Plató: la utopia i la ironia.
Por eso una lectura tan apresurada como unilateral de la historia de las utopías ha remontado hasta La república
de Platón la descabellada idea de que ya en el dialéctico soñar
despierto del filósofo griego sobre el régimen político ideal o modélico
estaría el origen de lo que en el siglo XX acabó llamándose
"totalitarismo". Utopismo, pretenciosa prefiguración de un futuro
modélico e idealismo irían de la mano
en esa historia cuyos relevistas principales, y denigrados, habrían
sido Platón, More, Campanella, Hegel, Marx y sus sucesores.
Y,
sin embargo, tanto la génesis de ese proceso como, sobre todo, el
vínculo que a veces se ha establecido entre utopía, idealismo y ciudad
cerrada en sí misma, con rasgos totalitarios, son muy problemáticos.
Pues, para empezar, Platón no emplea en ningún momento el término utopía e incluso el nombre con que conocemos su obra de referencia, República, ni siquiera es propiamente traducción del nombre que la obra tenía en origen (Politeia) sino del ciceroniano Res publica. La palabra griega politeia
se traduce mejor como régimen o gobierno de la polis, o sea, de la
ciudad-estado existente en Grecia en la época en que escribía Platón.
Éste no es, por tanto, un utópico que se quiera tal o se presente como
tal sino un utópico designado, un filósofo al que, como en tantos otros
casos, los otros han designado como utopista mucho tiempo
después, cuando el término utopía había cobrado ya curso legal. De
hecho, los primeros críticos griegos de la Politeia tampoco
calificaron el régimen o gobierno que se esboza en ella de utópico sino
de irrealista o irrealizable. El matiz no es despreciable, pues una cosa
es decir que lo que propone alguien como alternativa socio-política a
lo que hay no ha lugar en absoluto y otra decir que la propuesta es o ha
resultado ser irrealizable en los topos o lugares conocidos.
Es
muy posible que la reflexión sobre ese matiz haya sido el motivo que
llevó a Thomas More a cambiar el título inicial de su obra célebre (Nusquam) por el neologismo con que finalmente la hemos conocido: Utopía. Pues, dado el talante erasmiano que inspiraba a More, este título permitía jugar irónicamente con los sufijos griegos u y eu,
lo cual a su vez permite aproximar lo que no tiene lugar o ubicación
conocida y el mejor de los lugares. El lector atento de la obra de More
sabe que esto es así y encontrará una confirmación del juego irónico del
autor de Utopía en la página final de diálogo, en la que el
propio More se distancia con gracia del personaje que él mismo ha
creado, Rafael Hythlodeo, defensor acérrimo, él sí, de la utopía.
Este
distanciamiento de la propia creación utópica (manifiesto, por otra
parte, a lo largo del libro) incluye casi todo lo relativo a la forma de
vida y a la ordenación político-social de los utopianos propiamente
dichos, o sea, de los amaurotas. Incluye su manera de entender la
religión, su forma de hacer la guerra y lo que es más importante, por
ser el fundamento de todas sus instituciones, la comunidad convivencial y
de bienes sin tráfico alguno de dinero. More es un humanista irenista
que tiene mucho que criticar de las costumbres de su época y de su mundo
(y lo hace), que conoce el texto de Platón, adopta su forma dialogada
de exposición, lo junta con su Luciano (al que ha traducido) y defiende
la orientación comunitaria del cristianismo primitivo; pero al mismo
tiempo deja claro en el diálogo que una cosa es lo que dice su personaje
y otra lo que él mismo piensa al respecto. Jameson y Abensour desde
perspectivas diferentes han subrayado esto, en sus lecturas de More, con
toda la razón.
More
crea en su obra ese efecto de distanciamiento de la mejor forma
posible: tomando cortésmente de la mano al utopista, o sea, a su propio
personaje, para llevarle a cenar, no sin antes decirle con amabilidad
que ya habrá tiempo para discutir en profundidad sus ideas y que ojalá
ocurra alguna vez eso que ha contado. Efecto que queda reforzado por el
párrafo con que acaba el libro segundo de Utopía: "Mientras
tanto, igual que no puedo asentir a todo lo dicho por un hombre, de otra
manera muy erudito, indiscutiblemente, al mismo tiempo que muy
experimentado en los asuntos humanos, así confieso con franqueza que hay
muchísimas cosas en la república de los utopienses que yo más bien
desearía que esperaría en nuestras ciudades" (1).
