
varios idiomas. Sus autores Christopher Ryan, licenciado en Literatura
Inglesa y Estadounidense y, con posterioridad, doctor en Psicología por
la Saybrook University, y Cacilda Jethá, nacida en Mozambique, de origen
hindú y formación como médico psiquiatra en Portugal, viven juntos en
Barcelona, donde desarrollan su actividad profesional. El libro defiende
una lectura de la sexualidad humana muy alejada de lo que los autores
denominan el discurso estándar de la psicología evolucionista y, más en
concreto, de la importancia que en ésta se otorga a la evolución de las
relaciones en pareja, a la monogamia, a los celos y a la preocupación
masculina por la paternidad. La tesis principal del libro propone que
los seres humanos evolucionamos en grupos pequeños de
cazadores-recolectores, con un marcado igualitarismo, en los que se
compartía casi todo: los recursos, la defensa y, según los autores, se
compartía también el sexo, de manera que la mayor parte de los adultos
simultaneaban en todo momento varias relaciones de tipo sexual. Esto
aproxima la sexualidad humana a la de nuestros parientes más próximos,
el chimpancé común y el bonobo. Las hembras de chimpancé copulan durante
su ovulación múltiples veces al día con casi todos los machos que se
muestren predispuestos. Los bonobos, por su parte, practican el sexo en
grupo de manera desenfrenada, incluso entre individuos del mismo sexo,
tanto hembras como machos, de manera que el sexo se utiliza no sólo con
afán reproductivo, sino también para relajar tensiones, contribuyendo a
preservar unas relaciones sociales y cooperativas complejas.
La naturaleza humana es promiscua, heredada
de unos ancestros hipersexuales que practicaban sexo comunal y que
contribuían de manera conjunta al cuidado de los hijos
En otras palabras, la naturaleza humana es promiscua, heredada de unos
ancestros hipersexuales que practicaban sexo comunal y que contribuían
de manera conjunta al cuidado de los hijos, ya que ningún varón sabía
con certeza si eran o no suyos. Y esto ha sido así, probablemente, hasta
hace poco más de diez mil años, con el desarrollo de las sociedades
agrícolas y la aparición de la propiedad privada, que permitió a unos
hombres acumular más riqueza que otros y terminó por convertir a la
mujer en un recurso más, que también podía tener dueño. Esta represión
cultural de la sexualidad explicaría por qué cada día se casan menos
parejas, aumenta el adulterio y el índice de divorcios, mientras que
disminuye el deseo sexual, haciendo naufragar incluso matrimonios en
apariencia sólidos. La parte buena –la esperanza– es que, a pesar de esa
guerra que los seres humanos hemos emprendido contra el erotismo, la
naturaleza sexual promiscua continúa presente en nosotros y, por tanto,
de nosotros depende que sepamos crear unas condiciones de vida adecuadas
para disfrutar de la sexualidad.
El libro está bien escrito, es entretenido y, en este sentido, no
sorprende su éxito. Los autores son capaces de atrapar al lector y, con
un lenguaje desenfadado y algo provocador, van mostrándole a lo largo de
los veintidós capítulos en que se estructura el texto una mezcla de
argumentos de índole muy diversa puestos al servicio de sus tesis. El
tono del libro no es académico, pero la bibliografía que maneja sí lo
es, lo que le confiere un aire de seriedad y de rigor característico de
la buena divulgación científica. También ayuda a proporcionarle ese
estatus su publicación en castellano en una colección, Paidós
Transiciones, en la que encontramos muy buenos libros de divulgación
científica. Sin embargo, el ensayo adolece de muchos problemas, y el
primero es que su tesis fundamental resulta muy poco verosímil. Una cosa
es que no podamos conocer con exactitud los factores causales de la
evolución de la sexualidad humana y, otra muy distinta, construir una
teoría que ningún especialista, por heterodoxo que sea, estaría
dispuesto a suscribir sin que aparezca una evidencia nueva que la apoye.
