L´Església catòlica, les lleis i l'homofòbia.
La palabra progreso tiene mala fama, y eso que fue uno de los mitos más poderosos entre el siglo XVII y parte del XX. Se sustentaba en la creencia de que la sociedad avanza, de forma natural, hacia su perfeccionamiento y mejora, de manera que el paso del tiempo comporta beneficios indiscutibles: entonces iban progresando, poco a poco, las libertades y los derechos cívicos, la educación y la salud pública, las ciencias, las técnicas y el arte del gobierno. Esta confianza en el progreso del género humano, propia del optimismo ilustrado, se acabó con los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX y con las muy diversas dictaduras de la segunda mitad. El descubrimiento de la crueldad a la que es capaz de llegar el ser humano, en su organización de la vida social y política, acabó con la confianza automática en el progreso. Desde entonces, sabemos que la sociedad avanza, pero que también, a veces, retrocede, y mucho.
Dos lecciones pueden extraerse de todo ello. Por una parte, ahora sabemos que todo progreso es por definición frágil y precario. Por otra, la experiencia en los sistemas democráticos permite pensar que, aunque algunos derechos cívicos o políticos tarden décadas o siglos en alcanzarse, es muy difícil que, una vez reconocidos, puedan derogarse. Hoy sería impensable que los afroamericanos volvieran a ser privados de los derechos que adquirieron con el fin en Estados Unidos del sistema segregacionista o que a las mujeres se las privara del derecho de votar.
Pero, ¿qué es eso de los derechos civiles o políticos? Pues muy sencillo: ese tipo de derechos que protegen las libertades individuales frente a la posible infracción de los gobiernos y sus legislaciones; se trata de derechos que han de garantizar para todos la participación en la vida civil y política sin discriminación alguna. La ley española del 2005, que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo, garantizando así los derechos que se derivan, como la adopción conjunta, la herencia y la pensión, debe ser considerada como un progreso respecto a la situación anterior, en la que miles de ciudadanos estaban privados de sus derechos a causa de su orientación sexual. Sería inconcebible, en un sistema democrático, que se diera marcha atrás en este reconocimiento y que se restituyera una normativa claramente discriminatoria. Desde la aprobación de la ley, unas cincuenta mil personas ya se han acogido a este derecho, accediendo con ello a una situación jurídica de igualdad con el resto de ciudadanos.
La Iglesia Católica siempre se ha opuesto a ello. Como es sabido, se niega a aceptar que el Estado reconozca como "matrimonio", con los derechos que ello implica, a la unión de dos personas del mismo sexo. Así, la Conferencia Episcopal ha vuelto a la carga ahora que el Tribunal Constitucional estudia un recurso del Partido Popular contra la ley. Y lo ha hecho con su habitual virulencia en estos temas, acusando a la ley (y cito expresiones textuales) de devaluar el matrimonio, maltratar a las familias, deshumanizar al ser humano, dañar gravemente las estructuras básicas de la sociedad y conducir a una cultura de la muerte y a una sociedad enferma.
En realidad, no extraña la persistencia de la Conferencia Episcopal en sus actitudes homófobas. De hecho, la posición de la Iglesia Católica contra las "tendencias" y los "actos" homosexuales es vieja. Existe un importante cuerpo doctrinal dogmático que, amparándose remotamente en dos epístolas de San Pablo, ha articulado una teoría aberrante que considera la homosexualidad como "una grave depravación" y como "la triste consecuencia de una repulsa de Dios". Es por ello que considera que los actos homosexuales "no pueden recibir ningún tipo de aprobación" y que la inclinación homosexual "debe ser considerada como objetivamente desordenada, ya que es una tendencia hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral".
Varias consideraciones parecen oportunas. En primer lugar, nada impide, como no sea amparándose en un hoy intolerable prejuicio homófobo, que el matrimonio como institución jurídica, junto a los derechos que se deriven de ello, pueda ser aplicado a la unión de dos personas del mismo sexo. Pero, además, quizás no sea inoportuno recordar que hasta hace nada, en España, los homosexuales eran perseguidos y encerrados: de acuerdo con la ley de vagos y maleantes, modificada en 1954, podían ser recluidos en campos de concentración ("establecimiento de trabajo") como delincuentes; y, según la ley de peligrosidad social de 1970, que cambiaba su consideración por la de enfermos, debían ser encerrados para ser reformados y corregidos, con métodos que fácilmente pueden imaginar. El historial siniestro de los penales de Badajoz y Huelva es demasiado conocido y reciente como para entrar en detalles. ¿Dónde estaban entonces los anatemas de la Conferencia Episcopal? Es legítimo sospechar que tal vez sus posiciones contra la homosexualidad encontraran mayor acomodo en estas legislaciones que no en las actuales. Por ello, haría bien la Conferencia Episcopal en escuchar las voces de católicos sensatos que abominan de posiciones doctrinales como estas, amparadas en una interpretación fundamentalista del catolicismo. Pero estamos en el año 2012. Y suponer que un colectivo puede imponer sus creencias para condicionar la vida íntima, conyugal y familiar de los otros, además, que de ello se deriven restricciones jurídicas de sus derechos, es, por decirlo suavemente, completamente intolerable.
Xavier Antich, Defensa de lo obvio, La Vanguardia, 09/07/2012
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