Pel seu bé.
Antes de preconizar lo que es más adecuado, sobre todo para los demás,
conviene adoptar ciertas cautelas y tomar algunas precauciones. Lo que en esta
ocasión subrayamos es el hecho de que, puestos a “aconsejar”, o a adoptar una
supuesta posición, la de “hacernos cargo”, es preciso cuestionarse el
lugar desde el que nos vemos legitimados y capacitados para ello.
No faltan quienes tienen una manifiesta predisposición a valorar a los otros,
con la convicción de que les conocen bien y entienden perfectamente lo que les
pasa. Por supuesto, mejor que ellos mismos. Y esto se hace desde una
presunta superioridad moral, una suerte de atalaya, que les
permite mirar de una determinada forma, una vez alcanzada la debida posición y
que, sobre todo, les permite juzgar. Resulta singularmente
curioso cuando la valoración es de altanera comprensión. Como
quien amorosa o aviesamente avista desde las alturas lo pertinente. Siempre, en
cualquier caso, el otro como presa, siquiera para acogerla.
Especial atención merece el paternalismo, que adopta tan
variadas y sofisticadas formas, aunque tampoco falten las más rudimentarias, que
podría decirse que se embosca de ternura y de comprensión, cuando no pocas veces
o adolece de contenido, o si lo tiene, resulta alarmante.
Efectivamente, es una declaración de comprensión, pero desde una
preponderancia preestablecida. Con visos de autoridad y de
protección, proyecta una visión tradicional de ciertos aires familiares a otro
tipo de relaciones sociales, bien sean personales, laborales o políticas.
Es una aproximación que marca y establece claramente una distancia
insalvable. En su corazón late una determinada visión patriarcal que
insta a adoptar la posición, fijarla, tomarla como propiedad y elaborar, desde
ese puesto privilegiado, logocéntrico, el discurso de lo que los demás
tienen, de lo que los demás merecen, de lo que los demás podrían…, en
definitiva, el discurso de lo que es pertinente. Pero a su juicio con la debida
justificación, dada la situación en la que se encuentran. Sus palabras tienen
algo de descenso por las laderas hacia una toma de posesión, suponen una cierta
invasión de parcelas y de vidas que, pareciendo una considerada atención, son un
exceso inquietante de diligencia paralizante.
El
paternalismo llega al extremo de inmiscuirse en la libertad y de ser una
forma de imposición disfrazada de protección. No nos referimos a la
necesaria labor de atención subsidiaria, ni de responsabilidad por el bien
común, sino a esa tendencia a presentar como receptividad lo que es apropiación,
a aparentar dedicación, pero buscando la comodidad propia. Se diría que propicia
discursos de comprensión, aunque sin esperar demasiado. Es una
comprensión formal, vacía de contenido.
Proliferan las palabras amables en tiempos difíciles. Lo son. Y complejos. Y
confusos. Y es razonable que las haya. Y necesario. Sin embargo, no hasta el
extremo de perseguir como única prioridad el ganar la anuencia del auditorio, de
halagar su oído, o de garantizar, diciendo lo que se quiere que se diga, que los
demás encuentren razones confortables para permanecer más cómodos. Si se trata
de personas jóvenes, el buen paternalista insistirá en
la tesitura de lo que les espera y han de vivir, como si hubieran de limitarse a
conllevar y sobrellevar la existencia, sin más, y lo hará sin
subrayar que la vida no siempre ha sido fácil para muchos, ni en líneas
generales lo fue para quienes nos precedieron. El buen
paternalista también incidirá en la preparación de que disponen, lo que
no se discute, con algunos guiños sobre los riesgos para toda la generación. A
su modo, incitará su papel de víctimas, lo que permitirá mediante halagos
incentivar la resignación y garantizar la pasividad. En
definitiva, con aseveraciones y con alusiones que se ofrecen como presuntos
argumentos o sólidas razones, la situación quedaría descrita y ratificada. ¡Qué
le vamos a hacer!
De este modo, el buen paternalista no resultaría
ser ni un buen compañero, ni un fraternal amigo, ni convocaría a abordar
conjuntamente la, en efecto, complicada situación. Tras escucharle, más bien uno
no se sentiría concernido a hacer valer sus propias condiciones, sino que
se aposentaría en ellas, convencido de que por fin ha sido
comprendido.
Efectivamente, no se trata de culpabilizar a quien se encuentra en una
situación extrema, y es preciso insistir en que sería perverso achacársela o
estimar que es inadecuado que encuentre algún alivio en palabras cercanas, o que
aparenten serlo. Pero asimismo resulta inquietante la
proliferación de discursos “comprensivos”, que más bien instan a no comprender
que lo que se requiere no es paternalismo, sino solidaridad. Y,
puestos a invocar, de lo que se trata es de asumir que es cuestión más de
oportunidad y de justicia que de
paternalismo.
Ángel Gabilondo, Paternalismo infecundo, El salto del Ángel, 03/06/2012
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