Ya
leyendo estos pasos, que concluyen con la distinción entre deseo y
esperanza, se puede uno dar cuenta de lo ridículo que resulta atribuir
talante o intención totalitarios al autor de utopías por el
procedimiento de subrayar, sin más, tal o cual pasaje "comunista" o
"comunitarista" de la obra. Pues quien así cree argumentar ni siquiera ha
caído en la cuenta de que More está renovando, y al mismo tiempo
reinventando, un tipo de género literario en el que las ideas del autor
no tienen por qué coincidir con las ideas que pone en boca de los
personajes que crea.
Mi hipótesis es que, salvando todo lo haya que salvar, esto que digo aquí vale también para la lectura de la Politeia platónica,
al menos en la versión en que ha llegado hasta nosotros que no parece
ser la que tuvo en origen. También allí, aunque de otra manera y con
otro tono, la forma diálogo permite introducir un efecto de
distanciamiento que las interpretaciones canónicas no siempre han tenido
en cuenta y que, en cambio, me parece de importancia para captar bien
el talante utópico incluso antes del nacimiento de la utopía propiamente
dicha.
No
es éste el lugar para entrar en el contenido y la estructura de la obra
de Platón. Basta con recordar que el hilo conductor del diálogo es la
discusión acerca de la justicia y que la propuesta principal de Politeia
es una constitución comunista pero estrictamente restringida en la que
la comunidad de propiedad y familia se impone sólo a las clases rectoras
de la sociedad; que tal comunismo restringido es sólo medio para evitar
la injusticia y que representa un sacrificio de los mejores que es al
mismo tiempo --y ahí está la paradoja platónica que tanto habría de
gustar a los neoplatónicos cristianos-- satisfacción, enaltecimiento y
felicidad de los sacrificados. Los mejores son, como es sabido, los
filósofos, los verdaderos filósofos. Ellos están llamados a regir la
ciudad bien gobernada y su comunismo es, por así decirlo,
funcional: tienen que estar liberados de las tareas que desempeñan los
otros ciudadanos para dedicarse exclusivamente al servicio de la polis.
Platón
sabía que era un escándalo proponer a sus contemporáneos el comunismo
de mujeres y el comunismo de bienes, por restringido que fuera éste. Y
por eso en el momento en que esos temas aparecen en el diálogo propone
objeciones, varias de las cuales se han hecho muy populares. Introduce
lo que llama "olas críticas" que zarandean la propia tesis. Y es ahí
donde encontramos, una vez más, el efecto de distanciamiento, que
alcanza su culmen en el libro V, 471c y siguientes de la obra (2). Lo interesante de esos pasos es que "las olas críticas" se convierten en algo así como un tsunami
(la expresión de Platón, como se verá, es casi literal) justo
inmediatamente antes de que aparezca la propuesta más escandalosa, a
saber, la conocida tesis de que los filósofos tienen que gobernar o los
gobernantes ser filósofos. Después de haber aceptado que la pregunta
crítica sobre la realizabilidad del ideal equivale a una "ola
gigantesca", Platón se cura en salud y hace decir a Sócrates aquello de
que su respuesta tal vez va a entenderse como "una ola que estallara en
risa".
Vale
la pena subrayar que, en ese momento decisivo del diálogo, la objeción
de fondo no afecta tanto al contenido de la propuesta cuanto a la
realizabilidad de la misma, pues, efectivamente, ahí está el origen de
la paradoja que conlleva la utopía realizable
antes incluso de la invención del término "utopía". Que también Platón
quiere tomar su distancia irónica respecto del ordenamiento de la ciudad
ideal que propone es algo que, en mi opinión, viene sugerido por el
hecho de que el objetor, el principal contradictor de Sócrates, sea en
este caso el propio hermano menor del autor de la obra, el también
filósofo Glaucón. La fraternidad es algo demasiado importante como para dejar en mal lugar a un hermano en una discusión así...
