El llenguatge que discrimina.
by Eneko |
Por eso ahora más que nunca tenemos que interrogarnos sobre la manera en que
nos representamos en medio de esta lucha por la hegemonía en las categorías del
lenguaje: ¿qué es femenino y masculino, qué es ser hombre y qué es ser mujer,
qué es ser una persona? El debate no tiene tregua y siempre nos coloca frente a
este dilema de no saber cómo vamos a contestar frente a argumentos como que, si
las instituciones y las leyes cambian para considerar a la mujer como sujeto
soberano, la desigualdad entre hombres y mujeres habría
desaparecido.
Podemos hablar de la teoría de género y plantearnos de si este realmente
existe, o si no es más que una construcción cultural (ver Judith Butler).
Cierto, hay una construcción cultural en todo contenido, hay un lenguaje que es
una forma de interpretar, el episteme que se tiende a normalizar, o
naturalizar, como la norma en contra de una idea más compleja que significa
comprender dentro de la contingencia de una historia, de una aventura humana.
¿Qué es entonces cultura? Todos los significados que nos identifican, todos esos
nominativos y definiciones adquiridas a través del lenguaje, pero también los
significantes que son la resonancia que obtienen estos significados en medio de
nuestra sociedad. En ese sentido, nadie va a decir que la mujer, en tanto que
categoría sexuada del lenguaje, contiene un significante (Lacan decía que la
mujer no tiene significante). Su significante en tanto que resonancia, está
ligado al del hombre, es la parte del Uno, la parte oscura, subordinada,
exógama, que sigue identificándose con un logos falocentrista, o
falogocentrista como lo describió Jacques Derrida para hablar de un
lenguaje de dominación masculina.
Nuestro capital simbólico no ha cambiado mucho, y funciona como un tejido
inconsciente, como patrimonio cultural que logra hacernos creer que sí existimos
en el lenguaje, en las instituciones, en la vida pública, en las que en realidad
no somos completamente libres ni iguales que los hombres, sobre todo en el
lenguaje de todos los días, el que nombra, aliena, organiza. No dejamos
de “devenir mujeres”, pero no las mujeres libres y pensantes que imaginó Simone
de Beauvoir, sino mujeres silenciadas, en estado de hipnosis y alienadas con el
poder o imitándolo (no comparto el argumento de Almudena Grandes que
dice que si cambian las instituciones, cambian las mentalidades, los avances
sociales y políticos se han dado, pero la marginación y la subordinación de la
mujer no ha cambiado). Creo que tenemos mucho miedo de la responsabilidad que
pesa sobre nosotras como generadoras de contenidos, como organizadoras de
códigos, como facilitadoras de nuevos modelos femeninos.
Si el idioma sigue manteniendo una dominación de nombres
masculinos, si aceptamos tan fácilmente ser nombradas con el vocativo en
masculino (en Venezuela dicen “marica” para decir mujer; en España, “macho”; en
el Perú, “brother”…) es porque no hemos inventado una dialéctica que nos permita
existir con igualdad en la representación del mundo, no tenemos rostro, sino una
máscara que nadie arranca. ¿Tenemos que aceptar que alguien venga a
ponernos la máscara, que nos digan qué es femenino, que es ser mujer en esta
época, o podemos hacerlos nosotras mismas? El problema sigue estando en
el episteme, en la forma de conocernos, que tendría que empezar por
historizar el lenguaje, es decir, esa larga historia de dominaciones,
exclusiones, y olvidos del que está construida nuestra historia como personas
sexuadas. ¿No es una locura un lenguaje que se ignora dentro de un cuerpo, de
una vida, una existencia, un lenguaje sin rostro? La colonizada termina por
integrar el discurso que la convierte en estigma, y el sentimiento de
inferioridad que la hace sentirse inferior; lucha contra él, pero está en su
idioma materno, entonces, solo puede imitar…
Cuando Pierre Bourdieu decía que las mujeres estábamos siempre
fragmentadas entre el cuerpo ideal y el cuerpo representado, es que nunca
podemos alcanzar nuestro propio modelo. Colette renegaba de la
autobiografía y se entregaba a su modelo cuando escribe: no confundan esto
no es mi vida, es solo mi modelo. Virginia Woolf, que habló de las mujeres
como seres sin vida, sin “una habitación propia”, pensó que la liberación
empezaba por ser económica y hemos llegado a una época en que la mujer es
activa, gana dinero, pero siempre menos que los hombres y está más desempleada
que ellos, no califica para trabajos complejos, considerada siempre inferior al
hombre.
El “capitalismo financiero” de este tiempo justifica los abusos y los abismos
sociales, las mujeres no alcanzan entonces la independencia si no es en
una clase social oprimida y alienada, además ese trabajo no las libera
del de la casa, así que terminan siendo más esclavas. ¿Estamos entonces hablando
de igualdad y por qué, con todos los progresos que se han hecho, estamos
pidiendo que se creen nuevos ministerios y más leyes para lograr una igualdad?
Mientras nuestro lenguaje nos vea como subordinadas, mientras los
mitos que nos alimenten sean los de la costilla que sale del primer hombre,
mientras no seamos el paradigma sino el correlato, mientras no haya épica,
novela, texto sobre quiénes somos, creo que no habrán mayores cambios.
Por eso, me intriga que estemos tan dispuestas a ceder en esta lucha
por la representación, que no seamos capaces de escribir una historia, cambiar
los modelos, inventar otros. Las escritoras somos numerosas, pero aquellas que
deseamos hablar solas, por nuestra cuenta, tenemos que ser de alguna forma
monitoreadas por un stablisment masculino que maneja criterios de
interés que no nos incluyen, exigen la mímesis o la sumisión, es decir, escuchar
sonrientes y paralizadas los prolegómenos de una historia que conocemos hasta la
saciedad: las mujeres son imitadoras pero no inician nada, incluso la lucha
feminista ha sido reducida a un estereotipo que sirve de clasificación y se
eligen mujeres no contrariadas por su situación de esclavas, mujeres dispuestas
a tender la mesa…
El castellano no es más dominante que el francés, puesto que
todo idioma ejerce el poder cuando se impone a otro, el caso del castellano
contra el quechua, contra el catalán, el francés contra el bretón, el corso o el
occitano… la guerra de idiomas es la guerra por el poder hegemónico, y un
idioma sexista, que margina, es el fascismo en su estado más absoluto y
alienante. Continuar nombrándonos como seres únicamente sexuados nos pone al
borde de la esquizofrenia, hacerlo como se nos ha enseñado, actuando alienadas
con el poder, nos convierte ya no en un sexo que no es uno (como decía Luce
Irigaray) sino uno idéntico al que domina, somos realmente los “garcons
manquées” de Freud, “hombres en devenir” dentro de una sociedad donde todas
desearíamos ser lo mismo.
Si la feminidad tiene que construirse con sus tiempos, ¿apoyadas en
qué lo haremos sino es en el lenguaje? Un lenguaje que se cierra sobre
una identidad rígida, que no dialoga, se convierte en una fortaleza vacía. ¡Ah!,
pero olvidaba que siempre necesitamos “nombrar” con rapidez, etiquetar,
clasificar desde categorías, que el vacío de sentido da miedo y oscurece el
panorama. Ser sedentaria, el arraigo, ese no es el tema, asentarse, acomodarse,
legislar, no es tampoco el problema fundamental, sino dudar, opinar, tratar de
comprender y facilitar ese diálogo urgente, segura de que no estamos tan
solas.
Patricia de Souza, La revolución del lenguaje, Tormenta de ideas, 25/04/2012
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