On està el cub de Necker?
Una buena forma, no sé si por metafórica o por todo lo contrario, de capturar
el problema central de la neurología de la mente, y quién sabe si hasta de su
filosofía, es reflexionar un rato sobre el cubo de Necker. Mételo en Google Imágenes si no sabes lo que es. Lo mismo
valdrían la joven y la vieja de Dalí, el pato que parece un conejo o esa vasija
que también son dos caras de perfil, pero el cubo de Necker es seguramente la
forma más simple y estilizada de esta paradoja sobre la percepción, la voluntad
y la consciencia.
El cubo de Necker tiene dos posibles interpretaciones: un cubo visto desde
arriba o desde abajo. Es condenadamente difícil ver las dos a la vez. Tú sabes
que están allí, pero cuando miras el dibujo solo ves una de ellas, generalmente
la vista desde arriba. Pero basta que mires el dibujo un buen rato para que el
cubo flipe a su otra interpretación. Como sucede con la joven y la
vieja, o con la vasija y los perfiles, la información que te entra desde los
ojos es siempre la misma, pero alguna parte de tu cerebro —eso que tú llamas yo—
está oscilando entre dos percepciones, entre dos estados de
consciencia. Más aún: con un poco de práctica, tú puedes dar una orden
voluntaria a tu córtex visual para que te presente una imagen o la
otra. ¿Qué quiere decir esto?
Nuestro cuerpo está representado en dos tiras verticales de cerebro, un poco
por encima de cada oreja. Es el famoso homúnculo somatosensorial, esa figurilla
deforme y horripilante de enorme boca y grandes manazas, en justa proporción a
las zonas de la piel que le mandan más información sobre lo que tocan: sobre su
textura y su temperatura, sobre su forma, también sobre su capacidad para hacer
daño. Como nuestro cuerpo es un objeto situado en el mundo físico, y como su
geometría es coherente con las coordenadas del entorno —un delante, un detrás,
dos lados con la simetría familiar de los espejos—, el homúnculo somatosensorial
es en realidad un mapa del mundo. Representa la realidad tal y como la percibe
el sentido del tacto, nuestro contacto físico con las cosas.
Nuestra mente es en parte una colección de mapas interiores de ese tipo,
aunque muchos no posean una topografía tan evidente como la del homúnculo, ni
tan desagradable de observar. Lo primero que hace el córtex auditivo —tampoco
muy lejos de las orejas, ni del homúnculo que representa nuestro cuerpo— con la
masa sonora que le llega del mundo exterior a cada instante es clasificarla por
sus frecuencias acústicas: como notas en la escala musical, casi literalmente.
En el córtex visual, allí atrás en la nuca, los homólogos de las notas musicales
son las inclinaciones de las fronteras entre la luz y la sombra.
Zonas del cuerpo, notas en la escala, secuencias ordenadas de ángulos, series
de fonemas: mapas de los distintos ejes del mundo.
Puesto que, redondeando un poco, esos mapas encarnan toda la información que
recibimos del mundo, se sigue forzosamente que el contenido de nuestra mente
—las imágenes y las imaginaciones, el ruido de un motor que se acerca y la
comprensión de la estructura de una sonata, la jerigonza absurda de un
bebé y el verso profundo de un poeta— son elaboraciones internas del córtex
cerebral, resultados de un proceso en gran medida inconsciente que va
interpretando los datos crudos del mundo, extrayendo sus pautas e integrándolos
en una geometría coherente: una que sea compatible con el mundo, pero también
con lo que ya habíamos aprendido del mundo, de sus regularidades, de sus
correlaciones, de sus patrones arquitectónicos.
Lo que tienen en común todos esos procesos, por todo lo que conocen hoy las
neurociencias, es un mecanismo de abstracción progresiva. Los fonemas se
abstraen en sílabas, raíces y sufijos, luego en nombres y verbos, después en
oraciones simples que valen por un nombre o por un verbo dentro de una frase
compuesta de mayor jerarquía. Parece el trabajo de un gramático, pero también es
la operación estándar de nuestro córtex. Lo es de nuestro córtex lingüístico,
una de las adquisiciones más importantes de la evolución de los homínidos, pero
también del resto del córtex, que es un logro evolutivo muy anterior al
lenguaje. Anterior en cientos de millones de años, por ponerle una datación
conservadora. Porque lo que llamamos ver se basa en un proceso
similar.
La visión empieza, como vimos antes, con una secuencia ordenada de las
inclinaciones que muestran las fronteras entre la luz y la sombra. Esa
clasificación ocurre en la región más primaria del cerebro visual, que se llama,
no muy inspiradamente, V1. Las unidades funcionales del córtex, o al menos del
córtex visual, se llaman columnas y tienen el tamaño de una mina rota de uno de
esos lápices recargables. Imagina miles de ellas apiladas como vasos de tubo en
una bandeja.
