Causes de l'estupidesa col.lectiva.
No podríamos explicar la naturaleza de lo que llamamos la sociedad del
conocimiento si no fuéramos capaces de entender por qué se producen también en
ella fracasos colectivos de mayor envergadura incluso que los cometidos por
sociedades en las que el saber no ocupaba un lugar tan central. ¿Por qué
colapsan las sociedades? ¿Qué razones explican el hecho de que, estando en una
sociedad que puede ser más inteligente que sus miembros, también podamos ser más
estúpidos de lo que lo somos individualmente considerados? En medio de una
crisis económica sin precedentes y que es el resultado, no tanto de errores
individuales (que también), como de torpezas colectivas, responder a esta
cuestión es más necesario y algo previo a todo aquello que se recomienda en los
discursos para “salir de la crisis”.
Alguna explicación ha de tener nuestra peculiar exposición a los errores
colectivos y las malas decisiones que no cometemos por carecer de los
instrumentos adecuados sino que están incluso inducidos por su sofisticación.
Pensemos, por ejemplo en la oscilación entre euforia y decepción económica, que
no tendría las actuales dimensiones críticas si no fuera por la potencia
financiera de nuestros sistemas económicos; la extensión de los rumores se
incrementa con nuestra densidad comunicativa y da lugar a fenómenos como el
trolling y el flaming en internet; lo que Hardin llamaba
“the tragedy of the commons” sintetiza muy bien esa mezcla fatal de
interdependencia, contagio e incapacidad organizativa para agregar las
decisiones de manera que tengan efectos catastróficos.
Una explicación de los “wiki-errores” es el hecho de que, en toda
sociedad, pero más en una sociedad compleja, estamos manejando información de
otros y obligados a confiar en otros. Nuestro mundo es de segunda mano, mediado,
y no podría ser de otra manera: sabríamos muy poco si solo supiéramos lo que
sabemos personalmente. Nos servimos de una gran cantidad de prótesis
epistemológicas. Nuestro suplemento cognoscitivo está edificado sobre la
confianza y la delegación. No tenemos más remedio que confiar en otros y confiar
en la información que otros nos proporcionan. Esta circunstancia es la causa de
las grandes conquistas de la humanidad, pero también de los peores errores. La
confianza puede demostrarse excesiva o insuficiente, los rumores se propagan sin
objetividades que los puedan frenar, el pánico resulta más contagioso en un
mundo de apreciaciones difícilmente refutables... La facilidad con la que se
quiebra esta confianza (algo que se observa en el pánico económico, la falta de
crédito o la desafección política, por ejemplo) pone de manifiesto hasta qué
punto son frágiles nuestras sociedades.
Hay buenos motivos para pensar en muchas ocasiones que cuando una opinión es
compartida por muchos probablemente debamos tenerla por verdadera. Pero también
resulta fascinante la experiencia contraria: los grandes errores colectivos, la
reverberación de los errores, desde su forma más inofensiva como lugares comunes
hasta la infamia del linchamiento. Muchas personas viven en nichos de
información y a veces se crean dinámicas que hacen eco, que extienden los
errores, los encadenan e incluso fortalecen, dando lugar a enormes fracasos
colectivos. Y no pensemos únicamente que se trata de errores extendidos por los
que menos saben del asunto en cuestión. Existen también errores que son típicos
de la agregación de los saberes y las decisiones de los expertos, fallos de la
gente especializada, que suelen ser más irritantes en la medida en que teníamos
derecho a suponer de ellos una especial clarividencia como, por ejemplo, los
reguladores, organismos supervisores o agencias de rating.
Otra fuente de torpeza colectiva proviene de lo que podríamos denominar
“invisibilidad de lo común”. Para que las interacciones pueden dar lugar a
círculos virtuosos debería ser posible que los actores dispusieran de un retorno
de impacto de su acción personal sobre el conjunto. Muchos errores colectivos se
deben previamente a la dificultad de situar las consecuencias de la acción en su
globalidad. En una sociedad compleja lo decisivo es la interconexión, los
riesgos sistémicos, y no tanto los comportamientos individuales. Por eso no
deberíamos esperar demasiado de las virtudes de sus componentes ni indignarnos
en exceso con sus miserias. Nuestra perplejidad se debe a no haber entendido que
es esa interacción la que hemos de comprender y gestionar.
Buena parte de las malas decisiones que están en el origen de los fracasos
colectivos se deben a una mala agregación de decisiones, que no eran más que la
mera adición de preferencias individuales a corto plazo. Pensemos, por ejemplo,
en el carácter autodestructivo del impulso proteccionista (que fue el verdadero
causante de la crisis económica del 1929) o en el problema de las burbujas
financieras de 2008 (la dificultad de detener un proceso en el que todos son
beneficiarios inmediatos y el desastre se sitúa en el largo plazo). Los
mercados, por ejemplo, son sistemas de agregación de conocimiento y preferencias
y a estas alturas todos sabemos lo provechoso que suele ser este procedimiento
para la coordinación de nuestras acciones, pero también conocemos sus
limitaciones, sus derivaciones catastróficas y, sobre todo ahora, el fiasco que
suele producirse cuando lo pensamos tan inteligente como para que sea superflua
cualquier intervención reguladora. Cuando domina la euforia financiera la
hipótesis de una crisis parece lejana y por tanto incapaz de provocar las
reacciones que aconsejaría la prudencia.
El instantaneísmo impide tomar decisiones coherentes. Cuando la perspectiva
es temporalmente estrecha corremos el riesgo de someternos a la tiranía de las
pequeñas decisiones, es decir, ir sumando decisiones que, al final, conducen a
una situación que inicialmente no habíamos querido, algo que sabe cualquiera que
haya examinado cómo se produce, por ejemplo, un atasco de tráfico. Cada
consumidor, mediante su consumo privado, puede estar colaborando a destruir el
medio ambiente, y cada votante puede contribuir a destruir el espacio público,
lo que no quieren y que, además, haría imposible la satisfacción de sus
necesidades. Si hubieran podido anticipar ese resultado y anular o, al menos,
moderar, su interés privado inmediato habrían actuado de otra manera.
No hay inteligencia colectiva si las sociedades no aciertan a gobernar
razonablemente su futuro. El futuro es una construcción que tiene que ser
anticipada con cierta coherencia. Cuando las decisiones son adoptadas con una
visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las
implicaciones en el largo plazo, cuando los ciclos de decisión son demasiados
cortos, la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. Cuando el
horizonte temporal se estrecha y sólo es tenido en cuenta el interés más
inmediato es muy difícil evitar que las cosas evolucionen catastróficamente.
Hay muchas inercias en la sociedad actual en virtud de las cuales no
solamente se impide la maximización del bien común a largo plazo, sino que
conducen sistemáticamente a desviarse de ese objetivo. La sociedad
contemporánea, pese a su complejidad, no es un reino de poderes incontrolables
sino algo hecho por los seres humanos; estamos confrontados a procesos que se
sustraen de nuestro control absoluto pero que pueden ser parcialmente regulados.
Tampoco en la época de las consecuencias secundarias estamos condenados a la
alternativa entre la responsabilidad total y la total irresponsabilidad. La
tarea que tenemos por delante es más bien determinar nosotros mismos, mediante
procedimientos de legitimación democrática, cómo queremos construir
políticamente nuestra responsabilidad, que es la expresión práctica de la
inteligencia.
Daniel Innerarity, La construcción social de la estupidez, El País, 03/07/2012
Comentaris