Vamos
al texto (V, 471c y siguientes). Ahí Glaucón interrumpe el discurso de
Sócrates sobre las bondades de la ciudad ideal alternativa para hacer la
pregunta del millón, que se diría ahora: "Vale, todo eso que vienes
diciendo está muy bien, el sistema podría ser muy bueno, pero ¿es
realizable? ¿es posible que exista o llegue a existir un régimen
político así? ¿hasta dónde es posible?". El protagonista principal del
diálogo reconoce que esa es la "ola crítica" más grande y difícil de
remontar y que, efectivamente, habrá que decidir sobre el
"desconcertante" problema. Para lo cual empieza proponiendo el paso
atrás: recordar que lo que se está investigando es qué es la justicia y
qué la injusticia, y sugerir, a partir de ahí, que en el caso de que
descubramos cómo es la justicia tendremos que decidir si lo que
pretendemos es que el hombre justo no se diferencia en nada de ella,
forma un todo con ella, o nos contentaremos con que se acerque a ella lo más posible y participe de ella en grado superior a los demás.
Glaucón,
el hermano sensato del filósofo autor del diálogo, se contenta,
obviamente, con lo segundo, lo cual permite a Sócrates concluir, de
momento, que si buscamos un modelo de justicia y de hombre perfectamente
justo es para poder reconocer en este mundo nuestro a aquél o aquellos
que más se parezcan al modelo, pero --y ahí vuelve la paradoja-- "no con
el propósito de mostrar que sea posible la existencia de tales
hombres". Ante la réplica inmediata del sensato, lo que Sócrates propone
es una analogía, en este caso con el trabajo del pintor: "¿Acaso
tiene menos mérito el pintor que pinta a un hombre de la mayor
hermosura y con la mayor perfección porque no pueda demostrar que no
existe semejante hombre?".
Al igual
que el pintor, así el teórico de lo político que discurre sobre la
ciudad justa y bien gobernada: su discurso no perdería nada en el caso
de que no se pudiera demostrar que es posible establecer una ciudad como
la que se propone. La fórmula retórica también ayuda. Pues el personaje
que Platón ha creado, el Sócrates inventado, no dogmatiza diciendo que
las cosas tienen que ser así y así, sino que hace un guiño a los
otros (empezando por el sensato Glaucón) al decirles que, como el
pintor, también "nosotros" estamos fabricando (inventado), a través de
"nuestra conversación", un modelo de ciudad buena.
Como se trata en realidad de una conversación entre hermanos,
el objetor puede seguir insistiendo hasta la impertinencia:-- "Ya,
¿pero se puede demostrar la posibilidad de tal ciudad? ¿No estás dando
con eso un rodeo para evitar contestar a la verdadera pregunta?". La
respuesta que da Sócrates a la "ola gigantesca" es impecable e
independientemente de cómo llamemos al modelo
(ideal, hipótesis, prefiguración, prognosis, utopía, etc.) sigue
valiendo a la hora de plantearse el recurrente asunto de la realización.
Esta respuesta dice que primero tenemos que ponernos de acuerdo sobre
si se puede llevar algo a la práctica tal como se enuncia (teóricamente) o si lo natural es, más bien, que "la realización se acerque a la verdad menos que la palabra". Si
aceptamos esto último, o sea, si nos ponemos de acuerdo en que entre el
decir y el hacer hay cierto trecho, entonces no tenemos por qué forzar
las cosas: no es preciso mostrar que sea necesario que las cosas ocurran
exactamente como decimos en
nuestro discurso. Y por la misma razón tendríamos que contentarnos con
descubrir el modo de construir una ciudad que se acerque lo más posible a
lo que se ha dicho en el discurso. Sería en este sentido, y sólo en
este sentido, en que habría que admitir que es posible la realización de
aquello que se pretendía.
En ese
mismo contexto Sócrates añade una precisión que no es precisamente
irrelevante, a saber: que para seguir ese camino hay que investigar antes
qué es lo que se hace mal en las ciudades realmente existentes y qué es
lo que hay que cambiar en ellas para ir al régimen descrito. Lo que se
puede interpretar así: no se trata de sacar el ideal de la nada
especulativa, haciendo caso omiso de los regímenes político-sociales que
han existido o que existen, sino que de lo que se trata es de
prefigurar el ideal a partir de la crítica de los regímenes de las ciudades realmente existentes.