En V1, una columna se activa en respuesta a las fronteras horizontales, la de
al lado en respuesta a las ligeramente inclinadas, la siguiente a las que están
inclinadas un poco más, y así hasta una docena de columnas que completan el
reloj. Como vimos, esta es la información elemental con la que las
áreas visuales superiores generan sus modelos de las formas geométricas y de los
objetos tridimensionales.
En su viaje hacia arriba (literalmente, desde la nuca hacia lo alto de la
cabeza), la información se va haciendo cada vez más abstracta, paso a paso y de
un modo automático. A cierta altura de esa escalera hacia lo abstracto, las
columnas ya no responden a un tipo de objeto tridimensional visto en cierta
orientación, sino a un tipo de objeto visto en cualquier orientación. Imagina
una forma más o menos cúbica, como un edificio. Todas las orientaciones de esa
forma cúbica tienden a formar una secuencia en nuestra experiencia (como al dar
la vuelta al edificio). La siguiente área del córtex visual aprende esa
secuencia como un todo. Así nace un concepto abstracto (cubo, aprenderá
luego el niño en su clase de geometría).
Más arriba en esa jerarquía hay pequeños grupos de neuronas que significan
Bill Clinton o Halle Berry, por citar dos ejemplos reales
descubiertos por Christof Koch, un neurocientífico de Caltech (el instituto
tecnológico de California). El reconocimiento de las letras y las palabras es
otra de estas funciones de alto nivel.
Al igual que ocurría con el córtex lingüístico, las áreas visuales del
cerebro forman una serie jerárquica. La primera área recibe de la retina un
vulgar informe de luces y sombras (fonemas, notas musicales), pero entrega un
mapa ordenado de las inclinaciones de esas fronteras (sílabas, intervalos
musicales); la siguiente recibe esas líneas y entrega polígonos (palabras,
acordes), que la otra convierte en formas tridimensionales, luego en conceptos
geométricos abstractos, y dejo aquí los paréntesis al lector.
La teoría actual más radical sobre la neurobiología de la mente propone
extrapolar ese mecanismo jerárquico de abstracción progresiva a todo el córtex
cerebral. Incluidas las regiones más anteriores, o más próximas a la frente, que
son las que han crecido más desproporcionadamente durante la evolución de los
homínidos: las que más nos diferencian de un chimpancé, o de un australopiteco.
Y que es donde un siglo de neurología ha situado nuestras más altas funciones
mentales, como la autoconsciencia, la interacción social y los juicios
éticos.
Pero, según la teoría radical, la única diferencia esencial entre las
distintas áreas del córtex es la información que llega de abajo. Si le llegan
superficies, genera objetos tridimensionales; si notas, genera melodías; si
fonemas, genera sílabas; si nombres y verbos, genera frases. Ya ves la idea
general. ¿Alguna propuesta para generar una metáfora? ¿O una teoría científica?
Recuerda que también esas son funciones del cerebro, o al menos de algunos
cerebros.
¿Qué dice todo esto sobre la naturaleza innata o aprendida de las facultades
mentales? No gran cosa, en realidad. La capacidad del lenguaje, por ejemplo, es
en gran parte innata en nuestra especie. Hay un “órgano mental del lenguaje”,
como predijo Chomsky a mediados del siglo XX. Pero ¿qué pasa con la escritura y
la lectura? La capacidad innata del lenguaje no evolucionó asociada a la visión,
sino al oído. Hasta hace 5.000 años todo el lenguaje era hablado, y ese es un
lapso demasiado fugaz para que la evolución invente un “órgano mental de la
lectura”. Y sin embargo, los niños aprenden a leer de todos modos.
Las evidencias experimentales muestran que el aprendizaje de la lectura
refuerza las conexiones entre la información visual —la percepción de la forma
de las letras y de las palabras— con un dispositivo cerebral preexistente que
maneja la sintaxis y la semántica, pero que estaba dedicado a analizar sonidos,
no imágenes. Aprender a leer aumenta literalmente la materia gris en las áreas
fonológicas del córtex cerebral.
¿Y dónde está el cubo de Necker? ¿Ahí fuera en el mundo físico? ¿O tan solo
dentro de tu mente cansada? Vaya, eso es otro cubo de Necker.
Javier Sampedro, Mundos interiores, Babelia.El País, 14/07/2012
http://cultura.elpais.com/cultura/2012/07/11/actualidad/1342020600_066607.html
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