Los autores, que no son expertos en biología evolutiva, parecen pensar
que la evolución tendió a crear un mundo sin contradicciones, idílico,
en el que hombres y mujeres veían satisfechas sus necesidades sexuales y
al que sólo la cultura le ha puesto freno una vez iniciada la
revolución agrícola. Esta contradicción entre lo que debería ser el
mundo natural y aquello en lo que lo hemos convertido parece haber sido
el motivo principal que inspiró el libro y también la mayor evidencia
que encuentran a favor de su hipótesis. Pero, claro, este tipo de
argumentos no sirven en biología evolutiva. La evolución, como bien
subrayaron los eminentes evolucionistas franceses Jacques Monod y
François Jacob, no sigue un plan establecido, no tiene propósito, es
oportunista, chapucera y difícilmente conducirá a ninguna especie hacia
lo que, con nuestro cerebro evolucionado y nuestras tradiciones
culturales, podríamos considerar una Arcadia feliz. De forma consciente o
no, los autores se comportan como auténticos magos en el manejo de
evidencias parciales, de medias verdades, de la defensa de lo obvio como
si fuese de su propia cosecha o alguien lo hubiese puesto en
entredicho; o en la búsqueda de apoyos para sus ideas en trabajos de
científicos cuyo pensamiento dista mucho de ser próximo al del libro.
Sirva de ejemplo el comentario que David Barash1, conocido sociobiólogo y coautor del libro El mito de la monogamia
(Madrid, Siglo XXI, 2003), en el que defiende la evolución de una
naturaleza sexual humana más abierta (con tendencia a más de una pareja,
pero al tiempo celosa de la propia), hace del libro de Ryan y Jethá
cuando afirma que hablar de él le produce repugnancia física, ya que ha
sido tomado por un buen número de lectores no expertos como válido
científicamente, en lugar de ser considerado como un fraude
pseudocientífico, intelectualmente miope y con un marcado sesgo
ideológico. Los autores de esta recensión no vamos tan lejos en nuestra
apreciación, pues carecemos de datos para valorar las intenciones reales
de los autores, pero pensamos que el libro constituye un buen ejemplo
de la necesidad de ser prudente cuando se trata de divulgar temas con
una base científica poco sólida y que afectan de lleno al ser humano,
señalando con claridad aquello que es tan solo especulativo y aquello
que tiene base científica; esta prudencia escasea también, por cierto,
en otros muchos textos de psicólogos evolucionistas ortodoxos. Mucho nos
tememos, sin embargo, que el éxito del libro favorezca lo contrario.
La buena acogida que encontró el libro desde un principio entre el
público general contrasta con el escaso eco que ha obtenido en el mundo
académico2, hasta que el año pasado Lynn Saxon, una bióloga evolucionista, escribió un libro titulado Sex at Dusk, por oposición al que nos ocupa (Sex at Dawn),
en el que elabora una minuciosa revisión del texto, señalando punto por
punto las omisiones, las interpretaciones erróneas de conceptos clave y
los sesgos en la presentación de evidencias. A la vez matiza muchas de
las conclusiones que Ryan y Jethá extraen de la bibliografía que
manejan. Además, el libro de Saxon pone de manifiesto la presencia de un
sesgo ideológico que condiciona y dirige la opinión de los autores. El
resultado es un texto riguroso que presenta un retrato fidedigno de lo
que hoy se sabe sobre la evolución de la sexualidad humana y cuyo peor
defecto proviene de que se ha construido como una refutación casi
obsesiva de las tesis del otro libro, lo que disminuye un tanto la
calidad de su relato.
Entre los múltiples contraargumentos que despliega Saxon destacaremos
sólo unos cuantos. Subraya, para resaltar las diferencias entre humanos y
bonobos, las grandes similitudes entre el comportamiento de las dos
especies hermanas chimpancés, el común y el pigmeo, matizando esa visión
un tanto ingenua que ha convertido a los bonobos en hippies de los
sesenta enfrascados en hacer el amor y no la guerra, mientras que dibuja
a sus hermanos chimpancés como animales hobbesianos. La autora describe
de forma adecuada la evolución comparada de los sistemas de parentesco y
de las señales de ovulación entre las cuatro especies de grandes
simios: el gorila, el chimpancé, el bonobo y la nuestra, el tercer
chimpancé, como con tanto acierto nos bautizó Jared Diamond. Destaca la
importancia de que éstas sean las únicas especies de primates en las
cuales los machos permanecen en el grupo, mientras que las hembras
emigran a grupos vecinos. Esto ha sido importante en la formación de
relaciones cooperativas intergrupales a través de los lazos afectivos de
los hermanos que se quedan y las hermanas que emigran. Saxon argumenta
que la crianza biparental de los hijos en grupos familiares,
característica de nuestra especie, ha sido clave en el establecimiento
de esa estructura cooperativa social de metagrupo.
