Què faria Sant Tomàs si visquès avui?
Sant Tomàs |
La desgracia que arruina la vida de Tomás de Aquino sobreviene en 1323,
dos años después de la muerte de Dante y quizas un poco por culpa suya,
es decir, cuando Juan XXII decide convertirlo en santo Tomás de Aquino.
Una mala pasada, como recibir el premio Nobel, entrar en la Academia
Francesa u obtener el Oscar. Uno se convierte en un cliché, como la
Gioconda.
Este año (1974) se celebra el séptimo centenario de la muerte de Tomás. Tomás
vuelve a ponerse de moda, como santo y como filósofo. Se. intenta
dilucidar qué hubiera hecho hoy, si hubiera tenido la fe, la cultura y
la energía intelectual que tuvo en su tiempo. Pero el amor entenebrece a
veces los espíritus y para decir que Tomás fue grande, se dice que fue
un revolucionario y habrá que tratar de comprender en qué sentido lo
fue: ya que, si no puede decirse que fuera un restaurador, fue sin
embargo alguien que construyó un edificio tan sólido que ningún otro
revolucionario ha logrado después hacerlo vacilar desde dentro (lo más
que ha podido hacerse, de Descartes a Hegel, de Marx a Teilhard de
Chardin, ha sido hablar de él «desde fuera»).
Tanto más cuanto que no se comprende cómo el escándalo pueda venir de un
individuo tan poco romántico, gordo y tranquilo que, en la escuela,
tomaba apuntes en silencio, con aire de no entender nada, mientras sus
compañeros se mofaban de él; que cuando en el convento está sentado en
su asiento doble en el refectorio (hubo que cortar un brazo divisorio
para que tuviera sitio suficiente) oye gritar a sus juguetones
compañeros que fuera hay un asno que vuela y corre a verlo, mientras los
demás se desternillan de risa (como se sabe, los monjes mendicantes
tienen gustos simples): y entonces Tomás (que de tonto no tenía nada)
dice que le parecía más verosímil que un asno volara y no que un monje
mintiera, y los monjes quedan chasqueados. Y, después, ese estudiante a
quien sus condiscípulos llamaban el buey mudo, se convierte en un
profesor adorado por sus alumnos, y un día, que pasea con ellos por las
colinas, al contemplar París desde lo alto, los discípulos le preguntan
si no le gustaría ser el señor de una ciudad tan bella y él contesta que
preferiría mucho más poseer el texto de las homilías de san Juan
Crisóstomo. Pero, en otra ocasión, cuando un enemigo ideológico trata de
avasallarlo, se vuelve una fiera y en su latín, que parece decir poco
porque se entiende todo y los verbos están colocados justo donde un
italiano los espera, prorrumpe en maldades y sarcasmos, como un Marx
cuando fustiga a Szeliga.
¿Era un gordinflón, era un ángel? ¿Era un asexuado? Cuando sus hermanos
quieren impedirle que se haga dominico (porque en aquel tiempo el
benjamín de una familia de pro se hacía benedictino, que era cosa digna,
y no mendicante, que era como hoy hacerse miembro de una comuna para
Servir al Pueblo o meterse a trabajar con Danilo Dolci), le secuestran
camino de París y le encierran en el castillo de la familia, y, para
disuadirle de sus caprichos y convertirle en un abad como debe ser,
envían a su habitación una joven desnuda y dispuesta a todo. Tomás coge
entonces un tizón y se pone a perseguir a la muchacha con la clara
intención de quemarle las nalgas. ¿Entonces, nada de sexo? Vaya usted a
saber, pero el hecho lo turba de tal manera que, a partir de entonces,
según cuenta Bernardo di Guido, «si no eran estrictamente necesarios,
evitaba como a serpientes los encuentros con mujeres».
En cualquier caso, este hombre era un combatiente. Robusto, lúcido,
concibe un plan ambicioso, lo lleva a cabo y vence. Veamos entonces
cuáles eran el terreno de lucha, la apuesta, las ventajas obtenidas.
