Nietzsche, un clàssic.

Friedrich Nietzsche

La onda expansiva del pensamiento de Nietzsche alcanza de lleno hasta nuestros días. De las tres figuras definidas en su momento por Paul Ricoeur como pensadores de la sospecha (el propio Nietzsche, junto con Marx y Freud) es el autor de Así habló Zaratustra el que con mayor fuerza sigue presente en el pensamiento actual. Tal presencia va más allá de su indiscutible condición de clásico. Textos clásicos, decía Italo Calvino, son aquellos que nunca terminan de decir lo que tienen que decir. Pero ese rasgo, útil para explicar en general la vigencia de un autor, no basta para dar cuenta de la específica actualidad de Nietzsche, de la poderosa capacidad de impugnación que poseen sus ideas.

En una primera aproximación de urgencia, podríamos definir el conjunto de la obra nietzscheana como un formidable artefacto destinado a hacer saltar por los aires nuestra manera de entender el mundo y de entendernos a nosotros mismos. No se trata de una voladura simple, sino extremadamente compleja, en la que el filósofo opera como un minucioso artificiero que colocara las cargas en los puntos más sensibles del edificio que pretende demoler. Y es en el marco de esta intención global en la que deben leerse sus más importantes aportaciones teóricas.

Tal sería el caso, por ejemplo, de su crítica del lenguaje y del concepto de verdad. Sostener, como hace en su escrito Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, que lo que llamamos verdad no es más que un conjunto de metáforas de las que habríamos olvidado el origen, hace temblar los cimientos mismos de nuestra concepción del mundo. Pensemos en la necesidad ineludible que tiene la ciencia de alguna variante de dicha noción. Y pensemos, a continuación, en el lugar central que ocupa lo científico, entendido como garante de nuestro comercio efectivo con la realidad, en el imaginario colectivo de nuestro tiempo.

Parecidas consideraciones cabría plantear respecto a otra de sus afirmaciones más célebres, la referida a la muerte de Dios, en la que, de nuevo, es la entera visión heredada acerca de nosotros mismos la que queda cuestionada de manera irreversible. Al levantar acta de defunción de la idea divina, Nietzsche va más allá del gesto crítico ilustrado (del sapere aude kantiano) que invitaba al género humano a ingresar en su mayoría de edad abandonando toda forma de superstición, para mostrarse precisamente como el más radical crítico... de la Ilustración misma.

Nietzsche percibe con claridad aquello que los ilustrados nunca terminaron de pensar bien, acaso porque no alcanzaron a calibrar su importancia. De ahí que hoy en día, en nuestras sociedades postmodernas, resulte muy frecuente el hecho de que muchas personas compatibilicen la afirmación, perfectamente ilustrada (por agnóstica), según la cual no tiene caso debatir acerca de la existencia de Dios, con la afirmación de la presencia en ellas de un sentimiento religioso íntimo, inefable, que renuncia a toda justificación argumentativa, pero que ha terminado por constituirse en la práctica en el último refugio de la vieja trascendencia.

Nietzsche, en cambio, nos enfrenta a la necesidad de explicar por qué el hombre se ha aferrado durante siglos a la creencia en esas nadas para dotar de sentido a su existencia. He aquí su respuesta: no es un problema, en el fondo, de ideas, sino de modelos de vida. Por una parte, está el modelo de inspiración cristiana, que (más allá de camaleónicas mutaciones) promueve una actitud resignada, regida por los valores de la bondad, la perfección y la humildad. Por otra, una vida concebida como dolor, lucha, destrucción, crueldad, incertidumbre y error, pero también como orgullo, salud, alegría y sexo. Una vida completa frente a una vida mutilada. Elijan ustedes, viene a decirnos Nietzsche. Él ya lo hizo, y de manera inequívoca. Por eso se puede sostener, a modo de síntesis final, que la fuerza que mueve todo su pensamiento es el amor incondicional por la vida tal como fue capaz de soñarla.

Manuel Cruz, Uno de los nuestros, El País, 31/01/2015

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