La autora pasa revista de manera exhaustiva a la evidencia etnográfica
que Ryan y Jethá presentan de las sociedades de pequeña escala, la mayor
parte en transición de un modo de vida recolector a otro agrícola,
aportando datos nuevos y dando la vuelta a las conclusiones de estos
autores, que intentan presentar la vida en pareja como una consecuencia
de la vida agrícola. Saxon subraya con acierto en su argumentación la
importancia de las relaciones de pareja y de los celos como estrategias
que han promovido el cuidado parental también por parte de los hombres.
La evolución de la forma y del tamaño del pene, así como la del tamaño
de los testículos, avalaría –según Ryan y Jethá– la existencia de
competencia espermática debida a la promiscuidad ancestral de nuestra
especie. El pene humano es más grueso, largo y flexible que el de los
demás primates y posee un glande capaz de generar un vacío en el tracto
reproductivo de la mujer durante el coito. Este vacío puede succionar el
semen que haya sido depositado con anterioridad, alejándolo del óvulo y
allanando el camino del que va a entrar en acción. Asimismo, el tamaño
de los testículos, aunque inferior en relación con el tamaño corporal
que el de chimpancés y bonobos, es suficiente para producir un número de
espermatozoides lo bastante grande como para permitir la competencia
espermática. De nuevo, Saxon matiza estas conclusiones y pone las cosas
en su sitio. El incremento en tamaño y flexibilidad del pene humano
sería el resultado de la adaptación a los cambios que, a su vez,
experimentaron la vagina y el cérvix como consecuencia del bipedalismo y
de la reconfiguración del canal del parto. Su morfología, glande
incluido, es similar a la del pene del gorila, especie en la que un
macho dominante se aparea con varias hembras sin que haya competencia
espermática. Además, la elevada producción de esperma en el hombre es
compatible con un comportamiento monógamo, con coitos frecuentes, como
corresponde a una ovulación oculta, o con un cierto grado de poliginia.
Por último, al contrario de lo que ocurre en chimpancés y bonobos, el
fluido seminal de los seres humanos no es capaz de formar un tapón
copulatorio que bloquee el acceso de nuevo esperma, una estrategia clave
en la competición espermática.
Saxon dedica la parte final del libro a criticar algunas inconsistencias evolutivas e incluso ideológicas del discurso de Sex at Dawn.
Muestra, en concreto, la dificultad de elaborar un discurso coherente
en torno al hecho de que nuestras antepasadas utilizaran el sexo, además
de por intereses reproductivos, como un mecanismo de búsqueda de placer
sin importar mucho con quién, en lugar de valerse de él, como hacen las
demás hembras de primates, para un intercambio de favores. La autora
señala, con cierta ironía, que si bien las feministas aceptarán de buen
grado esa tendencia natural de las mujeres al sexo por placer, se
sentirán molestas con la otra parte del argumento, que las describe como
poco selectivas y, eso sí, preparadas para el sexo secuencial, como
supuestamente prueba su capacidad multiorgásmica. Una «nota a los
lectores» al final de la edición española del texto de Ryan y Jethá
permite sospechar que ya han recibido protestas en este sentido por
parte de un sector del público para el que parece estar pensado el
libro. Al menos algunos lectores se han quejado ya de que el capítulo
21, en el que se relatan las andanzas de Phil, un compulsivo mujeriego,
resulta poco equilibrado y aun hipócrita en comparación con el resto del
libro, que respalda la igualdad y la importancia de la satisfacción
sexual tanto de mujeres como de hombres.
La guerra de los sexos
Como ya se ha mencionado, machos y hembras poseen intereses
reproductivos distintos, lo que promueve la existencia de conflictos en
la mayor parte de las especies. Es lo que se conoce en la jerga
sociobiológica como «la guerra de los sexos». Aunque, para ser justos,
conviene destacar que, además de conflictos, también puede surgir
cooperación, porque al final ambos sexos se necesitan para procrear.