Tomás nació cincuenta años después de la victoria de las comunas
italianas en la batalla de Legnano contra el Imperio. Hacía diez años
que Inglaterra tenía la Carta Magna. En Francia, apenas había terminado
el reinado de Felipe Augusto. El Imperio agonizaba. Cinco años más
tarde, las ciudades libres, marítimas y mercantiles del norte se
agruparían para formar la liga hanseática. La economía florentina estaba
en expansión, se acuñaba el florín de oro: Fibonacci había inventado ya
la partida doble, desde hacía un siglo florecían la escuela de medicina
de Salerno y la escuela de derecho de Bolonia. Las cruzadas se hallaban
en una etapa avanzada, lo que quiere decir que los contactos con
Oriente estaban en pleno desarrollo. Por otra parte, los árabes de
España fascinaban al mundo occidental con sus descubrimientos
científicos y filosóficos. La técnica adquiría un vigoroso desarrollo:
se cambió el modo de herrar a los caballos, de hacer funcionar los
molinos, de guiar las naves y de colocar la collera a las bestias de
tiro y de labranza. Monarquías nacionales en el norte y comunas libres
en el sur. En una palabra, esto no era la Edad Media, por lo menos en el
sentido vulgar del término: para ser polémicas, si no fuese por lo que
está a punto de tramar Tomás, sería ya el Renacimiento. Pero era
necesario que Tomás tramara lo que tramaba para que las cosas se
desarrollaran tal como se desarrollaron.
Europa trataba de darse una cultura que reflejara una pluralidad
política y económica, dominada, sí, por el control paternalista de la
Iglesia, que nadie ponía en discusión, pero abierta a un nuevo sentido
de la naturaleza, de la realidad concreta, de la individualidad humana.
Los procesos organizativos y productivos se racionalizaban: era preciso
encontrar técnicas de la razón.
Cuando nace Tomás, hacía ya un siglo que estaban en práctica las
técnicas de la razón. En la Facultad de Artes de París, se enseñaba
música, aritmética, geometría y astronomía, pero también dialéctica,
lógica y retórica, y de una manera nueva. Un siglo antes, Abelardo había
pasado por allí. Había perdido sus órganos genitales, pero por razones
privadas, y su cabeza no había perdido vigor: el nuevo método consistía
en comparar las opiniones de las diferentes autoridades tradicionales y
llegar a una decisión según unos procedimientos lógicos fundados en una
gramática laica de las ideas. Se hacía lingüística y semántica; se
investigaba qué quería decir una palabra determinada y en qué sentido se
empleaba. Los manuales de estudio eran los textos de lógica de
Aristóteles, aunque no estaban todos traducidos e interpretados, pues
nadie conocía el griego, salvo los árabes, que estaban mucho más
avanzados que los europeos, tanto en filosofía como en ciencia. Pero
desde hacía ya un siglo la escuela de Chartres, al redescubrir los
textos matemáticos de Platón, construía una imagen del mundo natural,
regida por leyes geométricas y procesos mensurables. No era todavía el
método experimental de Roger Bacon, pero se trataba de una construcción
teórica, de un intento de explicar el universo sobre bases naturales,
aun cuando la naturaleza se viera como un agente divino. Robert
Grosseteste elaboró una metafísica de la energía luminosa, que recuerda
un tanto a Bergson y un tanto a Einstein: aparecieron los estudios de
óptica, es decir, se planteaba el problema de la percepción de los
objetos físicos y se trazaba un límite entre alucinación y visión.
