Bram Stoker i els temors de l'edat moderna.
Ahora podría suceder algo parecido. El actual revival mediático del trágico naufragio deja escaso
margen para conmemorar el centenario de la muerte de quien dio forma a uno de
los más conspicuos y resistentes iconos de la cultura popular. Drácula es, a su
modo superficial y limitado, un descendiente espurio de aquella estirpe
mitológica del individualismo moderno en la que brillan con luz propia Don
Quijote, Robinsón Crusoe, Don Juan y Fausto. De la vitalidad de ese mito que,
como todos los que perduran, siempre habla de algo que tiene que ver con las
fantasías, ansiedades y terrores de cada generación, da fe su enorme desarrollo
posterior, tanto en la literatura como en el cine.
Drácula (1897) no surge de la nada. Stoker reelabora tradiciones y
leyendas del folclore europeo enriquecidas y desarrolladas en el primer
romanticismo y en la edad de oro de la literatura gótica, y que ya habían
inspirado a autores como Hoffmann, Byron, Poe, Baudelaire, Polidori, Le Fanu,
Gautier, Dumas, Gógol, Turgueniev y otros muchos. Todo mito muta, y el acierto
de Stoker consistió en redefinir al vampiro para su propio tiempo, logrando
condensar en él simbólicamente el zeitgeist de aquel fin de
siècle en el que parecían tambalearse todos los valores de la amplia clase
media que había forjado la prosperidad del reinado de Victoria, cuando Londres,
en palabras de Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas, 1902), se
convirtió en “la ciudad mayor y más grande de la Tierra”.
Para plasmar su personal interpretación del mito Stoker recurre a una fórmula
que marca distancias con la narración tradicional, desplegando el relato a
través de elementos narrativos tan dispares como notas taquigráficas, cartas,
diarios, recortes de periódico, telegramas, informes médicos, bitácoras,
apuntes. La fragmentación moderna al servicio de una historia en que las
creencias tradicionales (la religión y la superstición) se hermanan con la
ciencia para conjurar el mal absoluto. Junto con el hisopo, el agua bendita, la
cruz, la estaca y los ajos, a Drácula se le derrota con ayuda de telégrafos,
teléfonos, máquinas de escribir, fonógrafos, cámaras Kodak. Y todo ello en una
ciudad a la que se puede llegar en ferrocarril y cuyas calles ya conocen la luz
eléctrica.
En las páginas de Drácula pueden rastrearse los temores a esa
modernidad percibida como peligrosa: el despertar de la “nueva mujer” (amenaza a
la sociedad patriarcal); la avalancha de emigrantes (terror a la “mezcla” y a la
“degeneración”); la irrupción violenta de lo reprimido, incluida la sexualidad
(algo que ya se reflejaba en El extraño caso del doctor Jekyll y míster
Hyde, 1886); la inseguridad de las grandes ciudades, en cuyos
slums se hacinan los (amenazantes) proletarios.
Drácula es una novela en la que siempre se descubre algo nuevo,
quizás porque su angustiosa historia logra conectar de forma desplazada con las
ansiedades de cada época y de cada lector. De ahí su éxito y su poder de
sugestión. Que esa novela fuera imaginada y escrita por un dublinés protestante
que podría pasar por arquetipo de la hipócrita respetabilidad victoriana
(incluso murió a consecuencia de una sífilis contraída en los burdeles) no es
sino otro de sus misterios. Espero que en el día en que se conmemora el
centenario de su muerte, cuyo eco fue ahogado en el fragor del naufragio del
Titanic, alguien se acuerde de dejar un ramo de rosas rojas ante la urna del
cementerio londinense de Golder’s Green donde reposan sus cenizas.
Manuel Rodríguez Rivero, Otro vitoriano eminente, El País, 17/04/2012
Manuel Rodríguez Rivero, Otro vitoriano eminente, El País, 17/04/2012
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