Sobre el Senyor Locke (Voltaire)

Nunca hubo quizá un
espíritu más sensato, más metódico, un lógico más exacto que el Sr. Locke; no
era, sin embargo, un gran matemático. Nunca había podido someterse a la fatiga
de los cálculos ni a la sequedad de las verdades matemáticas, que no presenta en
primer término nada sensible al espíritu, y nadie ha probado mejor que él que
se podía tener el espíritu geómetra sin recurrir a la geometría. Antes de él,
grandes filósofos habían decidido positivamente lo que es el alma del hombre;
pero, puesto que no sabían nada del asunto, es muy justo que hayan tenido todos
opiniones diferentes.
En Grecia, cuna de
artes y de errores, y donde se llevó tan lejos la grandeza y la tontería del espíritu
humano, se razonaba sobre el alma como entre nosotros.
El divino Anaxágoras,
a quien se levantó un altar por haber enseñado a los hombres que el sol era más
grande que el Peloponeso, que la nieve era negra y que los cielos eran de
piedra, afirmó que el alma era un espíritu aéreo, pero sin embargo inmortal.
Diógenes, otro que el
que se hizo cínico después de haber sido falsificador de moneda, aseguraba que
el alma era una porción de la sustancia misma de Dios, y esta idea era por lo
menos brillante.
Epicuro la componía
de partes, como el cuerpo. Aristóteles, al que se ha explicado de mil maneras, porque
era ininteligible, creía, si nos remitimos a algunos de sus discípulos, que el
entendimiento de todos los hombres era una sola y la misma sustancia.
El
divino Platón, maestro del divino Aristóteles, y el divino Sócrates, maestro
del divino Platón, decían del alma que era corporal y eterna; el demonio de Sócrates
se lo había dicho, seguramente. Hay gentes, en verdad, que pretenden que un
hombre que se gloriaba de tener un genio familiar era un loco o un bribón; pero
esas gentes son demasiado difíciles.
En cuanto a nuestros
Padres de la Iglesia, varios en los primeros siglos han creído que el alma humana,
los ángeles y Dios eran corporales.
El mundo no deja de
refinarse. San Bernardo, según la opinión del padre Mabillon, enseñó a propósito
del alma, que después de la muerte no veía a Dios en el cielo, sino que
solamente conversaba con la humanidad de Jesucristo; esta vez no se le creyó sólo
bajo palabra. La aventura de la Cruzada había desacreditado un poco sus oráculos.
Mil escolásticos vinieron después, como el Doctor Irrefutable, el Doctor Sutil,
el Doctor Angélico, el Doctor Seráfico, el Doctor Querúbico, todos los cuales
han estado muy seguros de conocer el alma muy claramente, pero que no han
dejado de hablar de ella como si hubiesen querido que nadie entendiese nada.
Nuestro Descartes,
nacido para descubrir los errores de la antigüedad, pero para sustituirlos por
los suyos, y arrastrado por ese espíritu sistemático que ciega a los más
grandes hombres, se imaginó haber demostrado que el alma era la misma cosa que
el pensamiento, como la materia, según él, es lo mismo que la extensión; aseguró
que siempre se piensa, y que el alma llega al cuerpo provista de todas las nociones
metafísicas, conociendo a Dios, el espacio, el infinito, poseyendo todas las
ideas abstractas,
llena en una palabra
de bellos conocimientos, que olvida desdichadamente al salir del vientre de su madre.
El Sr. Malebranche,
del Oratorio, en sus ilusiones sublimes, no sólo admite las ideas innatas, sino
que no duda de que todo lo veamos en Dios, y que Dios, por así decirlo, fuese
nuestra alma.
Cuando tantos
razonadores habían hecho la novela del alma, ha venido un sabio, que modestamente
ha hecho su historia. Locke ha esclarecido al hombre la razón humana, como un excelente
anatomista explica los resortes del cuerpo humano. Se ayuda constantemente de
la antorcha de la física; a veces, osa hablar afirmativamente, pero también osa
dudar; en lugar de definir de golpe lo que no conocemos, examina por grados lo
queremos conocer. Toma un niño en el momento de su nacimiento; sigue paso a
paso los progresos de su entendimiento; ve lo que tiene de común con los animales
y lo que tiene por encima de ellos; consulta sobre todo su propio testimonio,
la conciencia de su pensamiento.