Lo cual no es poco; el universo de la Alta Edad Media era un universo de
alucinación, el mundo era un bosque simbólico poblado de presencias
misteriosas, y las cosas se veían como el relato continuo de una
divinidad que pasaba el tiempo leyendo y elaborando crucigramas. En
tiempos de Tomás, este universo de la alucinación no desapareció bajo
los golpes del universo de la razón: por el contrario, este último era
todavía el producto de las élites intelectuales y no se veía con buenos
ojos, porque, para decirlo de una vez, ninguna de las cosas terrenales
se veía con buenos ojos. San Francisco hablaba de los pajaritos, pero el
planteamiento filosófico de la teología era neoplatónico. Lo cual
significaba: lejos, muy lejos, está Dios, en cuya inalcanzable
globalidad se agitan los principios de las cosas, las ideas: el universo
es el efecto de una distracción benévola de este Uno muy lejano, que
parece verterse lentamente hacia abajo, dejando huellas de su perfección
en los grumos de la materia que defeca, como los indicios de azúcar en
la orina. En este alpechín que representa la periferia más despreciable
del Uno podemos encontrar, casi siempre por un golpe de genio
enigmático, rastros de gérmenes de comprensión, pero la comprensión está
en otra parte, y si todo marcha nos llega lo místico, la intuición
nerviosa y desearnada, que penetra con la visión casi drogada en la
garlponniére del Uno, donde adviene el único y verdadero festín.
Platón y Agustín habían dicho todo lo necesario para comprender los
problemas del alma, pero las cosas se volvían oscuras cuando se trataba
de saber qué era una flor o el nudo de tripas que los médicos de Salerno
exploraban en el vientre de un enfermo, o por qué era benéfico tomar
aire fresco en una noche de primavera. De tal manera que era mejor
conocer las flores por las miniaturas de los visionarios, ignorar que
existiesen las tripas y considerar las noches de primavera como una
peligrosa tentación. Así, la cultura europea estaba dividida: si se
entendía el cielo, no se entendía la Tierra. Si alguien quería
comprender la tierra desinteresándose del cielo se atraía
complicaciones. Alrededor vagaban las brigadas rojas de la época, sectas
heréticas que por un lado querían renovar el mundo y constituir
repúblicas imposibles, y por otro practicaban sodomía, rapiñas y otras
cosas nefastas. Vaya uno a saber si esto era verdad, pero, en la duda,
era mejor matarlos a todos.
En este momento, los hombres de la razón conocieron por los árabes que
existía un antiguo maestro (un griego), que podría proporcionar la clave
para unificar esos miembros dispersos de la cultura: Aristóteles.
Aristóteles sabía hablar de Dios, pero clasificaba los animales y las
piedras y se interesaba por el movimiento de los astros. Aristóteles
sabía lógica, se interesaba en la psicología, hablaba de física,
clasificaba los sistemas políticos. Pero, sobre todo, ofrecía las claves
(y en este aspecto Tomás sabrá hacerlo fructificar plenamente) para
desvelar la relación entre la esencia de las cosas (lo que puede ser
comprendido y dicho de las cosas, aun cuando no estén presentes a
nuestra vista) y la materia de que están hechas. Dejemos en paz a Dios,
que vive bien por su cuenta y que ha provisto al mundo de óptimas leyes
físicas para que pueda funcionar solo. Y no nos extraviemos tratando de
recuperar indicios de las esencias en esa especie de cascada mística por
la cual, perdiendo lo mejor, llegamos a atiborrarnos de materia. El
mecanismo de las cosas está ahí, a la vista, las cosas son el principio
de su propio movimiento. Un hombre, una flor, una piedra son organismos
que han crecido según una ley interna que los ha puesto en movimiento:
la esencia es el principio de su crecimiento y de su organización. Se
trata de algo que ya está ahí, pronto a estallar, algo que mueve la
materia desde dentro y la hace crecer y manifestarse: por esto podemos
comprenderla. Una piedra es una porción de materia que ha tomado forma y
de ese matrimonio ha surgido una sustancia individual. El secreto del
ser, que Tomás glosará con ingenioso salto, está en el acto concreto de
existir. El existir, el acaecer, no son incidentes que les ocurren a las
ideas, que por sí estan el cálido útero de la divinidad lejana.
Primeramente, las cosas existen de manera concreta, gracias al cielo, y
después las comprendemos.