El libro más reciente sobre este tema es La guerra de los sexos.
de Paul Seabright, antiguo profesor de Economía en las Universidades de
Oxford y Cambridge y que hoy enseña en la Escuela de Economía de
Toulouse. El libro consta de dos partes poco conectadas entre sí. La
primera trata de la naturaleza conflictiva y cooperadora de las
relaciones entre los sexos a lo largo de la escala biológica, que
ilustra con algunos bellos ejemplos. En las primeras páginas nos relata
el cortejo de la mosca de la danza, Rhamphomyia longicauda. En
esta especie, los machos acumulan alimentos que llevan en pequeñas
bolsas de seda con el fin de atraer a las hembras. Sin embargo, a veces
la bolsa del macho parece llena, si bien en realidad está vacía, y
cuando la hembra se da cuenta ya no puede dar marcha atrás. Pero la
hembra también exhibe sus artimañas y puede aparentar, para conseguir el
alimento del macho, que su abdomen está lleno de huevos, cuando a veces
sólo contiene aire.
La primera parte finaliza hablando de nuestra herencia primate. Los
humanos somos especiales en el sentido de que nacemos prematuramente y,
por lo tanto, requerimos un largo período de cuidado parental que, por
otra parte, ha propiciado que desarrollemos grandes cerebros, que en
cierto sentido nos permiten superar nuestras limitaciones biológicas.
Para que nuestras «abuelas» ancestrales pudieran criar a sus hijos,
necesitaron los recursos proporcionados por los machos, creándose una
dependencia de ellos, al tiempo que se abría la puerta a la cooperación
entre sexos.
La segunda parte es más especulativa y en ella se discute la
desigualdad económica que existe en la actualidad entre hombres y
mujeres. A partir de la revolución industrial, la división de trabajo
entre sexos se viene abajo, pues son las mujeres las que ocupan muchas
de las profesiones previamente monopolizadas por los hombres. Sin
embargo, ¿qué ha impedido que la igualdad económica se haya consolidado y
que haya profesiones todavía con predominio masculino? O, más claro
aún, ¿por qué, en promedio, los salarios de las mujeres son
aproximadamente un 80% de los que perciben sus colegas masculinos?
Seabright analiza dos explicaciones clásicas: diferencias en talento y
diferencias en preferencias, revisando de forma bastante exhaustiva la
magnitud de estas desigualdades. La conclusión a la que llega es clara:
existen, sin lugar a dudas, diferencias entre los sexos tanto en
aptitudes –al menos en las que resultan de las medidas psicométricas–
como en preferencias (por ejemplo, competitividad o aversión al riesgo),
pero las disparidades se dan en valores promedios y, lo que es más
importante, son pequeñas, de forma que no explican en modo alguno la
desigualdad económica.
A partir del capítulo 7, Seabright propone las dos explicaciones que, a
su juicio, le parecen más plausibles. La primera y más original es la
diferente manera en que hombres y mujeres forman coaliciones y redes
sociales, una actividad central en la vida grupal de los primates.
Construimos alrededor de nosotros mismos una red de contactos que nos
aproxima a algunos individuos y nos distancia de otros. Las redes
masculinas son más débiles, oportunistas y competitivas, con enfados y
reconciliaciones frecuentes, mientras que las femeninas son más
emocionales, duraderas y cooperativas. Estas redes desempeñan un papel
importante y favorable en el acceso al poder económico en el caso de los
hombres, pero no en el de las mujeres. Se considera que el 56% de los
empleos es a través de contactos y, sorprendentemente, parece existir
evidencia sociológica de que los contactos débiles pero numerosos son
más efectivos. La segunda explicación analizada por Seabright es la
maternidad. Las mujeres obtienen el permiso maternal para cuidar al bebé
justo cuando, entre los veinte y los treinta años, la carrera
profesional está en su momento culminante, lo que constituye un serio
inconveniente, especialmente en un ambiente laboral que cambia con
rapidez. En el último capítulo, Seabright trata de extraer algunas
conclusiones que pudieran guiar acciones políticas para combatir la
desigualdad entre sexos. Quizá la más obvia, a partir de los argumentos
presentados en los capítulos anteriores, es que los permisos de
maternidad y paternidad sean de la misma duración y obligatorios para
ambos sexos.
En resumen, La guerra de los sexos es un libro serio desde un
punto de vista académico, con notas y referencias para quien quiera
profundizar en el tema, bastante especulativo, pero quizá no más que
otros análisis en el campo de la economía. Destaca su énfasis en
analizar lo que la biología nos enseña sobre la herencia de nuestros
antepasados con el fin de que podamos independizarnos de ella.
