El llop de la mentida, el ressentiment i la maldat.
Y la verdad es que tienen razón en afirmar que la posibilidad de desarrollar
vicios y también virtudes es consustancial a los seres humanos, pero convendría
recordar la lección de aquel jefe indígena que contaba a sus nietos cómo en las
personas hay dos lobos, el del resentimiento, la mentira y la maldad, y el de la
bondad, la alegría, la misericordia y la esperanza. Terminada la narración uno
de los niños preguntó: ¿cuál de los lobos crees que ganará? Y el abuelo
contestó: el que alimentéis.
A los economistas neoliberales, y no sólo a ellos, les gusta ignorar estos
relatos y creer que de los vicios privados a veces surgen buenos resultados para
la vida económica y de las virtudes privadas a veces surgen malos resultados.
Por eso prefieren atenerse al viejo dicho “lo que no son cuentas son cuentos” y
asegurar
que la economía sigue su curso sin que le perjudiquen la codicia o la
insolidaridad, que quedarían para la vida privada. A su juicio, quienes
mantienen que la falta de valores éticos perjudica a la vida pública son
moralistas anacrónicos.
Mala cosa el moralismo, eso es verdad. Mala cosa la prédica empalagosa y ñoña
en que consiste. Pero sucede que no se trata de eso al recordar que los valores
morales son efectivos en la vida pública, sino de distinguir, como hacía Ortega,
entre estar altos de moral o desmoralizados como dos actitudes que posibilitan o
impiden –respectivamente- que las personas y los pueblos lleven adelante su vida
con bien. Qué duda cabe, siguiendo a Ortega, de que una persona o un pueblo
desmoralizados no están en su propio quicio y vital eficacia, no están en
posesión de sí mismos y por eso no viven sus vidas, sino que se las hacen otros,
no crean, ni fecundan, ni son capaces de proyectar su futuro.
Y a la desmoralización hemos llegado los españoles no sólo por lo mal que se
han hecho las cuentas, sino también porque se han disfrazado con cuentos
perversos, como el de la contabilidad creativa, como el de los controladores que
no sacaron a la luz los fallos en lo que supuestamente controlaban, como las
mentiras públicas sobre lo que estaba pasando, como el empeño en que asumieran
hipotecas quienes difícilmente podrían pagarlas, como la constante opacidad y
falta de transparencia, como la ausencia de explicaciones veraces de lo que
estaba ocurriendo.
Cuando a todo ello se suma que las presuntas soluciones vienen de recortar
empezando por los más débiles, por los que menos responsabilidades han tenido en
la catástrofe, parece difícil creer que la falta de ética (de competencia,
mesura, transparencia y responsabilidad) no tiene nada que ver con todo esto y
que sólo la mala suerte económica nos ha llevado donde estamos.
Pero como tal vez la principal característica del ser humano es la libertad,
la capacidad de tomar la iniciativa, de coger las riendas de la propia vida,
personal y compartida, es urgente emprender medidas que ayuden a cambiar el
desmoralizador curso de las cosas, y quisiera proponer al menos las
siguientes.
Optar por la verdad y la transparencia sería una de ellas. La sana costumbre
de contar desde el poder político y el económico lo que ocurre y proponer lo que
podemos hacer, explicando el proyecto que se tiene por delante.
Poner tasas a las transacciones financieras, en este mundo de capitalismo
financiero, que es preciso replantear radicalmente. Si es cierto que el
capitalismo emprendedor se transformó en el corporativo y desde mediados del
siglo XX en capitalismo financiero, limitar su expansión es urgente y, como
mínimo, utilizar sus recursos para los peor situados.
Apostar por la ejemplaridad, de la que Javier Gomá habla en las páginas de
este diario, y no sólo en ellas, ejercer de forma ejemplar la función política,
la judicial, la actividad de la empresa y la de cualquier profesión, no como
algo excepcional, sino como un sobrentendido.
No empezar por recortar por lo más fácil, por los más débiles, sino por
exigir la devolución de lo que se ha robado y reducir los sueldos de los
implicados en la mala gestión.
Proteger a los más vulnerables, a los enfermos, los inmigrantes, los
dependientes, los países en desarrollo, los niños. Y no sólo porque es la forma
de lograr cohesión social, sino porque es su derecho de justicia, amén de una
elemental obligación de solidaridad.
Acometer medidas de crecimiento, generadoras de empleo, que para quienes
cuentan con capacidad creadora no tienen porqué ser incompatibles con los
ajustes.
Tratar de recordar lo que nos une y respetar lo que nos separa, porque agitar
sólo lo que puede separarnos es, hoy más que nunca, letal.
Adela Cortina, Ética en tiempos de crisis, El País, 02/07/2012
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