Es necesario aclarar aquí dos cosas. En primer lugar, para la tradición
aristotélica, comprender las cosas no significa estudiarlas
experimentalmente: basta comprender que las cosas cuentan, la teoría
pensaba el resto. Muy poco, si se quiere, pero ya un buen salto adelante
respecto al universo alucinado de los siglos precedentes. En segundo
lugar, si Aristóteles debía ser cristianizado, era necesario conceder
más espacio a Dios, que se hallaba bastante apartado. Las cosas crecen
por la fuerza interna del principio de vida que las mueve, pero será
preciso admitir que, si Dios se toma en serio todo ese gran movimiento,
sea capaz de pensar la piedra mientras ésta se va convirtiendo en piedra
por su cuenta, y que, si decidiese interrumpir la corriente eléctrica
(que Tomás denominaba «participación»), se produciría el block out
cósmico. Por consiguiente, la esencia de la piedra está ya en ella y es
aprehendida por nuestra mente, que es capaz de pensarla, pero existía ya
en la mente de Dios, que está lleno de amor y pasa los días no
cuidándose las uñas, sino proveyendo de energía el universo. El juego
que había que hacer era éste, ya que de otro modo Aristóteles no podía
entrar en la cultura cristiana, y, si Aristóteles quedaba fuera, también
quedaban fuera la naturaleza y la razón.
Juego difícil, porque los aristotélicos que Tomás encuentra cuando
comienza su tarea han tomado otro camino. Camino que quizás a nosotros
pueda agradarnos más, y que un intérprete propenso a los cortocircuitos
históricos podría llegar a definir como materialista: aunque se trata de
un materialismo muy poco dialéctico, más bien un materialismo
astrológico, que molestaba un poco a todo el mundo, desde los custodios
del Corán hasta los del Evangelio. El responsable había sido, un siglo
antes, Averroes, musulmán por cultura, berberisco por raza, español por
nacionalidad y árabe por lengua. Averroes, que conocía a Aristóteles
mejor que nadie, había comprendido a qué llevaba la ciencia
aristotélica: Dios no era un manipulador que se entremetía en todo
acontecer. Había constituido la naturaleza en su orden mecánico y en sus
leyes matemáticas, regida por la férrea determinación de los astros y,
dado que Dios era eterno, eterno debía ser también el mundo en su orden.
La filosofía se ocupa del estudio de ese orden, es decir de la
naturaleza, a la que todos los hombres pueden entender, pues opera en
todos un mismo principio de inteligencia, ya que de lo contrario cada
uno vería las cosas a su modo y no se podría entender nada. En este
punto, la conclusión materialista era inevitable: el mundo es eterno,
regido por un determinismo previsible, y si un único intelecto vive en
todos los hombres, el alma individual inmortal no existe. Si el Corán
dice una cosa diferente, el filósofo debe creer filosóficamente aquello
que su ciencia le demuestra y luego, sin plantearse demasiados
problemas, creer lo contrario que la fe le impone. Se trata de dos
verdades y una no debe estorbar a la otra.
Averroes lleva a conclusiones lúcidas lo que ya estaba implícito en un
aristotelismo riguroso, y a esto se debe el éxito que obtuvo en París
entre los maestros de la Facultad de Artes, en particular Siger de
Brabante, a quien Dante coloca en el Paraíso junto a santo Tomás, aunque
es justamente a santo Tomás a quien Siger debe el hundimiento de su
carrera científica y su relegación a los capítulos secundarios en los
manuales de historia de la filosofía.
El juego de política cultural que Tomás intentaba realizar es doble: por
un lado hacer aceptar a Aristóteles por la ciencia teológica de su
época, por otro, disociarlo del uso que hacían de él los averroístas.
Pero en su intento, Tomás se enfrentaba con el handicap de pertenecer a
una de las órdenes mendicantes, que a tan tenido la mala fortuna de
poner en circulación a Gioacchino da Fiore y a otra banda de heréticos
apocalípticos que resultaban peligrosísimos para el orden constituido,
para la Iglesia y para el Estado. Con lo que los maestros reaccionarios
de la Facultad de Teología, entre los que sobresalía el temible
Guillaume de Saint-Amour, pusieron buen cuidado en afirmar que los
hermanos mendicantes eran todos heréticos gioacchinistas: tanto era así
que querían enseñar el pensamiento de Aristóteles, maestro de los
materialistas ateos averroístas. Puede observarse que es el mismo juego
de Gabrio Lombardo: quien quiere el divorcio es amigo de quien pide el
aborto, y por tanto es partidario de la droga. Votad sí como el día de
la creación.
