Carta fictícia a un col.lega italià.
Hace unas cuantas semanas, Andrea Adriatico, un director teatral de los
Teatri
Di Vita de Bolonia, me vino con una interesante propuesta: ¿podría
escribir una “carta” a algún ficticio profesor italiano de economía describiendo
como de colega a colega la “situación” griega, según la experimenta un profesor
griego de economía? Esa carta sería leída como parte de una pieza titulada
Cuore di… Grecia [Corazón de… Grecia]. Me intrigó el asunto, y le dije
que lo haría. Lo que sigue es la “carta” que terminé escribiendo. La primera
representación de la obra está prevista para fines de julio.
Querido colega,
Como usted, supongo yo, crecí con las imágenes en blanco y negro de películas
que describían una Europa meridional en pugna por recuperarse de la calamidad
del tiempo de entreguerras.
Como usted, mi cabeza rebosa de imágenes de gentes batalladoras, de cuyas
cuitas y afanes nacieron oleadas de emigrantes italianos y griegos hacia
destinos remotos, así como películas del tipo Ladri di biciclette y otras
griegas parecidas, en las que se construían secuencias cómicas en torno a las
tribulaciones de un hombre hecho y derecho por hacerse con un pastel de queso o
un plato de postre. Sin embargo, llegó un tiempo en que no era tan fácil evocar
la pobreza y desposesión que conferían a esas secuencias cómicas su mordaz
patetismo. Nuestras sociedades, Italia y Grecia, fueron alejándose de la
tradición cultural de De Sica, Fellini, Koundoros y Kakoyiannis, hasta abismarse
en el agujero negro de la vulgaridad berlusconiesca. Durante esos años de
“crecimiento” y consumo, muchos de nosotros abrigábamos la esperanza de que
nuestras sociedades encontrarían en sí mismas la capacidad para redescubrir el
equilibrio perdido; para combinar la barriga llena con el gusto por un cine
decente y preferirlo a los groseros espectáculos televisivos de chismorreo
exhibicionista.
Pero, ¡ay!, no nos fue dado conseguirlo. Antes de lograr ese equilibrio
–suponiendo que pudiera haberse lograrse—, nos golpeó el 1929 de nuestra
generación. Ocurrió en 2008, cuando, exactamente igual que en 1929, colapsó Wall
Street, la moneda común de la época (el Patrón Oro en 1929, el euro en 2010)
empezó a flaquear y muy pronto nuestras elites fracasaron espectacularmente a la
hora de responder racionalmente a la marcha triunfante de la Crisis. Dos cortos
años después de que la crisis golpeara a mi país, Grecia, nos descubrimos a
nosotros mismos, una vez más, capaces de conectarnos con las secuencias cómicas
de las películas de los 50 y los 60 y el anhelo de un pastel de queso y el sueño
de un postre.
Cuando estudiaba teoría económica en mi juventud, recuerdo haber tenido
graves dificultades para entender porqué los gobiernos de entreguerras, de 1929
en adelante, habían fracasado de modo tan rotundo a lo hora de contrarrestar el
malestar económico que tan trágicamente nos condujo a la II Guerra Mundial. Leía
sobre el compromiso del presidente Hoover con la drástica reducción del gasto
público y la no menos drástica bajada de salarios mientras la economía
estadounidense estaba implotando, y no podía entender yo cómo pudieron sus
distinguidos asesores aconsejarle tamaña idiocia. Me negaba simplemente a creer
que se tratara de mala gente que deseaba el mal de sus compatriotas. Pero, al
mismo tiempo, no podía entender cómo hicieron para convencerse a sí propios de
que sus acciones podían aliviar a sus sufrientes y dolientes votantes.
Bien, han pasado muchos años desde entonces y, luego de tanto tiempo, he
entendido. Viendo a nuestro gobierno en Grecia desde la erupción de la crisis de
la deuda, observando las vacilaciones de los dirigentes europeos, librados a una
política calamitosa tras otra, logré finalmente entenderlo. Se trata, así puede
pensarse, de algo no tan distinto de lo que ocurrió en los EEUU a fines de los
60 y principios de los 70. Dentro del Pentágono, unos generales inteligentes
entendían perfectamente bien que la guerra norteamericana en Vietnam no podía
ganarse. Que enviar más tropas para luchar en las junglas, bombardear con más
bombas de NAPALM a los vietnamitas, multiplicar en general el esfuerzo de
guerra, era un despropósito. Ahora sabemos perfectamente, por cortesía de Daniel
Ellsberg y sus esfuerzos heroicos, que sabían perfectamente bien, tomados de uno
en uno, y aun en pequeñas comidillas, que las suyas eran vías muertas. Y sin
embargo, les resultaba imposible coordinarse unos con otros, sintetizar sus
estimaciones y acordar de consuno un cambio de rumbo. Un cambio que habría
salvado miles de vidas norteamericanas y centenares de miles de vidas
vietnamitas, por no hablar de enormes cantidades de dinero. Algo parecido está
ocurriendo en Atenas, en Roma, en Berlín y en Paris ahora mismo. No es que los
miembros de nuestras elites no puedan ver que Europa es como un tren que está
descarrilando a cámara lenta, con Grecia de primer vagón que se sale de la vía,
seguido de Irlanda y Portugal, que arrastran al descarrilamiento de los grandes
vagones que van detrás: España, Italia, Francia, y finalmente, la propia
Alemania. No. Yo creo que el ojo de su espíritu lo ve, al menos tan
perspicuamente como los generales estadounidenses podían anticipar las escenas
finales en Saigón: con los helicópteros rescatando en vuelo a los últimos
ciudadanos norteamericanos que esperaban en los tejados de la embajada de los
EEUU. Pero, exactamente igual que a los generales estadounidenses, les resulta
imposible coordinar sus puntos de vista y dar con una respuesta política
razonable. Ninguno de ellos se atreve a hablar cuando entra en la sala de
conferencias en que se toman las decisiones importantes, no fueran a verse
acusados de “blandengues” o de “extraviados”. De modo que se mantienen silentes
cuando Europa está ardiendo, esperando contra toda esperanza que el fuego se
extinguirá por sí mismo, a sabiendas, en el fondo más hondo de su corazón, de
que no ocurrirá tal cosa.