Sexo, evolución y el comportamiento del consumidor
Geoffrey Miller es un psicólogo evolucionista del Centre for Economic
Learning and Social Evolution de Londres. En su anterior libro, The Mating Mind,
este autor proponía que los aspectos más interesantes de la mente
humana, tales como el arte, la música, el teatro o los ideales políticos
no han evolucionado por selección natural, sino por selección sexual3.
Darwin acuñó este término para explicar la presencia de ciertos
caracteres ornamentales, como la cola del pavo real, que no contribuyen a
la supervivencia, sino que se ven favorecidos porque las hembras los
encuentran atractivos. Para Miller, la selección sexual es la
responsable de la evolución, no sólo de las capacidades creativas, sino
también de la moralidad, ya que los machos altruistas mejorarían con
ello su estatus social y serían preferidos por las hembras.
En el libro que comentamos, Spent: Sex, Evolution and Consumer Behavior,
Miller analiza el comportamiento consumista en las sociedades
industrializadas desde una perspectiva evolutiva, aplicando las ideas de
su libro previo. Expresado brevemente: consumimos compulsivamente para
hacer propaganda de nuestra eficacia biológica, anunciando o exhibiendo
algunos aspectos de nuestra personalidad. Dicha eficacia puede
caracterizarse, según el autor, mediante el modelo de los cinco grandes (the big five), que junto con la inteligencia constituyen los caracteres denominados seis centrales (the central six traits): inteligencia, apertura a la experiencia (openness), seriedad (conscientiousnes, la tendencia a ser disciplinado, organizado y detallista), amabilidad (agreeableness, ser afectivo, confiable, altruista y cooperador), estabilidad emocional (stability, ser tranquilo y bienhumorado) y extraversión (extraversion,
ser locuaz, alegre y expresivo). El libro proporciona un apéndice con
un cuestionario (del tipo de los que aparecen en las revistas del
corazón) en el que uno puede evaluarse en relación con esos caracteres.
Los
seis caracteres centrales se manifiestan de forma diferente en hombres y
mujeres, así como en jóvenes y adultos. Los varones tienden a enfatizar
la inteligencia y la apertura a la experiencia. La razón por la que
éstos compran complicados aparatos electrónicos no es tanto para
demostrar su poder adquisitivo, sino para hablar de ellos, esperando
impresionar al sexo opuesto con una jerga sofisticada. Por su parte, las
mujeres tratarán de enfatizar su carácter amable, participando en actos
benéficos. Los jóvenes de ambos sexos, siempre un poco estúpidos,
enfatizarán los artefactos relacionados con su cuerpo: musculación,
implantes, tatuajes o zapatos con plataforma; los adultos, por su parte,
tratarán de llamar la atención sobre su inteligencia o elegancia. Por
último, como ocurre con casi todas las señales, tratamos de aumentarlas
de forma fraudulenta. El proceso, considerado en conjunto, es en parte
ineficiente y conduce a una reacción en cadena hacia un consumo
imparable de objetos superfluos.
Según la mayoría de los psicólogos evolutivos, las aptitudes humanas
para la música, la literatura, el deporte, el humor o la creatividad no
son adaptaciones o, en todo caso, son adaptaciones que sirven para
aumentar la cohesión dentro del grupo. Pero para Miller presentan
justamente las características de un indicador de eficacia. Para que una
señal de eficacia sea creíble, ha de ser costosa. Miller toma prestada
la idea del zoólogo Amotz Zahavi, denominada la hipótesis de la
desventaja o del hándicap. Un carácter ornamental sería desventajoso,
pero al mismo tiempo estaría indicando a la hembra que su poseedor tiene
una capacidad excepcional, puesto que es capaz de vivir a pesar de
poseer dicho hándicap. Con la ironía que recorre todo el libro, propone
como ejemplo de una señal tan inútil como costosa el obtener un máster
en Oxford o Harvard. Estos títulos son simples credenciales de
inteligencia que los cazatalentos podrían sustituir por otros mucho más
baratos, como los tests de inteligencia.
Desde un enfoque más aplicado, Miller cree que, al igual que los
psicólogos evolucionistas pueden aprender mucho de los expertos en
márketing, éstos no hacen del todo bien su trabajo, porque ignoran los
avances de la psicología evolutiva. Por ejemplo, creen que los productos
de lujo se compran para exhibir riqueza y estatus, cuando en realidad
lo que quiere mostrarse es el alto grado alcanzado en alguno de los seis
caracteres centrales, como la inteligencia o la creatividad. En los
últimos capítulos propone varias ideas que resultan sugerentes: frente a
los productos baratos y de poca calidad, pensados para ser desechados
con rapidez, debería promoverse el consumo de productos de calidad,
pensados para ser reparados y que duren un tiempo razonable. Esto podría
hacerse eliminando los impuestos sobre los ingresos y sustituyéndolos
por impuestos sobre los gastos, que gravarían mucho más a aquellos
productos de usar y tirar.