Tomás, por el contrario, no era ni un herético ni un revolucionarío, era
lo que se dice un «conciliador”. Para él se trataba de poner de acuerdo
lo que era la nueva ciencia con la ciencia de la revelación, cambiarlo
todo para que no cambiase nada.
Pero en ese proyecto demuestra un buen sentido extraordinario y (maestro
de exquisiteces teológicas) un gran apego a la realidad natural y al
equilibrio terrenal. Que quede claro que santo Tomás no aristoteliza el
cristianismo, sino que cristianiza a Aristóteles. Que quede claro que
jamás pensó que con la razón se pudiera comprender todo, sino que todo
se comprende con la fe: sólo quiso decir que la fe no estaba en
desacuerdo con la razón, y que por tanto aquí también podía permitirse
el lujo de razonar, huyendo así del universo de la alucinación. Se
comprende así por qué, en la arquitectura de sus obras, los capítulos
principales sólo hablan de Dios, de los ángeles, del alma, de la virtud y
de la vida eterna; pero, en el interior de estos capítulos, todo
encuentra un lugar más que racional, «razonable». En el interior de la
arquitectura teológico, puede entenderse por qué el hombre conoce las
cosas, por qué su cuerpo está hecho de determinada manera, por qué tiene
que examinar hechos y opiniones para poder decidir, y resolver las
contradicciones sin ocultarlas, sino tratando de conciliarlas a plena
luz. Con ello, Tomás restituye a la Iglesia una doctrina que, sin
quitarle un ápice de su poder, deja a las comunidades la libertad de que
decidan ser monárquicas o republicanas, y que distingue, por ejemplo,
diferentes tipos y derechos de propiedad, y llega a decir que sí, que el
derecho de propiedad existe, pero en cuanto a la posesión, no en cuanto
al uso. Es decir, tengo derecho a poseer un inmueble en vía Tibaldi,
pero, si hay personas que viven en barracas, la razón exige que yo
consienta su uso a quien carece de vivienda (yo sigo siendo dueño del
inmueble, pero los otros deben habitarlo, aunque no le guste a mi
egoísmo). Y así por el estilo. Se trata de soluciones fundadas en el
equilibrio y en esa virtud que Tomás llamaba «prudencia», cuyo cometido
es «conservar la memoria de las experiencias adquiridas, tener el
sentido exacto de los fines, la pronta atención a las coyunturas, la
investigación racional y progresiva, la previsión de las contingencias
futuras, la circunspección ante las oportunidades, la precaución ante
las complejidades y el discernimiento ante las condiciones
excepcionales.
Este místico, que no veía la hora de perderse en la contemplación
beatífica de Dios a la que el alma humana aspira «por naturaleza», era
también humanamente atento a los valores naturales y profesaba respeto
por el discurso racional, y por ello logró su propósito.
No hay que olvidar que antes de él, cuando se estudiaba el texto de un
autor antiguo, el comentador o el copista, cuando encontraban algo que
no concordaba con la religión revelada, tachaban las frases «erróneas», o
las señalaban dubitativamente para poner en guardia al lector, o bien
las acotaban al margen. Tomás, en cambio, alineó las opiniones
divergentes, aclaró el sentido de cada una, lo cuestionó todo, incluso
los datos de la revelación, enumeró las objeciones posibles e intentó la
mediación final. Todo debía hacerse en público, como pública era la
disputatio en su época: entraba en funciones el tribunal de la razón.
