Descartes: la superació del dubte.

Una de las constantes historiográficas es la relectura del pasado. Hace algunas décadas, Descartes era visto y descrito como el pensador que arremete contra la escolástica. Su objetivo, decían los historiadores de la filosofía, era demoler el edificio heredado de la medievalidad para dar paso al racionalismo moderno. Esta era la interpretación general dominante, lo que no excluía algunos desvaríos. Por ejemplo, en los años cincuenta, la revista Razón y Fe, vinculada al sector más tradicionalista de los Jesuitas, tenía un autor que firmaba padre E. Guerrero y que sostenía que Descartes era la causa, casi inmediata, de la segunda Guerra Mundial. En el fondo, coincidía con los historiadores, sólo que, dónde otros veían un cierto progreso, él veía la mano del demonio o poco menos. Años más tarde, a finales de los setenta, un sucesor suyo, también sacerdote apellidado Martínez, impartía clases de historia de la Filosofía en un instituto de enseñanza media en Barcelona. Terminaba allá por febrero porque, según explicaba muy serio a los alumnos, después de Santo Tomás “sólo hay errores o reiteraciones”. Y, siendo así, ¿para qué perder el tiempo?

El cambio en la interpretación del cartesianismo se inició a principios de los ochenta. Descartes dejó de ser el martillo del escolasticismo para empezar a ser leído como un pensador que pretende erigir un edificio propio sin necesidad de atacar a sus antecesores. De hecho, no pocos de sus biógrafos recuerdan su moderación en el tono y que una de las cosas que le hubiera encantado era que sus textos fueran utilizados en el colegio jesuítico de La Flèche, donde él se había formado filosóficamente.

Siguiendo esta interpretación, Descartes no tenía como enemigo principal el saber tradicional sino el escepticismo, que empezaba a ser intelectualmente dominante. Descollaba la figura de Montaigne, con sus Ensayos y se podría añadir el pensador Francisco Sánchez Lusitano, autor de un texto más que interesante titulado Quod nihil scitur cuyo objetivo declarado era mostrar la inanidad del pensamiento escolástico y su interpretación del aristotelismo. Sánchez Lusitano era católico de origen judío, nacido en la frontera galaico-portuguesa pero afincado en Francia y en algunos textos aparece citado como Francisco Sánchez, el escéptico.

En los años finales del siglo XVI y los primeros del XVII, la acometida contra un saber tradicional que daba señales inequívocas de debilidad e insuficiencia fue una constante. Por eso, cuando Descartes inició la construcción de su sistema, el enemigo no era una Escolástica abiertamente en crisis sino el escepticismo. De ahí que el punto de partida no fuera una afirmación sino una duda. Lo primero, lo más urgente era dejar bien claro que la duda podía ser superada. De lo contrario, todo quedaba a merced de la crítica escéptica.

En este esquema constructivo, dos elementos tuvieron una importancia decisiva: la duda metódica y el genio maligno: un ser dedicado en exclusiva a engañar al sujeto. En todo: pone las calles cuando él pasa y las quita cuando se va, de modo que el engañado acaba por creer en la regularidad del universo o en la existencia objetiva de los objetos. La hipótesis del genio maligno, sobre todo, resulta turbadora. ¿Cómo vencerla? Descartes necesitará dos elementos: el argumento ontológico, tomado en préstamo de san Anselmo, y Dios.

Que un volumen introductorio a Descartes (El genio maligno del señor Descartes, Errata naturae), aparecido en una colección infantil parta de la figura del genio maligno resulta esperanzador, pero vale la pena (volviendo al punto de partida de este texto) ver si significa alguna cosa. Probablemente significa al menos dos: que su autor tiene un excelente conocimiento de la obra cartesiana y que la duda es un elemento dominante en el pensamiento contemporáneo.

En efecto, releer a Descartes como enfrentado a la demolición se produce en un momento en el que los pensadores se ven enfrentados a la crítica contra todo dogmatismo que procede, como entonces, de diversos frentes. Desde el “todo vale” de Feyerabend, embistiendo contra la pretensión absolutista del cientificismo, hasta las manifestaciones más radicales del posmodernismo y del pensamiento débil. Es casi un lugar común que ya no hay lugar para un sistema como pudiera ser el que pretendía Descartes o el que trató de construir Hegel, por citar sólo un par de casos. Todo lo más, puede aspirarse a un pensamiento fragmentario, un relato, una narración de parte, donde la noción de verdad queda circunscrita apenas a los sistemas formales. Y ni eso, si tenemos en cuenta la lógica difusa.

No es casual que en los últimos años hayan aparecido remedos del genio maligno de la talla de Blade Runner o Matrix o de la novela de Torrente Ballester Quizás nos lleve el viento al infinito. Sin contar con los excelentes trabajos sobre el engaño y la mentira del profesor valenciano Miguel Catalán.

No menos interés tendrían para Descartes los desarrollos que apuntan a la posibilidad de construir realidades virtuales o a la existencia de universos paralelos, para no hablar de la paradoja de los “cerebros de Boltzmann”. En todos los casos, la existencia de la realidad resulta un punto cuestionable. Dicho quede no con el ánimo de cuestionar la realidad (sea lo que sea o lo que no sea) sino para poner de manifiesto por qué interesa hoy la raíz crítica que lleva a la teoría del conocimiento cartesiana. Se podría hacer algo parecido con el proyecto que le lleva a defender una moral provisional. Pero tampoco se trata de abusar de los lectores que son, claro, sujetos pensantes y autónomos.

Francesc Arroyo, Duda de tu propia duda, Tormenta de ideas, 17/03/2013

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