Negacionisme, teoria de la conspiració i coneixement.



En el contexto de lo que Adam Tooze ha llamado "policrisis", la tentación de los negacionismos (sanitario, climático, geopolítico) alimenta el crecimiento de partidos o movimientos postfascistas y destropopulistas en todo el mundo. Aunque solo fuera por eso valdría la pena tomarse en serio a sus seguidores. Son muchos y hacen a menudo un esfuerzo cognoscitivo y pedagógico mayor que el de los que se ríen de ellos. Es gente mal informada, pero extraordinariamente informada; es gente mal pensada, pero que piensa sin parar; es gente contraria al sentido común, pero que apuesta por un proyecto común. La filósofa italiana Donatella di Cesare, especialista en el Holocausto, insiste con razón en que los negacionismos no son fruto de la ignorancia. La ignorancia ignora, no niega. La negación, lo sabemos, puede ser una defensa instintiva frente a un trauma, tal y como nos enseña la psicología: es, de hecho, la primera fase de casi todos los duelos: la negativa a aceptar la muerte de un ser querido. Pero el negacionismo es otra cosa, pues convierte la negación en una afirmación, en un forma activa, afirmativa, de intervención en el mundo. Puede beneficiarse de la ignorancia, desde luego. Es muy posible, por ejemplo, que ese alarmante 65% de jóvenes estadounidenses que no saben nada del Holocausto puedan llegar a convertirse en neonazis, pero hoy sencillamente no se ocupan de él, y aún están a tiempo de estudiar historia. El negacionismo puede crecer también en el marco de un "duelo" colectivo, como hemos visto en el caso de la pandemia, pero el terror de la propia fragilidad sobrevenida no conduce necesariamente al terraplanismo o al antivacunismo; los duelos colectivos pueden aumentar asimismo la conciencia humana y producir alternativas solidarias, como recuerda en sus libros la socióloga estadounidense Rebecca Solnit.

El negacionismo, en fin, es un sistema de conocimiento y de pensamiento que no se limita a destruir un consenso social sino que construye en paralelo formas de vida y de comunicación autorreferenciales que no pueden desmontarse enunciando ninguna verdad presuntamente objetiva. Todos los negacionismos, por ejemplo, van acompañados de una teoría conspiranoica. No se puede ser terraplanista sin denunciar una conjura de la NASA. No se puede ser anti-vacunas sin denunciar una conspiración de Soros, Bill Gates y la casa Bayern. No se pueden negar las cámaras de gas sin denunciar un complot del capitalismo judío. No se pueden negar los crímenes del estalinismo sin convertir a la CIA en una omnipotente maquinaria de propaganda anticomunista. Cada negación conlleva su propia construcción conspiratoria; y cada construcción contiene uno o dos ladrillos verdaderos. Es verdad, por ejemplo, que las grandes farmacéuticas se han lucrado del modo más abyecto con las vacunas. Es verdad que Israel ha explotado a las víctimas del Holocausto para legitimar un proyecto colonial en Palestina. Es verdad que la CIA ha utilizado todos los medios a su alcance (desde periodistas y películas hasta golpes de Estado) para combatir el comunismo en el marco de la Guerra Fría. E incluso los terraplanistas pueden decir con razón que la única prueba que tenemos de la redondez de la Tierra son imágenes artefactas perfectamente manipulables. Cabe afirmar, pues, que las construcciones con las que los negacionistas niegan la Ciencia o niegan la Historia son bastante más sólidas e irrefutables que la Ciencia y la Historia mismas, cuyas disciplinas se caracterizan por la revisión constante de sus conclusiones, la renovación de las fuentes y la adquisición de nuevos datos y pruebas. En un momento en el que cada vez es más difícil distinguir la verdad de la falsedad, podríamos sugerir un indicio orientativo: en la realidad siempre queda algún fleco suelto; en la teorías conspiranoicas, en cambio, todo encaja perfectamente bien.

Santiago Alba Rico, Negacionismos y democracia, Público 23/08/2023

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