Que después, leyéndolo bien, se evidencia que en cualquier caso el dato
de fe prevalecía sobre cualquier otra cosa y guiaba el desarrollo de la
cuestión, es decir, que Dios y la verdad revelada precedieran y guiaran
el movimiento de la razón laica, ha sido puesto en claro por los más
agudos y devotos estudiosos tomistas, como Gilson. Nadie ha dicho nunca
que Tomás fuera Galileo. Tomás proporcionó simplemente a la Iglesia un
sistema doctrinal que la puso de acuerdo con el mundo natural. Y lo
logró en etapas fulgurantes. Las fechas son explícitas. Antes de él se
afirmaba que «el espíritu de Cristo no reina donde vive el espíritu de
Aristóteles», en 1210 todavía estaban prohibidos los libros de filosofía
natural del filósofo griego, y la prohibición continuó en las décadas
siguientes, mientras Tomás hacía traducir esos textos por sus
colaboradores y los comentaba. Pero en 1255 Aristóteles dejó de estar
prohibido. Muerto Tomás, como hemos visto, se intentó todavía una
reacción, pero finalmente la doctrina católica acabó alineándose con las
posiciones aristotélicas. El dominio y la autoridad espiritual de un
Croce en medio siglo de cultura italiana no son nada frente a la
autoridad que Tomás demostró al cambiar en cuarenta años toda la
política cultural del mundo cristiano. Después de lo cual, se estableció
el tomismo. Santo Tomás proporcionó al pensamiento católico un arsenal
tan completo, en el que todo encuentra lugar y explicación, que desde
entonces dicho pensamiento ya no aportará nada más. A lo sumo, con la
escolástica de la contrarreforma, reelaborará el pensamiento de Tomás,
restituyéndonos un tomismo jesuita, un tomismo dominico y hasta un
tomismo franciscano en el que se mueven las sombras de Buenaventura, de
Duns Escoto y de Ockham. Pero Tomás ya no podrá tocarse más. Aquello que
en Tomás era ansia constructora de un sistema nuevo, en la tradición
tomista se vuelve vigilancia conservadora de un sistema intocable. Allí
donde Tomás ha derribado para volver a construir de nuevo, el tomismo
escolástico trata de no tocar nada y realiza prodigios de equilibrio
seudotomistas para hacer entrar lo nuevo dentro de la trama del sistema
de Tomás. La tensión y el ansia de conocimiento, que el gordo Tomás
poseía en grado máximo, se desplaza entonces a los movimientos heréticos
y a la reforma protestante. De Tomás ha quedado el arsenal lógico, pero
no el esfuerzo intelectual que supuso edificar una forma de pensamiento
que era, entonces, verdaderamente «diferente».
Por supuesto, la culpa ha sido también suya, ya que fue él quien ofreció
a la Iglesia un método para conciliar las tensiones y para englobar de
manera no conflictiva todo aquello que no puede evitarse. Fue él quien
enseñó a individualizar las contradicciones para después tratar de
armonizarlas. Una vez cogida la costumbre, se pensó que, donde había una
oposición entre sí y no, Tomás enseñaba a expresar un «ni». Sólo que
Tomás lo hizo en un momento en el que decir «ni» no significaba
detenerse, sino dar un paso adelante, y ponerlas cartas sobre la mesa.
Por lo que, ciertamente, es lícito preguntarse qué haría Tomás de Aquino
si viviera hoy, pero es necesario responder que en cualquier caso no
volvería a escribir una Suma Teológica. Su discurso se refería al
marxismo, a la física relativista, a la lógica formal, al
existencialismo y a la fenomenología. No comentaría a Aristóteles, sino a
Marx y a Freud. Después cambiaría el método argumentativo, que se haría
menos armónico y conciliador. Por último, se daría cuenta de que no
podría ni debería elaborar un sistema definitivo, cerrado como una
arquitectura, sino una especie de sistema móvil, una Suma de páginas
sustituibles, ya que en su enciclopedia de las ciencias habría entrado
la noción de provisionalidad histórica. No sabría decir si sería todavía
cristiano. Pero démoslo por bueno. Estoy seguro de que participaría en
la celebración del séptimo centenario de su muerte, sólo para recordar
que no se trata ya de decidir cómo usar todavía lo que él pensó, sino de
pensar otras cosas. 0 como máximo de aprender de él cómo hay que hacer
para pensar con limpieza, como hombre de la propia época. Después de lo
cual, no querría estar dentro de sus hábitos.
Umberto Eco, La estrategia de la ilusión, Lumen, Barna 1986, traducción Edgardo Oviedo
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