Allò que ens fa pensar.
Lo que ocurre nos da que pensar. Y conviene que lo hagamos. Eso
confirma que el pensamiento no se reduce a una simple actividad mental que acata
lo que hay. Ni lo que sucede se limita a lo que pasa. Lo que llamamos
acontecimiento es ya algo pensado. Bien entender a Descartes
supone reconocer la íntima relación entre pensar y
existir. Pensar no es una actividad más, como pasear o alimentarse. No
es un ingrediente, ni un aditamento, ni un condimento, ni un mero componente de
la existencia. Queda claro que pensar no es una ocupación de tiempo
libre, un pasatiempo, un entretenimiento, ni una evasión del intelecto
para completar esas largas demoras que en no pocas ocasiones no aguardan nada
concreto. Nos pone en la debida situación para afrontar con intensidad y con
serenidad la coyuntura en la que nos encontramos. Nos hace velar atentos, mirar
de una determinada manera, y no limitarnos a ver. Pensar es sopesar
ponderadamente.
A veces parecemos posponer esa supuesta ocupación para
cuando nos venga algo mejor, ya que, decimos, carecemos a diario de condiciones
adecuadas. Sin embargo, ello nos hace sospechar que consideramos que pensar es
un merodeo, una ensoñación, como los que Kant atribuye al
visionario Swedenborg, con cierta tendencia a proponer
inauditas y exóticas teorías. Entonces, más bien pensar sería vagabundear por
las ocurrencias, con ellas. Y, con tal planteamiento, los más eficientes y
eficaces encontrarían peligrosos vérselas con semejantes “pensadores de
gabinete”.
O, por el contrario, tampoco faltan quienes ultiman hasta tal
extremo la tarea que estaríamos ante un pensar que procura pensamientos tan
"pensados", tan triturados y tan desactivados, que ya no darían qué
pensar. En definitiva, reducidos a un conjunto de recetas,
paralizaríamos de este modo no solo el pensamiento, sino también, si cabe, el
propio presente, bloqueado y embalsamado, convertido en algo dado y definido. Y,
así considerado, se diría que bastante labor hay que hacer como para andarse con
esas contemplaciones del pensamiento. Con esta visión, más bien se nos
anima a dejar de pensar. Para lo que nos aporta… o a que de ello se
ocupen otros.
Ahora bien, no es imprescindible que se trate de un
incidente determinante o de un suceso de alcance, para que nos veamos en
la necesidad de pensar. Hacerlo no está reservado únicamente
para situaciones de euforia o de tragedia, o para momentos de desocupación, o
para aquello que sea tan desconcertante que requiera una cierta búsqueda, o
donación, de sentido. No pocas veces confundimos el pensar con el simple vagar
en el recuerdo, una suerte de repaso que repite insistentemente lo sucedido.
Puede llegar a ser una fecunda reiteración o una rememoración que lo recrea,
pero no pocas veces consideramos que estamos pensando, cuando en verdad nos
limitamos a visualizar y a escenificar lo ya
ocurrido. Y a mirarlo una y otra vez sintiéndonos o más o menos afectados por lo
sucedido.
En tales circunstancias, nos vemos concernidos por una cuestión acuciante, la
que se interroga por qué significa pensar, la que se enfrenta
con las preguntas a qué viene, a qué conduce, a qué
llama, qué nos trae eso, que afrontan el desafío de qué
quiere decir pensar. Tan atareados como estamos, lo que nos faltaba es
agregar una actividad más, penosa y exigente, la de tener que
pensar.
Sin
embargo, algunos estiman que pensar es eficiente,
provechoso y rentable, ya que así podemos
prevenirnos y defendernos, establecer estrategias y tácticas, algo similar a
organizar todas las peripecias en las que nos veremos envueltos,
anticipando lo que pudiera ocurrir. Ahora bien, no hemos de
reducirlo a estos términos de utilidad. En ello nos ponemos en
juego. Siempre que se piensa en algo, en cierto modo también se piensa en uno
mismo. Si el pensamiento es especulativo es, porque resulta
especular. No es poco anticipar, pero eso, sin
más, no es pensar. No basta cualquier modo de hacerlo. Ni anticipar es ver, es
prever.
Cuando los grecolatinos proponen esa anticipación, por ejemplo, de la muerte,
no nos convocan al regodeo más o menos morboso en el fallecimiento, ni al temor.
Llaman a una meditación que es un modo de vivir, siempre
intensamente y a punto, como si en cada momento se tratara, y en efecto se
trata, de algo decisivo, determinante, desde la convicción de que habitar así el
instante hace viva la vida. Pero no nos están sugiriendo una
suerte de reflexión que se ilumina ante la existencia que languidece. Habitar
cada situación como si fuera la última o vivir como a punto de morir no es una
alucinación premonitoria, sino un modo de pensar y de gozar como
mortales.
Se abre de este modo una íntima y profunda relación entre el
pensamiento y la vida en todas sus manifestaciones, que los condiciona
mutuamente y que señala hasta qué punto vivir no es simplemente durar, ni pensar
es sólo pasar sobre los incidentes que nos ocurren.
Algo ha de tener de inquietante el pensar, cuando no es ni procurado, ni
promovido, ni exactamente bien considerado por quienes desean que no se
produzcan cambios de alcance. Pensar tiene algo de insurrecto.
De hecho, nosotros mismos tratamos no pocas veces de eludir hacerlo, para evitar
cualquier transformación personal. Algo peligroso parece darse
en el hecho de que los seres humanos pensemos, y ello conlleva una modificación
de la mirada, que no se reduce ya a lo que vemos, que no se abraza sin más a las
apariencias o a las opiniones, y que no se conforma con lo que ocurre.
El pensamiento es relación transformadora que modifica el
actual estado de cosas. Pensar es un gesto de resistencia ante
lo dado, como dado así, ineludiblemente.
El
pensamiento toca lo que acaece y lo altera, se vincula con otro
pensamiento y procura alianzas y posibles acuerdos, inclasificables para el afán
dominador. Configura hechos. Es el retorno de la
memoria perdida en la acumulación de los recuerdos. Es la
recuperación de la acción extraviada en las actividades. Es la
irrupción del decir reducido al simple hablar.
Esta memoria, esta acción y este
decir constituyen la vuelta de la palabra y la verdadera
posibilidad de vincularnos con el otro, para emprender, para desear, para hacer.
Por eso, hay algo de temerario en que pensemos. Y de
necesario. Pero también de inquietante.
Foucault afirma en Theatrum Philosophicum que
“pensar ni consuela ni hace feliz”. Se trata de algo
otro. Ahora bien, dejar de hacerlo, menos aún. A veces lo que nos da que pensar
es lo que otros piensan y sobre todo lo que otros viven. Sin embargo,
nuestro pensar es tan propio como nuestra libertad, nos
consituye tanto, como que nadie vivirá nuestra vida. Que ignoremos o
desconsideremos el pensamiento, y singularmente en circunstancias difíciles, eso
sí que da que pensar.
Ángel Gabilondo, Da que pensar, El salto del Ángel, 06/07/2012
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