Miller es un escritor de lo que suele llamarse «ciencia popular» (pop-science),
que no pretende ser rigurosa. Escribe bien, resulta francamente
divertido (tanto que a veces parece que no se toma en serio a sí mismo) y
maneja gran cantidad de información; aunque, eso sí, de forma acrítica.
Su libro es recomendable para quien, interesado en estos temas, quiera
pasar un rato entretenido y quizás encontrar ideas estimulantes, aunque
con muy poca base empírica.
Sexo, genes y rock and roll: cómo la evolución ha moldeado el mundo moderno
Rob Brooks, autor de Sex, Genes & Rock ’n’ Roll, es un
biólogo evolutivo, director del Centro de Investigación en Evolución y
Ecología de la Universidad de Sidney. Pertenece a la extensa generación
de académicos, biólogos, sociólogos, economistas y otros estudiosos de
las ciencias sociales que piensan que la teoría de la evolución por
selección natural de Darwin es la idea más importante que se le haya
ocurrido jamás a nadie. Idea que puede ayudar a entender no sólo nuestra
historia, sino nuestro comportamiento actual; y que nos permite,
incluso, moldear nuestro futuro. Como sucede con los autores ya
reseñados, desde las primeras páginas, Brooks se pone la venda antes de
recibir la herida, alertándonos contra la falacia naturalista: el hecho
de que un comportamiento sea natural, en el sentido de promovido por
selección natural, no implica que sea moralmente deseable, o que no
pueda y deba ser cambiado. Brooks aplica las ideas evolutivas a una
serie muy diversa de temas: la epidemia de la obesidad; la disminución
del número de hijos al aumentar el bienestar de la población, paradójica
desde el punto de vista evolutivo; el infanticidio selectivo de niñas;
la poligamia y la monogamia; las desigualdades entre los sexos; y, por
último, el éxito del rock ’n’ roll. Para evitar solapamientos con temas
ya analizados, aquí sólo comentaremos el primero y el último de ellos.
La obesidad es una de las denominadas enfermedades de la civilización
¿Por qué la selección natural no nos ha adaptado a comer con moderación?
En el contexto de la medicina evolucionista se piensa que una razón
posible es que la selección natural promueve la adaptación al ambiente
específico en que dicha selección actúa. El organismo humano está en
buena medida adaptado a la forma de vida que caracterizó a nuestros
antepasados en los últimos dos millones de años. En el remoto pasado de
la especie, aquellos individuos con más apetito, mayor capacidad para
acumular grasas y avidez por los azúcares, se verían favorecidos en
épocas de bonanza, ya que serían capaces de sobrevivir durante las
frecuentes hambrunas. Sin embargo, en las sociedades industriales estos
alimentos se ofrecen en cantidades ilimitadas, y la selección natural no
ha tenido tiempo para adaptar nuestro organismo a las nuevas
circunstancias. Brooks apoya una idea algo distinta: la hipótesis de la
palanca proteínica (protein leverage). Los humanos tenemos una
necesidad de consumo alto de proteínas. En las dietas actuales la
proporción de proteínas frente a grasas y carbohidratos es menor que en
las ancestrales. De resultas de ello, a fin de satisfacer nuestra
necesidad de proteínas, tenemos que consumir cantidades adicionales de
alimentos y, por tanto, de carbohidratos y grasas, lo que promueve una
mayor ingesta de energía y, con ella, la obesidad.
En el capítulo 9, Brooks desarrolla el tema más mediático del libro: el
rock y la teoría evolutiva. El rock es, obviamente, un fenómeno
cultural nacido en los años cincuenta y ligado a tecnologías como la
radio, el tocadiscos y la televisión, pero, según el autor, también está
enraizado en nuestra biología. Brooks recoge la idea que Miller exponía
en The Mating Mind, en el sentido de que las aptitudes
musicales se han visto favorecidas por la selección sexual para superar
los dos problemas cruciales del apareamiento: tener acceso a los
individuos del otro sexo y seducirlos. Brooks repasa sus aficiones
musicales para mostrar cómo la música sirve para que los adolescentes y
jóvenes naveguen hacia el sexo de los adultos y exhiban su personalidad.