«Dejo, dice, para
que lo discutan quienes saben más que yo, si nuestra alma existe antes o después
de la organización de nuestro cuerpo; pero confieso que me ha tocado en suerte
una de esas almas groseras que no siempre piensan, e incluso tengo la desdicha
de no concebir que sea más necesario para el alma pensar siempre que para el
cuerpo estar siempre en movimiento.»
En lo que a mí toca,
me alabo del honor de ser en este punto tan estúpido como Locke. Nadie me hará
nunca creer que pienso siempre; y no me siento más dispuesto que él a imaginar
que, unas cuantas semanas después de mi concepción, yo era un alma muy sabia,
sabiendo entonces mil cosas que he olvidado al nacer, y habiendo poseído muy inútilmente
en el útero conocimientos que se me han escapado cuando podía haber tenido
necesidad de ellos, y que nunca he podido volver a aprender bien después.
Locke, después de
haber demolido las ideas innatas, después de haber renunciado a la vanidad de creer
que siempre se piensa, estable que todas nuestras ideas nos vienen por los
sentidos, examina nuestras ideas simples y las que son compuestas, sigue al espíritu
del hombre en todas sus operaciones, hace ver cuan imperfectas son las lenguas
que hablan los hombres, y qué abuso hacemos de los términos en todo momento.
Viene por fin a
considerar la extensión o, mejor, la nada de los conocimientos humanos. Es en
este capítulo donde se atreve a avanzar modestamente estas palabras: No seremos quizá nunca capaces de conocer
si un ser puramente material piensa o no.
Este sabio discurso
pareció a más de un teólogo una declaración escandalosa de que el alma es material
y mortal.
Algunos ingleses,
devotos a su manera, hicieron sonar la alarma. Los supersticiosos son en la sociedad
lo que los cobardes en un ejército: tienen y provocan terrores pánicos. Se gritó
que Locke
quería derribar la
religión: no se hablaba sin embargo nada de religión en este asunto; era una
cuestión puramente filosófica, muy independiente de la fe y de la revelación;
no había más que examinar sin acritud si hay contradicción en decir: la materia I puede pensar, y si Dios puede
comunicar el pensamiento a la materia. Pero los teólogos comienzan demasiado a
menudo a decir que Dios ha sido ultrajado cuando no se es de su opinión. Eso es
parecerse demasiado a los malos poetas, que gritaban que Despreaux hablaba mal
del rey, porque se burlaba de ellos.
El
doctor Stillingfleet se ha hecho una reputación de teólogo moderado, por no
haber dicho positivamente injurias a Locke. Entró en liza contra él, pero fue
vencido, pues razonaba como doctor, y Locke como filósofo instruido de la
fuerza y debilidad del espíritu humano, y que luchaba con armas cuyo temple
conocía.
Si yo me atreviese a
hablar después del Sr. Locke sobre un tema tan delicado, diría: los hombres disputan
desde hace mucho tiempo sobre la naturaleza y sobre la inmortalidad del alma.
Respecto a su inmortalidad, es imposible demostrarla, pues aún se discute sobre
su naturaleza, y ciertamente hace falta conocer a fondo un ser creado para
decidir si es inmortal o no. La razón humana es tan incapaz de demostrar por sí
misma la inmortalidad del alma que la religión se ha visto obligada a revelárnosla.
El bien común de todos los hombres exige que se considere al alma inmortal; la
fe nos lo ordena; no hace falta más, y la cosa está decidida. No sucede lo
mismo con su naturaleza; importa poco a la religión de qué naturaleza sea el
alma, con tal de que sea virtuosa; es un reloj que nos han dado para que lo gobernemos;
pero el obrero no nos ha dicho de qué está hecho el resorte de ese reloj.
Soy cuerpo y pienso:
no se más. ¿Iré hasta atribuir a una causa desconocida lo que puedo fácilmente
atribuir a la sola causa segunda que conozco? Aquí, todos los filósofos de la
escuela me
detienen
argumentando y dicen: «No hay en el cuerpo más que extensión y solidez, y no
puede haber más que movimiento y figura. Ahora bien, movimiento y figura,
extensión y solidez no pueden formar un pensamiento; luego el alma no puede ser
materia». Todo este gran razonamiento, tantas veces repetido, se reduce únicamente
a esto: «No conozco en absoluto la materia; adivino imperfectamente algunas de
sus propiedades; ahora bien, no sé en absoluto si esas propiedades pueden
juntarse al pensamiento; así pues, como no sé nada de nada, aseguro
positivamente que la materia no puede pensar». Tal es claramente la manera de
razonar de la Escuela. Locke diría con sencillez a esos señores: «Confesad por
lo menos que sois tan ignorantes como yo; ni vuestra imaginación ni la mía
pueden concebir cómo un cuerpo tiene ideas; ¿y acaso comprendéis mejor cómo una
substancia, tal como fuere, tenga ideas? No concebía ni la materia ni el espíritu;
¿cómo os atrevéis a asegurar algo?»
