Les paraules i les coses.
La discusión existe, creo, porque el problema se aborda desde perspectivas
discrepantes, no porque esté sometido a discrepancia el fondo del asunto: la
necesidad de eliminar cualquier discriminación, incluida la que propicie el
lenguaje.
Por un lado escriben quienes creen que las palabras pueden cambiar la
realidad. Y por otro, quienes sostienen que es la realidad la que cambia las
palabras. Dicho de una forma más técnica: quienes ponen su punto de mira en los
significantes y quienes se fijan más en los significados.
La historia de la lengua nos ha enseñado que esos dos fenómenos
transformadores son posibles, si bien el primero (“las palabras cambian la
realidad”) suele obtener logros solamente pasajeros; y sin embargo útiles.
Por ejemplo, en los eufemismos se desvanece con los años el efecto
perseguido; porque modifican la percepción de la realidad —no tanto la realidad
misma—, pero sólo durante un periodo. No por decir “reforma fiscal” desaparece
la subida de impuestos; y además al cabo de un tiempo ya todo el mundo sabe lo
que significa realmente “reforma fiscal”.
Eso se debe a que el contexto suele afectar al significado de cada vocablo,
como ha estudiado la pragmática (Austin, Grice y compañía). Quizás la expresión
“los derechos de los españoles y las españolas” se asocie en nuestro contexto a
una mera diferencia de sexo en una situación de igualdad jurídica; pero podemos
dudar si sucederá lo mismo al decir “los derechos de los saudíes y las saudíes”.
Tal vez en este segundo caso el contexto nos haga separar a los saudíes de las
saudíes, en la misma estructura gramatical que juntaba a los españoles y a las
españolas. Dicho de otro modo: no por ser iguales en el lenguaje somos iguales
en la sociedad.
Intentaré explicarme mejor.
La palabra “llave” designó siempre un objeto metálico que sirve para abrir y
cerrar las puertas. Sin embargo, en el hotel nos dan una tarjeta de plástico y
nos dicen “aquí tiene usted su llave”. Por tanto, ha cambiado la realidad sin
que cambie la palabra que la nombra. Siguiendo con el mismo vocablo, no es lo
mismo decir “no olvides esa llave” cuando el contexto implica que podemos
despistarnos y dejarla sobre la mesa, que “no olvides esa llave” cuando se lo
dice el entrenador al yudoca.
Si nuestro contexto específico modifica en cada caso las palabras, es posible
por tanto que dejen de parecernos sexistas algunas expresiones cuando haya
dejado de serlo la realidad que las enmarca.
Llevado todo esto al problema de la discriminación o la ocultación de la
mujer, da la sensación de que las posturas se dividen entre quienes esperan que
los cambios sociales modifiquen los significados (como está sucediendo
con “mujer pública”, por ejemplo) y quienes prefieren actuar primero y con
urgencia sobre los significantes (y elegir “la judicatura” en vez de
“los jueces”, o “el profesorado” en vez de “los profesores”).
Hasta hace sólo unos años, en efecto, “mujer pública” era sinónimo de
prostituta (frente al significado de “hombre público”). Tal vez no resulte osado
sostener ahora que dentro de muy poco nadie hará aquella asociación, habiendo ya
casi tantas mujeres como hombres en el desempeño político.
En definitiva, un grupo piensa que se cambiará antes la realidad si se
cambian primero las palabras, y el otro cree que cambiar la forma de hablar de
millones de personas puede ser incluso menos rápido que cambiar la realidad. Por
el contrario, quienes critican esta segunda perspectiva opinan que, así como son
necesarias las cuotas para que la mujer ocupe su lugar (y yo estoy a favor de
las cuotas), hace falta intervenir en el idioma para acelerar también la
igualdad gramatical y social. Y muchas de sus recomendaciones, en efecto, se
pueden cumplir sin esfuerzo ni artificio: “los derechos de la persona” en vez de
“los derechos del hombre”, por ejemplo.
Ahora bien, tenemos un problema: en tanto que los contextos intervengan en
los significados, estamos perdidos si queremos gobernar solamente las
palabras.
A la última rueda de prensa de la Moncloa asistieron cerca de treinta
periodistas, y nadie pensará al leer esto que se trataba sólo de hombres, porque
estamos acostumbrados a ver a muchas mujeres en ese escenario. Pero si alguien
dice “diez policías intervinieron en el rescate”, es muy probable que pensemos
en diez hombres, porque la policía todavía está formada principalmente por
hombres; y sin embargo ninguna de esas palabras del sujeto gramatical tenía
marca de género. Y si decimos “al concurso de belleza se presentaron 23 jóvenes”
(tomo el ejemplo de Álvaro García Meseguer, autor de varias obras sobre sexismo
lingüístico), quien lo escuche habrá pensado en 23 mujeres, porque la mayoría de
los concursos de belleza son femeninos.
El día en que los concursos de belleza masculinos sean tan numerosos y
mediáticos como los femeninos, la percepción cambiará; y lo mismo ocurrirá, en
sentido contrario, cuando en las operaciones policiales intervengan en igual
medida mujeres y hombres.
Pero tanto cambian la realidad y el contexto nuestra percepción de los
vocablos, que una expresión inclusiva como “mis padres” (nadie habría dudado
hasta hace poco que eso incluye al padre y la madre) puede dejar de serlo, y
parecer ambigua a medida que se den más casos de hijos con dos padres
varones.
No tenemos la forma de calcular si resultará más rápido cambiar los
significantes que usan millones de personas o más rápido cambiar esta realidad
tan masculina para cambiar así nuestros significados. Por tanto, podemos
considerar las dos posturas igualmente bienintencionadas, y pensar que con ambas
se puede avanzar hacia el objetivo.
El punto de encuentro parece posible, en definitiva, porque el propósito
común es mejorar la realidad. Si partimos de eso y los dos grupos saben
escucharse sin prejuicios, el diálogo entre ellos resultará más rico y menos
desabrido.
Álex Grijelmo, Cambiar las palabras o cambiar la realidad, El País, 25/04/2012
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