Mundus est fabula



Es tiempo de presentarse. Siempre lo es. De manifestar lo que cada quien piensa y considera. Es tiempo de decir. Siempre lo es. Hay muchas formas de presentarse en público. Una de ellas,  muy propia de la comedia latina, es irrumpir al escenario enmascarado (larvatus prodeo). Ello no significa necesariamente oculto, sino que se trata de otra forma de hacerse presente que no conviene desatender. El propio Michel Foucault, en conversación con Christian Delacampagne, solicitó en 1980 que la entrevista para Le Monde fuera anónima y que se borraran los indicios que posibilitan una identificación. Con ello pretendía “denunciar un protagonismo excesivo de las figuras frente a las ideas, devaluadas por los medios de comunicación”. Su afán era asimismo “denunciar la desconsideración por el pensar en unos medios que rebatían más a quien hablaba que lo que decía”. El secreto se desveló sólo tras su muerte y mientras tanto se sintió escuchado en las sobras de su anonimato. “Jamás se me hará creer que un libro es malo porque apareció su autor en televisión. Pero nunca, tampoco, que es bueno por esa sola razón”. El asunto tiene demasiadas aristas como para pretender aquí algo más que una sugerencia, pero esa entrevista se tituló precisamente así: “El filósofo enmascarado”.

Lo curioso es que lo que se nos está proponiendo con ello es toda una modificación de la mirada, que se produce no mediante la ocultación sino a través de la presencia sin afán de otro protagonismo que la acción de la escena. Esa mirada no se limita a la apariencia de un permanente vaivén y no se agota en deslindar o delimitar lo real de la ilusión o la verdad de la mentira. Diagnosticar el presente requiere casi hacer aparecer lo que siendo cercano está tan inmediatamente, tan íntimamente, ligado a nosotros que, precisamente por eso no lo vemos. Y no es fácil. No se trata de decir verdades proféticas con relación al futuro. La labor es otra, es la de saber, la de hacer saber, la de reconocer que no sabemos lo que creemos saber, que malentendemos lo que sucede y nos sucede, que no sabemos cuáles son los efectos de ese saber. Y hemos de ir a por ello.


M. Watanabe habla con Foucault en otra entrevista, bajo el rótulo “La escena en la filosofía”. Eso nos recuerda lo que precisamente nos trae la palabra “teatro”, una manera de ver y una manera de ser que se interesa por el acontecimiento: “¿Quiénes somos?”, “¿Qué es lo que ocurre?”. El teatro capta el acontecimiento y lo pone en escena: lo da a ver y procura otro mirar.

Parecería por lo dicho que la realidad es consistente, que lo que sucede es evidente y que simplemente la desviación se produciría como un efecto de la mirada. Pero la modificación propuesta no es ni un engaño ni un desvarío. No es sólo que hayamos de ver el mundo de tal o cual manera, es que el mundo es ya una determinada visión, una interpretación, una articulación que resultan de un modo de ver y de hacer.
No deja de ser sugerente que Descartes, padre de la modernidad, de nuestra modernidad, retratado por Weenix en 1647, encontrara adecuado mostrarse sobre un rótulo que dice: “Mundus est fabula”. Efectivamente el mundo es lo que la palabra del hombre lo hace ser, la palabra que es más que lo hablado. Parlare es fabulare: un mismo sentido las vincula. El mundo es tal como la palabra lo exhibe. Por eso es tan decisivo lo que decimos, lo que fabulamos.

Convocados a la escena, dejando de lado las bambalinas, ya no se trata sólo de representar la realidad, sino de hacerla ser, y de hacerla ser de un modo determinado. Pero el mundo no es sólo representación, el mundo es también voluntad. Y el hecho de que salgamos o no al escenario, y quién lo haga, y cómo y cuándo, son determinantes para que se digan esas palabras que hacen mundo. No es cuestión de querer atribuirse protagonismos, ni de reducir la acción a los personajes, sino de que se presente y se manifieste claramente la posición, la decisión. Preguntado Magritte por qué es lo que significaban sus retratos en los que alguien parecía ocultarse tras una manzana, insistió en que ese era su verdadero rostro. Bajo la superficie del lienzo no hay nada. Resulta paradójico si recordamos que Foucault afirmaba escribir “para perder el rostro”, que es tanto como para señalar que no lo hacía simplemente con el fin de ratificar o de confirmar lo que ya era o pensaba.

Por eso, tal vez en la necesaria tarea de ponernos en escena, hoy tan imprescindible, no se trata de hacerlo para ocupar el espacio, para arrogantemente presentarse a uno mismo, sino para procurar con nuestra palabra, que es gesto, rostro y acción, un cambio de mirada, y un cambio radical en este mundo, sin duda necesitado de transformación. Ponernos en escena es correr el riesgo necesario de que se acaba el protagonismo de lo que presumimos poder ser para pasar a ser uno con los demás. No es simplemente aparecer para asemejar ser un personaje, se trata de serlo de verdad, es decir un miembro más, constitutivo de la acción. Interpretar nuestro papel de ciudadanos exige que cada quién a su modo, no pocas veces muy discretamente, irrumpa en escena.

Ángel Gabilondo, A escena, El salto del Ángel, 13/07/2012

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