La ilògica del perdó.

 




El perdón, por el contrario, es inmaterial y, si se quiere, fulminante. Ningún castigo puede satisfacer la lógica del dolor, que demanda un dolor adicional infinito. El perdón no lo intenta: sencillamente –cuando ocurre, cuando raramente ocurre– se limita a alzarse inesperadamente contra toda lógica. Aquí lo importante es este “inesperadamente”. En Dostoievski el perdón cristaliza, por ejemplo, en la figura de Sonia, pero no tiene, digamos, rango teológico. Sí lo tiene, en cambio, la historia tramposa que cuenta su padre, Marmeladov, ese pequeño e indigno borracho, astuto y malvado, del que se ríen todos sus compañeros de taberna. Resumo brevemente el pasaje. Un día en que ha tocado fondo en presencia de su propia hija y se siente –como es habitual en los personajes dostoievskianos– el más abyecto y despreciable de los hombres, Marmeladov se rebela contra su ignominia y reivindica, frente a sus burlones contertulios, un destino de salvación. Cuando estemos todos muertos, les dice, Dios nos llamará al Juicio Final e irá separando a los malos de los buenos; yo, sabedor de mis pecados, aguardaré mi turno tembloroso, seguro de mi condena; vosotros la anticiparéis también con complacencia. Pues bien, una vez ante Dios, continúa el borrachuzo, oiré enumerar mis faltas, una lista interminable de tropelías infames y vicios deshonrosos; sentiré su mirada severa sobre mi cabeza inclinada y lo veré alzar la mano indicando implacable el camino del infierno. Aquí Marmeladov, consciente de su carisma narrativo, hace un breve silencio para generar suspense y luego sorprende a sus oyentes con este colofón: entonces Dios, en el último instante, mientras siento ya en el pecho el aliento del fuego eterno, me llamará de nuevo ¡y me perdonará! ¡Me perdonará! ¿Pero por qué? ¿Por qué esa injusticia? Naturalmente es lo que Marmeladov pregunta estupefacto, lo que se preguntan estupefactos sus compañeros, lo que nos preguntamos estupefactos los lectores. Dios contesta sencillamente: te perdono porque nunca lo has esperado.

La historia, en todo caso, es maravillosa y dice mucho acerca de la diferencia entre el castigo y el perdón. El castigo es imposible porque no colma jamás nuestras expectativas; el perdón es posible porque las desmiente. En la medida en que pone en juego el mayor poder imaginable –el de hacer lo que no se espera, lo que es contrario a la lógica– el perdón, al revés que el castigo, revela un poder divino o, si se quiere, sobrenatural. Los creyentes, siempre un poco tramposillos, encuentran razonables dificultades en imaginar a Dios castigando porque ni siquiera Dios puede inventar un castigo suficiente para el asesino de un niño, pero sí pueden atribuirle, con pillería interesada, ese singular superpoder humano. La trampa del perdón se llama vida y es quizás más católica u ortodoxa que protestante. Quiero decir que una vida sin perdón es tan invivible, tan imposible, como una vida de castigos. Una conocida frase de Dostoievski –precisamente de Ivan Karamazov– sentencia: si Dios no existe todo está permitido. Aliosha, tan tonto como Dostoievski, no supo responderle: no, Ivan, no, te equivocas, si Dios no existe, entonces lo que ocurre es que nada puede ser perdonado. Lo confieso: prefiero a los creyentes que aceptan el sinsentido del dolor y la imposibilidad del castigo y proyectan en su Dios el único superpoder que, al alcance de todas las manos, permite la continuidad de la vida. La humanidad no es un penal de condenados sin remedio; es un picnic de perdonados contra toda esperanza. Si no nos perdonásemos –si no nos perdonasen– todos los días, en cada minuto y cada respiración, no podríamos ni preparar unos spaghetti alla bolognesa ni tumbarnos un momento al sol ni contar un chiste; mucho menos parir y cuidar a un niño; y aún menos pronunciar la palabra “amor” y luego sobrevivir al ser amado.

Pero lo cierto es que a Dios, que no puede castigar los grandes crímenes, le está vedado perdonarlos. Si, como dice el chiste judío, él “no estaba allí”, no solo no puede censurar las bromas de los supervivientes sino que no tiene poder suficiente para perdonar a los verdugos. Eso solo pueden hacerlo las víctimas, que otorgan el perdón –cuando lo hacen– contra la matemática del dolor y contra el poder de Dios. O por encima de él. Contando ese chiste, los supervivientes de Auschwitz se perdonan a sí mismos su escandalosa supervivencia al tiempo que recuerdan que el perdón consiste básicamente en esa acción fulminante y contra toda lógica mediante la cual se expresa el máximo poder: el de no reducir la propia vida –ni la del verdugo– al imperdonable acto criminal que ha interrumpido el curso de la existencia. Impotentes para alcanzar la equivalencia entre dos males paralelos, nos representamos, a modo de compensación, un Dios vengativo o vengador, olvidando así que la venganza es también el límite de toda omnipotencia: ni siquiera Dios puede hacer lo que la finitud del cuerpo excluye. Nos representamos, en cambio, un Dios misericordioso prolongando hasta él, a modo de préstamo o regalo, el único superpoder del que disponemos en exclusiva los humanos: el de perdonar una ofensa. El Dios vengativo es sublimación y compensación mitológica. El Dios misericordioso, proyección y autorreconocimiento antropológico. En el catolicismo, Dios solo se vuelve indulgente hacia los hombres cuando mira por primera vez el mundo desde las angosturas de la carne de Cristo. En tiempos históricos adversos, los confesores jesuitas hicieron viable la vida cotidiana de miles de pecadores a los que el Dios terrible y colérico de la Biblia no hubiera perdonado.

Santiago Alba RicoLa risa de los supervivientes, ctxt 28/06/2022

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