Les lliçons de les rates.

Mientras contemplaba a esa rata blanca con sus rojos ojos pensaba que me resultaría imposible adiestrarla. La rata debía levantarse ligeramente ante una palanca, colocar su pata encima y pulsarla hacia abajo. Parecía imposible, pero lo conseguí. Debía entrenarla para luego enseñarles a mis alumnos a lograr lo mismo con sus ratas asignadas. El objetivo consistía en que entendieran uno de los principios básicos que rige la conducta animal (humanos incluidos): el condicionamiento instrumental.

El condicionamiento instrumental se basa en que los sujetos tienen más probabilidades de repetir una determinada conducta si esta conlleva consecuencias positivas y, por el contrario, menos probabilidades de repetir las que generan consecuencias negativas. Conseguí que la rata apretara la palanca reforzando los comportamientos que se iban aproximando a la conducta objetiva. Primero, le daba una bola de comida solo si se encontraba cerca de la palanca; luego, si ante la palanca se levantaba un poco; seguidamente, solo le dispensaba la bolita si la tocaba, y finalmente debía apretarla para conseguir su premio. Se trata de una forma muy gradual y que requiere paciencia. La misma gradualidad y paciencia que también es necesaria cuando educamos a nuestros hijos. Es muy importante dejar de reforzar poco a poco una conducta que ya está adquirida, antes de pasar a premiar la siguiente. Igual que no debemos alabar a los niños por limpiarse los dientes correctamente si ya hace mucho tiempo que han adquirido el hábito.

La rata aprendió a apretar la palanca porque realmente la bolita de comida actuaba como reforzador. Si las bolas hubieran sido muy grandes, la rata se habría saciado enseguida y no hubiera seguido aprendiendo. En los humanos pasa exactamente lo mismo. Quizá nos equivocamos al premiar a los hijos con grandes juguetes, los estamos “saciando”. Igualmente, muchos castigos son inoperantes, sobre todo cuando se abusa de los mismos, porque acaban habituándose a ellos.

No todas las ratas aprendían igual, dependía de los estudiantes que actuaban como adiestradores. Algunos alumnos no conseguían que su rata avanzara. A veces, porque no reforzaban a la rata inmediatamente tras la conducta adecuada; otras, porque se distraían y le daban la bolita cuando no tocaba… A los padres a veces también nos pasa lo mismo: no somos coherentes. Llegamos a casa contentos y, bajo el influjo de esa alegría, actuamos indulgentemente ante una travesura grave que comete nuestro hijo, y otro día, en cambio, nuestro humor es de perros y lo castigamos por cualquier nimiedad.

Si queríamos que la conducta de la rata se extinguiera, esto es, que dejara de apretar la palanca, solo debíamos dejar de premiar a la rata por apretar la palanca.No obstante, una vez aprendida la conducta cuesta mucho que el animal no la vuelva a repetir nunca más. Normalmente disminuye, pero la rata, de cuando en cuando, vuelve a apretar la palanca. Y si en alguna de esas ocasiones se le vuelve a suministrar la comida, la conducta reaparece con fuerza. Si a un niño con una rabieta se le da lo que pide, no dejará de tenerlas. Por eso es esencial dejárselo de dar y mantener el patrón, porque si un día tenemos un desliz, las rabietas vuelven a aparecer con toda su energía.

Las lecciones que nos dan las ratas pueden ir más lejos. Incluso nos enseñan cómo el amor es la mejor vía para que nuestros hijos crezcan sanos. Algunas investigaciones demuestran que las ratas con madres especialmente atentas y con comportamiento maternal desarrollado tienen más receptores para neurotransmisores que inhiben la actividad de la amígdala y menos para la hormona de estrés CRF. Esto significa que, ante situaciones estresantes, las ratas criadas “con amor” son menos reactivas y saben afrontarlas mejor. 

A veces, los padres pecamos de una inocente simplicidad cuando elaboramos nuestras teorías sobre cómo educar a los hijos. De alguna forma es como si pensáramos que, al igual que las ratas enjauladas, el comportamiento de nuestros niños puede ser encauzado totalmente por nuestros premios y castigos. Es cierto que nuestra forma de educar modela su conducta, sin embargo, nuestros correctivos representan solo una parte de las consecuencias que experimentan constantemente. Desde que se despiertan hasta que se acuestan, su cerebro va asociando lo que hacen con las consecuencias que le siguen. Si nuestro hijo toca un enchufe, quizá le pase la corriente o quizá no. Si va saltando por la escalera, quizá caiga o quizá no… Esas consecuencias le van enseñando una cosa u otra, y los padres no controlamos la lluvia de premios y castigos que trae la vida por sí misma.

De igual forma, la fe que ponemos en nuestros grandes discursos reflexivos es un poco ingenua. Mis hijos, cuando empiezo a hilvanar palabras profundas sobre cómo deben actuar en esta vida, suelen soltarme: “Mamá, no te pongas en plan psicóloga”. Tienen razón. Las estrategias indirectas se suelen colar mejor en sus cerebros. Es probable que un mensaje captado con sus antenas, por ejemplo, algo que estamos diciendo a un amigo por teléfono, lo absorban con más intensidad que nuestras habituales peroratas. Igualmente, nada de lo que hacemos pasa desapercibido por esos ojos escrutadores, por eso nuestro ejemplo vale más que mil disertaciones.

No podemos controlar las infinitas asociaciones que llevan a cabo sus neuronas. Cómo acaban siendo nuestros hijos no depende exclusivamente de nosotros. Cuando he asistido a alguna conferencia sobre cómo educar a los hijos, siempre me parece que podría ser una madre más entregada, que no lo estoy haciendo bien del todo. ¡Y es que todo parece tan fácil! Cuando se trata de la educación de los niños se habla, obviamente, de los hijos, pero no de los padres. Parece como si los padres fuéramos una especie de concepto abstracto e idealizado que sabiendo esas reglas ya pudiéramos educar perfectamente. Lejos de eso, los padres somos de carne y hueso, con nuestras inseguridades, miedos, manías, expectativas, sufrimiento, euforias… Y todo eso ¡no aparece en las conferencias!

Palabras recurrentes en boca de los padres son: “Si mi hijo está bien, yo estoy bien”. El contagio emocional funciona en dos direcciones. Así que si buscamos la felicidad de nuestros hijos, no nos olvidemos de la nuestra.

Jenny Moix, Más que premios y castigos, El País semanal, 30/09/2012

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