Ortega: superar a Kant







A Kant no le interesa saber, sino “saber si sabe”, cerciorarse, “más que el saber, le importa no errar”. Y toda la filosofía moderna, concluye Ortega, brota de este horror al error. Una actitud, la del criticismo moderno, que poco tiene que ver con el escepticismo clásico. Entonces la duda era una conquista, ahora es un punto de partida. Hay precauciones inútiles, que paralizan y no dejan vivir. Hay remedios peores que la enfermedad. La obsesión por el control suele crear situaciones peligrosas, más explosivas que aquellas que pretenden controlar. Hoy lo estamos viendo. Y, para descartar a Kant, Ortega (que ha sufrido en sus carnes la sequedad y el puritanismo septentrional), se pone los anteojos del etnógrafo. “Tiende el espíritu a considerar como realidad aquello que le es más habitual y cuya contemplación exige menos esfuerzo”. Y saca a relucir su alma meridional, soleada, espontánea, compartida, alma de ágora. Frente a ella, el alma alemana, que vive ensimismada, encerrada en sí misma. Un aislamiento metafísico que decide su destino. La Critica de la razón pura “es la lucha de un yo solitario que pugna por lograr la compañía del mundo y de otros yos, pero que no encuentra otro medio de lograrlo que crearlo dentro de sí.” Y, más adelante, todavía es más duro con sus antiguos maestros, a propósito de la subjetividad kantiana. “Nada positivo queda fuera. Se ha abolido el Fuera, hasta el punto de que, lejos de estar la conciencia en el espacio, es el espacio quién está en la conciencia”.

Ortega toma de Brentano la idea de que toda conciencia es conciencia de algo. Y advierte el problema psicológico del kantismo. “Para que la conciencia se dé cuanta de sí misma es menester que exista; es decir, hace falta que antes se haya dado cuenta de otra cosa distinta de sí misma. Esta conciencia irreflexiva que ve, que oye, que piensa, que ama, sin advertir que ve, oye, piensa y ama, es la conciencia espontánea y primaria. El darnos cuenta de ella es una operación segunda que cae sobre el acto espontáneo y lo aprisiona, lo comenta, lo diseca”. Esa es la prisión kantiana, puritana, un ahogamiento de la espontaneidad, de la natural inclinación hacia afuera de la conciencia. La pregunta es dónde carga nuestra vida su peso decisivo, en la espontaneidad o en la reflexividad. La lógica kantiana descalifica la percepción, su ética niega la bondad de lo espontáneo y personal. El yo espontáneo es un menor de edad, debe ir acompañado de un yo fiscal. Kant desdeña ese movimiento primario porque cree que el alma es movida por los objetos, porque cree que la conciencia primera es pasiva, receptiva. Hay que educarla. De ahí que la metafísica de Kant culmine en una ética y no sea posible entender ésta sin aquella. “Nosotros, gente mediterránea, contemplativa, quedamos estupefactos viendo que Kant, en vez de preguntarse, ¿cómo habré yo de pensar para que mi pensamiento se ajuste al ser?, se hace la pregunta opuesta: ¿cómo debe ser lo real para que sea posible el conocimiento, es decir, la conciencia, es decir, Yo? La inteligencia pasa de humilde a conminatoria.” La metafísica y la teoría del conocimiento quedan supeditadas al “deber ser” ético. Ortega clama contra esa inversión de valores.

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