Sentir i pensar.
Incluso no faltan quienes consideran que tenerla puede resultar peligroso, al
menos en ciertas dosis, si uno desempeña tareas de responsabilidad. Teóricamente
lo encontrarían defendible y recomendable, pero estiman que podría empañar la
firmeza requerida para adoptar las decisiones que sean
necesarias, si de lo que se trata es de hacer todo lo posible.
Pero, incluso en tal caso, hemos de tener en cuenta que de entre todo ha de
elegirse lo preferible y lo soportable. Y no solo por razones
de paciencia, también por razones de justicia, por razones éticas. Y,
efectivamente, no pocas veces, se da lo insoportable. Entonces, en ausencia de
nuestra sensibilidad, reclamamos que quienes se vean afectados también carezcan
de ella, o mejor, se adapten a la que no tenemos nosotros, para hacerse cargo de
la situación. Parece proponerse que, como los tiempos son difíciles y las
decisiones complejas, dejémonos de sensibilidad.
Sentir no es simplemente lamentar. Exige conmoción y esa
emoción compartida requiere una determinada sensibilidad, que no es una mera
pasividad, la de verse concernido por algo que nos alcanza, sino una
capacidad de implicación, de pertenencia, que nos hace
sintonizar en común con lo que sucede, tener que
ver con ello. Y estar dispuestos a afrontarlo. Algo bien diferente a
esgrimir las circunstancias para amparar la insensibilidad. No pocos estiman que
hemos de cultivar cierta actitud, la de adoptar medidas sin tanta sensibilidad,
ni tantos miramientos, impulsados por una suerte de propensión a una
malentendida gestión ejecutiva, empeñada en no
distraerse con esas “minucias”. “Lamentablemente nos vemos en la
necesidad”, se dice. Y, por lo visto, se precisa la capacidad de no
distraerse con sentimientos, emociones o afectos que pudieran enturbiar la
resolución. En definitiva, se sostiene que, aunque aparentemente podría parecer
perjudicial por sus efectos colaterales, lo que importa, ya que nos vemos en
esta tesitura, es el alcance de la decisión. Y no nos andemos con
contemplaciones.
De hecho, pedimos aún más. Que quien habría de verse afectado lo
comprenda y lo acepte. Y a ser posible con
cordialidad, la que no se tiene con él. Si lo siente en exceso, ello
confirmaría que la decisión es la adecuada, ya que nos encontraríamos ante
alguien de manifiesta fragilidad. Y son tiempos difíciles, duros, decimos, lo
cual se presenta como una buena razón, aunque más bien parece una coartada, para
no dejarse llevar por la sensibilidad. Se busca lo mejor para
“todos”, pero semejante “todos” resulta tan abstracto
que coincide con el interés y con la decisión particulares. No pocas veces no
queda claro que se trata de todos y de cada uno, de todas y de cada una.
Pero la fragilidad no es lo mismo que la debilidad. Esa
fragilidad, que es a la par el efecto de superficie de nuestra propia condición,
exige una enorme entereza para asumirse. Es una excelencia de
seres humanos, con capacidad de reconocer las limitaciones y de no dejarse
poseer por el engreimiento. Es la potencia de sentirse en un ámbito definido,
con unas concretas posibilidades. Y asumirlo no impide la determinación de
buscar transformarlas. Sentirse frágil, saberse frágil no es ninguna
debilidad. Hay que ser muy valiente para aceptarlo. No reconocerlo es
la mayor de las impotencias, la de no ser consciente de quiénes somos.
Ni siquiera las atribuciones, los honores, las riquezas, en su máximo
esplendor e imposición, eluden la necesidad de sentir y de saberse, en múltiples
aspectos, sencillamente incapaz. La insensibilidad en tales casos adopta
la apariencia de una seguridad, pero es simplemente
rancio poder, cuando no mera autoridad. Ser insensible ante las
situaciones generadas, procuradas o no resueltas, no es ninguna señal de
plenitud. En caso de mostrar autosuficiencia en tal situación, más bien se
trataría de la ostentación de una delatora debilidad, enmascarada de
arrojo. La cordialidad y la amabilidad resultarían desaconsejables por
ineficientes. Lo eficaz radicaría en ser implacable.
Pensar incluye la necesidad de sentir. Precisamente el
“racionalista” Descartes, en Los principios de la
filosofía, establece el pensamiento como terreno en el que desenvolvernos y
considera que pensar no está exento de pasión. “Mediante la palabra pensar
entiendo todo aquello que acontece en nosotros de tal modo que nos apercibimos
inmediatamente de ello; así pues, no sólo entender, querer, imaginar, sino
también sentir es considerado aquí lo mismo que pensar (Cogitare)”.
No deja de ser inquietante en éste ámbito esa preparación que parece procurar
a quienes, llamados a adoptar decisiones, creen más bien estar conminados a no
dejarse llevar por la sensibilidad o por los sentimientos, como si estos fueran
un obstáculo para entender o para ver con claridad lo que ha de
hacerse. O para ejecutarlo. Implacable ante ellos, acaba uno siéndolo ante los
de los demás. Eso no impide dejar caer ocasionalmente un “lo siento”,
“me he visto obligado”, lo que, siendo importante, no siempre es
suficiente.
Saberse afectado, concernido, involucrado, no es un mero sentimiento
“interior” más o menos explícito, es un modo responsable de acción, una
respuesta, por tanto, que se hace cargo de la situación del otro, no para
compadecerlo, sino para compartirla y afrontarla conjuntamente.
Ello empieza por no reducir el ámbito del sentir únicamente al espacio de lo más
propio. Y ha de cultivarse y de ejercerse
siempre, desde los primeros momentos de la vida. Y esta afección ha de conllevar
consecuencias para apreciar el valor, el bien y la belleza. El desarrollo de un
arte, o en última instancia el del arte de la existencia, es el de ser artesano,
artífice de la propia vida, y eso no significa que para ello hayamos de
desconsiderar a los otros.
Sin embargo, no en pocas ocasiones parece que se trata de desplegar una
manifiesta insensibilidad, con el prurito de expresar de ese
modo competencia, no de ninguna autoridad moral, sino de mando. Tal actitud no
impide emocionarse ante ciertas manifestaciones artísticas o ante determinados
acontecimientos próximos o familiares. Pero la sensibilidad, singularmente la
sensibilidad social, y puesto que estamos en una época compleja, quedaría
suspendida, en suspenso, hasta los tiempos de
bonanza. Y, entonces, ya nos lo plantearemos. De lo que se trataría, por lo
visto, es de reservar esos sentimientos y esa sensibilidad para ciertos espacios
particulares. En lo demás, se hará todo lo posible, aunque para
ello prescindamos de sentir, esto es, amputemos el pensar.
Ángel Gabilondo, La sensibilidad en suspenso, El salto del Ángel, 10/07/2012
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