El jueu Süss.



Durante tres días consecutivos la pantalla del Cine Estudio del Círculo de Bellas Artes de Madrid se ha llenado de odio. Con el valiente apoyo del Centro Sefarad Israel, y bajo el marbete "trilogía antisemita del cine nazi", en ella se han proyectado, con presentaciones y mesas redondas de por medio, El judío eterno (Der ewige Jude, 1940), de Fritz Hippler, Los Rothschild (Die Rothschilds Aktien auf Waterloo, 1940-1941) y El judío Suss (Jud Süss, 1940), de Veit Harlan, tres películas realizadas por los nazis en el periodo de máximo adoctrinamiento antisemita de la población alemana, entre la infame Kristallnacht de noviembre de 1938 y la decisión de implementar la llamada “solución final”, a finales de 1941.

Hasta ese momento, la industria cinematográfica nacionalsocialista, controlada por Joseph Goebbels, había reservado la mayor parte de la propaganda a los noticieros cinematográficos y a las películas documentales, entre las que El triunfo de la voluntad (1934), de Leni Riefenstahl, es, sin lugar a dudas, la obra maestra. En el temprano, pero ya clásico libro De Caligari a Hitler (1947), Siegfried Kracauer dedica un estupendo capítulo a esta modalidad del cine del nacionalsocialismo.

Tras la invasión de Polonia y el estallido de la guerra, el Ministerio de Propaganda puso en marcha un ambicioso programa cinematográfico con el fin de intensificar la presión ideológica sobre los ciudadanos alemanes, insuflar entusiasmo bélico a los soldados, levantar la moral de la retaguardia y —algo especialmente significativo— galvanizar a la población en torno al proyecto de exterminio de los judíos implícito en el ideario hitleriano desde Mein Kampf (1925-1926). Las tres películas arriba mencionadas, muy diferentes en su calidad e impacto, corresponden precisamente a esa etapa.


La más interesante desde el punto de vista cinematográfico e ideológico es El judío Suss, quizás porque en ella los tópicos y estereotipos del antisemitismo vienen vehiculados en un producto de calidad, un guion bien armado y una dirección de actores adecuada. Lejos de la burda imaginería (con sus fundidos encadenados en los que se yuxtaponen ratas y judíos) del falso documental El judío eterno, o de las incoherencias y absurdos narrativos de Los Rothschild, la película de Veit Harlan exhibe un notable dominio de la técnica y de la puesta en escena (en la que se refleja la influencia del montaje soviético y de la iluminación del expresionismo alemán), además de un impecable control de las estrategias narrativas. Quizás por ello el filme —profundamente antisemita— fuera alabado por buena parte de la crítica internacional (incluyendo al joven Michelangelo Antonioni) cuando fue proyectado en riguroso estreno en el Festival de Venecia de 1940, cuyo primer premio, sin embargo, no consiguió, al contrario de lo que se ha afirmado estos días. Con una recaudación que triplicaba con creces su presupuesto, fue vista por más de 20 millones de alemanes, un auténtico récord para su época.

Por lo demás, las intenciones de la película, cuyo argumento se inspira (corrompiéndolo y tergiversándolo) en el de la novela histórica homónima (1925) del escritor judío Lion Feuchtwanger, no dejan lugar a dudas. Los judíos son presentados como taimados corruptores de la “germanidad”, como un colectivo parásito y radicalmente extraño al que hay que contener en sus guetos para impedir que se aproveche de la debilidad de los elementos arios más venales y se mezcle con la población sana, corrompiendo a la sociedad mediante su dinero (en las películas nazis los judíos casi siempre son hipercapitalistas o lumpenproletariado), y sus intrigas políticas o sexuales. En este sentido, el punto culminante de El judío Suss, "y una de las secuencias más abyectas de la historia del cine alemán", según afirmaba Aaron Rodríguez en su presentación de la película, es la violación de la virginal muchacha aria sobre una ostentosa cama en la que se distingue la estrella de David. Cine terrible que incita al odio, pero cuyo conocimiento es imprescindible para comprender cómo y con qué apoyo social pudo llegarse al Holocausto.

Manuel Rodríguez Rivero, Las películas del odio, El País, 25/04/2012

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