Tal es el
camino que lleva a contestar finalmente la objeción que ha sido
comparada a un tsunami, a "la ola más gigantesca". La contestación es
conocida: que los filósofos reinen en las ciudades o que los reyes
practiquen noble y adecuadamente la filosofía, que vengan a coincidir la
filosofía y el poder político. Menos conocida, pero igualmente
relevante, es la forma en que Platón, por boca de Sócrates, ha
introducido la contestación. Esta forma no es sólo retórica; es
expresión de la conciencia de la dificultad. Platón sabe que la
propuesta de realización del ideal es algo "extremadamente paradójico"
porque es difícil ver que sólo la ciudad otra, el modelo de
ciudad que se propone, puede realizar la felicidad de los ciudadanos en
lo público y en lo privado De ahí la broma seria: "No callaré, sin
embargo, aunque, como ola que estallara en risa, me sumerja en el ridículo y el desprecio" (V, 473 e).
La
seriedad de la broma queda patente en la discusión que sigue acerca de
aquellos a los que se puede llamar con verdad auténticos filósofos. Pero
ese es ya otra tema. Lo que interesa resaltar aquí es que ya en el
nacimiento de lo que hemos dado en llamar pensamiento utópico estaban
presente la ironía y la distancia sobre la realizabilidad del ideal, la
conciencia de la distancia insolventable entre el ideal y su
realización.
¿Es esto
lo que suele llamarse idealismo? Y si lo es, ¿es ese idealismo tan malo
como se dice a veces en los manuales de teoría política? Teniendo en
cuanta los matices, la ironía distanciada respecto de la propia
propuesta, el valor de las metáforas empleadas y el sentido profundo de
la conversación entre hermanos para hacer frente a "la ola gigantesca,
¿no nos convendría, al oponer utopía a realismo, distinguir, como hizo
Einstein a propósito de Rathenau, entre el idealismo (ingenuo) de quien
creer vivir en Babia y el idealismo (meritorio) de quien sigue siendo
idealista a pesar de conocer el hedor de este mundo al que los
mandamases llaman democracia? Como se ha visto, también al plantearse la
realización, la utopía de antes del nacimiento del término sabe, como
sabía Maquiavelo, que hay que conocer los caminos que conducen al
infierno para evitarlos. Dice eso de otra manera. Pero lo sabe.
Reflexionando
sobre esa otra manera de decir la cosa y volviendo ahora al enlace con
el pensamiento utópico renacentista, se podría establecer una hipótesis
sugestiva: al enfrentarse al asunto de la realización el utopista de
orientación platónica o platonizante tendrá que hacer frente a la "ola
gigantesca" recurriendo a la ironía, al distanciamiento respecto de la
propia propuesta, de la misma manera que el pensador político partidario
del análisis, de orientación aristotélica o aristotélico-tomista (la
otra gran corriente del pensamiento político de los orígenes de la
modernidad europea), tendrá que convertirse en "empirista herético" al comprobar la distancia existente entre lo que hay en el nuevo mundo
recién descubierto (de cuya realidad nada se sabía) y lo que dijeron
sus clásicos. El idealismo (meritorio) se salva a sí mismo ironizando,
tomando sus distancias respecto del modelo o del ideal; el realismo
analítico, renegando de sus clásicos y haciéndose trágico o escéptico.
Si More es un ejemplo de lo primero, Savonarola, Francisco Sánchez y Las
Casas algo enseñan sobre esto último.
Francisco Fernández Buey, Como una ola que estallara de risa. Otra reflexión sobre utopía realizable, sin permiso, 06/04/2008
NOTAS: (1) Thomas More, Utopía, edición de Emilio García Estébanez, Akal, Biblioteca Literaria, Madrid, 1977, págs. 202-203. (2) Sigo aquí la traducción de J.M. Pabón y M. Fernández Galiano: Platón, La República,
Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1969. El texto griego y la
traducción de los pasos referidos están en el vol .II, págs. 153-159 de
esta edición.
Francisco Fernández Buey es catedrático de Filosofía Moral en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y autor del libro Utopía e ilusiones naturales (Ediciones del Viejo Topo, Barcelona, 2007).
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