Mientras ellos vacilan, enredan y manipulan, con Atenas, Roma, Madrid, Lisboa
y Dublín en llamas, las sociedades se precipitan en un lodazal en el que
desaparece la esperanza, se desvanece el horizonte, se malbarata la vida y los
únicos ganadores son los misántropos, los “odiadores”, los cazadores de chivos
expiatorios en formas de alien, el judío, el “diferente”, el “otro”. A
medida que se apagan, literalmente, las luces en mi país, con familias que optan
por desconectarse de la electricidad para poder poner un plato de comida en la
mesa, bandas de matones “patrullan” las calles en busca del “enemigo”. La
ideología nazi recibe otra oportunidad, como el hambre y la desposesión, para
infectar, una vez más, nuestro tejido social. Y a medida que nuestras
instituciones, nuestros sindicatos obreros, nuestras normas y organizaciones
culturales se están volviendo conchas vacías, poco, si algo, se atraviesa en el
camino de esos fanáticos, los racistas, los explotadores del sufrimiento y el
desvalimiento universales. Y hete aquí que el huevo de la serpiente se está
incubando de nuevo en la Europa de hogaño, y por las mismas razones que en la de
antaño.
Su país y el mío comparten mucho más de esta triste historia de lo que nos
preocupamos por admitir. Antes de la Guerra, nuestras sociedades engendraron y
toleraron regímenes fascistas. Es verdad que vuestro Mussolini y nuestro Metaxas
terminaron haciéndose la guerra, pero ambos fueron producto de fracasos
políticos y desastres económicos que resultan inquietantemente similares al
compartido destino de nuestros dos países hoy. Bien sé que en la Europa de
nuestros días se anda al estricote con una extraña y aviesa geografía: Irlanda
se esfuerza penosamente en argüir que no es Grecia, Portugal en sostener que no
es Irlanda, España grita a campana herida que no es Portugal y, ni que decir
tiene, Italia quiere darse a entender que no es España. Yo le propongo a usted
que dejemos de lado esa idiota negación del malestar que nos es común. Desde
luego que Italia no es Grecia; sin embargo, el atolladero en que más y más se ve
metida Italia mientras yo le escribo estas líneas no puede separarse de modo
fértil del atolladero en que se encuentra mi país. Puede que nuestra enfermedad
venga acompañada con el síntoma de una fiebre más alta que la que sufren
ustedes, pero –créame— se trata del mismo virus. Su fiebre llegará mañana al
nivel que tenemos nosotros ahora.
Mucha gente que conozco fuera de Grecia, incluidos varios colegas
economistas, cometen el error de pensar que lo que está experimentando Grecia es
una recesión profunda. Déjeme decirle que esto no es una recesión. Es una
depresión. ¿Cuál es la diferencia? Las recesiones son meras desaceleraciones.
Períodos de reducida actividad económica y aumento del desempleo. Como usted y
yo enseñamos a nuestros estudiantes, las recesiones son al capitalismo lo que el
infierno al cristianismo: algo desagradable pero esencial para el funcionamiento
del “sistema”. Los períodos de recesión pueden ser redentores, en el sentido de
que “descartan” del eco-sistema económico lo menos eficiente, las empresas que
realmente no deberían seguir activas en el mundo de los negocios, los productos
pasados de moda, las técnicas productivas obsoletas, en fin, y para servirnos de
una metáfora, los dinosaurios.
Sin embargo, lo que está en curso en Grecia no es una recesión. Aquí todo el
mundo se va a pique. Lo eficiente, no menos que lo ineficiente. Lo productivo y
lo improductivo. Las empresas potencialmente rentables y las empresas con
pérdidas. Conozco fábricas que exportan todo lo que fabrican a consumidores
satisfechos con sus productos, con listas de pedidos saturadas y una larga
historia de rentabilidad; y sin embargo, se hallan al borde de la bancarrota.