Cuando, en estudios experimentales, se reúne a adolescentes y se les
invita a conocerse, dedican el sesenta por ciento del tiempo a hablar
sobre música. Algo similar ocurre en las redes sociales. Los rasgos de
la personalidad son para Brooks los mismos cinco grandes o los seis
centrales que Miller desarrolla ampliamente en su ensayo. Los Rolling
Stones, Bob Dylan, Patti Smith o Leonard Cohen surcan las páginas del
libro. Jim Morrison, sin embargo, se descarta por haber tenido el mal
gusto de rimar road (carretera) con toad (sapo) en la canción Riders on the Storm. Una licencia sin importancia comparada con la de nuestro cantante Sabina, que hizo rimar torero con telón de acero.
Partiendo de la base de que no existen diferencias sustanciales entre
los sexos para la capacidad musical, sobre todo en la niñez, cuando
ambos sexos muestran similares aficiones hacia los instrumentos
musicales, Brooks se pregunta por qué, de acuerdo con la revista Rolling Stone,
sólo se cuentan veintiséis mujeres entre los 322 grandes artistas del
rock (Aretha Franklin es la que ocupa el primer lugar en el puesto
noveno), cosa que no ocurre en otros áreas de la música popular. La
respuesta que encuentra el autor es simple: se debe a que los hombres se
apoderaron del rock en la década de 1960 como un medio de ganar respeto
y estatus entre sus compañeros (y atraer parejas), de la misma manera
en que lo hacen hoy día los artistas de rap.
No quisiéramos terminar este comentario sin redirigir nuestra mirada al
papel que necesariamente desempeña la cultura. El ser humano habita en
espacios culturales en los que las costumbres, creencias y valores son
transmitidos en buena medida a través de la aprobación y reprobación
social de la conducta. Somos seres capaces de categorizar la conducta
propia y ajena en términos de valor, y de actuar en consecuencia. La
evolución de un sistema cultural acumulativo como el humano no hubiese
sido posible sin una alta capacidad cognitiva para el aprendizaje social
a través de la imitación y la enseñanza, entendida esta última en su
forma primaria como un control social de la conducta4
; tampoco hubiese sido posible la evolución de la cooperación para
beneficio mutuo que caracteriza las sociedades humanas. Además de miedo
al castigo, al ostracismo, el control social funciona porque los seres
humanos buscan también la conformidad del otro. Desde Adam Smith, Georg
Wilhelm Friedrich Hegel o René Girard, en una línea compatible con las
intuiciones del propio Darwin sobre la importancia de la simpatía, las
ciencias humanas han barruntado que el deseo del hombre es un deseo
aprendido: el deseo de poseer y exhibir aquello que suscita el deseo de
los otros y de ser reconocido por ellos. Resulta imposible, en nuestra
opinión, entender la sexualidad humana y, muy en concreto, las
relaciones de pareja, sin tomar en consideración esos dos aspectos de
nuestra naturaleza: por una parte, el instinto sexual básico y, por
otra, el impulso no menos básico que nos lleva a buscar con anhelo la
aprobación de aquellas personas con que interaccionamos con mayor
intensidad.
Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, El mito de la promiscuidad sexual y otros cuentos, Revista de Libros, 15 de marzo.15 de abril de 2013
Laureano Castro es doctor en Ciencias Biológicas, catedrático de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Miguel Ángel Toro es catedrático de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid. Son coautores, con Carlos López Fanjul, de A la sombra de Darwin: las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003).
2. Tan solo hemos encontrado un comentario muy poco favorable en una revista científica: Ryan M. Ellsworth, «The Human That Never Evolved», EvolutionaryPsychology, vol. 9, núm. 3 (2011), pp. 325-335. ↩
3. Véase nuestra reseña «La evolución de la sexualidad humana», Revista de Libros, núm. 58 (octubre de 2001), pp. 23-28. ↩
4. Véase, por ejemplo, nuestro artículo «Cultural transmission and social control of human behavior», Biology and Philosophy, núm. 25 (2010), pp. 347-360, y el libro de Laureano Castro, Luis Castro y Miguel Ángel Castro, ¿Quién teme a la naturaleza humana?, Madrid, Tecnos, 2008. ↩
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