El supersticioso
viene a su vez y dice que hay que quemar, por el bien de sus almas, a los que sospechan
que se puede pensar con la sola ayuda del cuerpo. Pero ¿qué dirían si fuesen
ellos mismos los culpables de irreligión? En efecto, ¿quién es el hombre que se
atreverá a asegurar, sin una impiedad absurda, que es imposible al Creador dar
a la materia pensamiento y sentimiento? ¡Ved, por favor, a qué perplejidad estáis
reducidos, los que así limitáis el poderío del Creador! Los animales tienen los
mismos órganos que nosotros, los mismos sentimientos, las mismas percepciones;
tienen memoria, combinan ciertas ideas. Si Dios no ha podido animar la materia
y darle sentimiento, una de dos, o los animales son puras máquinas o tienen un
alma espiritual.
Me
parece casi demostrado que los animales no pueden ser simples máquinas. He aquí
mi prueba: Dios les ha hecho precisamente los mismos órganos de sentimiento que
los nuestros; luego, si no sienten, Dios ha hecho una obra inútil. Ahora bien,
Dios, según vuestra propia confesión, no hace nada
en vano;
luego no ha fabricado tantos órganos de sentimientos para que no haya
sentimiento; luego los animales no son puras máquinas.
Los animales, según
vosotros, no pueden tener un alma espiritual; luego, pese a vosotros, no queda por
decir otra cosa sino que Dios ha dado a los órganos de los animales, que son
materia, la facultad de sentir y de percibir, que en ellos llamáis instinto.
¡Y bien!, ¿quién
puede impedir a Dios comunicar a nuestros órganos más sutiles esa facultad de sentir,
de percibir y de pensar, que llamamos razón humana? De cualquier lado que os
volváis, estáis obligados a confesar vuestra ignorancia y el poder inmenso del
creador. No os rebeléis más, pues, contra la sabia y modesta filosofía de
Locke; lejos de ser contraria a la religión, le serviría de prueba, si la religión
lo necesitase, pues ¿qué filosofía más religiosa que la que, no afirmando más
que lo que concibe claramente y sabiendo confesar su debilidad, os dice que hay
que recurrir a Dios desde que se examinan los primeros principios?
Por otro lado, no
hay nunca que temer que ningún sentimiento filosófico pueda dañar a la religión
de un país. Por mucho que nuestros misterios sean contrarios a nuestras
demostraciones, no son menos reverenciados por los filósofos cristianos, que
saben que los objetos de la razón y de la fe son de diferente naturaleza. Nunca
los filósofos formarán una secta religiosa. ¿Por qué? Porque no escriben para
el pueblo y porque carecen de entusiasmo.
Dividid el género
humano en veinte partes; diecinueve están compuestas de los que trabajan con sus
manos, que nunca sabrán que hay un Locke en el mundo; en la veinteava parte
restante, iqué difícil es encontrar hombres que lean! Y entre los que leen, hay
veinte que leen novelas contra uno que lee filosofía. El número de los que
piensan es excesivamente pequeño y ésos no se preocupan de turbar al mundo.
No ha sido ni
Montaigne, ni Locke, ni Bayle, ni Spinoza, ni Hobbes, ni Milord Shaftesbury, ni
el señor Collins, ni el Sr. Toland, etc., quienes han llevado la antorcha de la
discordia en su patria; esos son, en mayoría, teólogos que, teniendo en
principio la ambición de ser jefes de secta, han tenido pronto la de ser jefes
de partido. ¡Qué digo! Todos los libros de filósofos modernos puestos juntos no
harán nunca en el mundo tanto ruido solamente como él que hizo antaño la
disputa de los cordeleros sobre la forma de su manga y su capuchón.
Voltaire, Cartas inglesas, (Carta 13)
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