¿Por qué? Porque sus suministradores extranjeros no aceptan sus garantías
bancarias, necesarias para surtirles del material que necesitan: nadie se fía ya
de los bancos griegos. Pero con los circuitos del crédito perfectamente
quebrados, esta Crisis está hundiendo todos los barcos, destruyendo todos los
esquifes, llevando al naufragio a la sociedad toda. Y cuanto más recortamos los
salarios, cuanto más subimos los impuestos, cuanto más reducimos los subsidios
de desempleo, tanto más hondo se hace el agujero en que nos estamos hundiendo
todos. Si alguien quisiera aclarar el concepto de círculo vicioso, la Grecia de
hoy sería el ejemplo perfecto de estudio.
Entre usted y yo, de profesor de economía a profesor de economía, necesito
compartir un hondo sentimiento de vergüenza por nuestra profesión. Ya sabe usted
que otros académicos suelen compararnos a los sismólogos, y bromear a cuenta de
que somos tan inútiles como ellos a la hora de predecir el fenómeno que está en
el núcleo de nuestras respectivas disciplinas. No les falta razón. Como
profesión, jamás hemos logrado alertar ex ante al mundo de un “terremoto”
en ciernes. Puede que lo hayan hecho algunos economistas aislados, pero también
los relojes parados dan correctamente la hora dos veces al día. No; como cuerpo
de “científicos” hemos demostrado ser tan malos como los sismólogos a la hora de
decirnos dónde, cuándo y con qué fuerza se producirá el próximo terremoto. Sólo
que nosotros somos mucho, pero mucho peores que los sismólogos.
Piense en esto: detrás de cada CDO tóxico, detrás de cada ingeniería
financiera letal, asomaba alguno de esos prístinos modelos que construimos
nosotros. Detrás de cada política económica responsable del (pretendido)
“crecimiento” tipo Ponzi anterior al crash de 2008, puede siempre
encontrarse algún celebrado y bien respetado economista que suministró la
cobertura ideológica de la política finalmente adoptada. Detrás de cada medida
de austeridad que hoy sofoca a nuestras sociedades, hay también algún colega
académico nuestro, cuyos modelos y teorías suministran a los poderes existentes
la audacia necesaria para infligir a sus pueblos el azote de esas políticas. En
suma: usted y yo somos culpables del sufrimiento de nuestros compatriotas
griegos e italianos. Aunque nosotros no creemos en esos particulares modelos, la
verdad es que no hemos hecho lo bastante para alertar al mundo de su toxicidad.
Somos, pues, culpables.
La semana pasada, una alumna mía, enferma de cáncer, no pudo ya conseguir los
fármacos quimioterapéuticos de los que depende, a causa del colapso de los
contratos del Estado griego con los farmacéuticos (que están en lucha porque el
Estado no les paga desde hace 18 meses). Varios de sus antiguos profesores
(todos economistas) hemos puesto dinero en común para poder pagar en efectivo
los fármacos. Útil y solidario como es el gesto, no nos exonera. Somos tan
culpables como antes del ademán deferente. Pues fuimos nosotros los que les
explicamos a los estudiantes la eficacia de los mercados financieros, los que
permitimos que la era de la financiarización con esquemas Ponzi de tipo
piramidal se conociera con el nombre de La Gran Moderación, los que pedíamos a
nuestros alumnos fe en la capacidad de las instituciones financieras para
asignar precios adecuados al riesgo: estábamos sentados de brazos cruzados,
mientras nuestros estudiantes leían libros de texto que los que, negro sobre
blanco, se contaba la gran mentira de que los mercados se autorregulan y que lo
mejor que el Estado puede hacer es no atravesarse en el camino su camino y
dejarles obrar por sí propios el milagro. Sí, mi querido colega, nuestras
cabezas deberían estar colgadas de la horca de la vergüenza. Aun en el caso de
que haber puesto individualmente objeciones expresas al “saber”
convencionalmente recibido del gremio.
Antes de terminar esta carta, me gustaría evocar una última imagen que
permite describir cómo se siente ahora mismo mi pueblo, el pueblo de Grecia. ¿Se
acuerda usted de la brillante película de Fellini E la nave va ? ¿Se
acuerda de los refugiados de guerra tirados en cubierta y tratados como una
molestia por la tripulación? No sigo, porque estoy seguro de que recuerda usted
perfectamente la magistral descripción de Fellini. Pues bien; así es como los
griegos se sienten hoy, y con buenas razones, dado que tienen que sufrir el
papel del chivo expiatorio como primera ficha en caer que son de la larga cadena
de dominós que amenaza a toda Europa con la versión postmoderna de una
abominable época pasada.
Triste y cordialmente suyo,
Yanis Varoufakis es un reconocido economista greco-australiano de
reputación científica internacional. Actualmente, es profesor de política
económica en la Universidad de Atenas.
Traducción para www.sinpermiso.info: Antoni Domènech
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