El sense sentit de la caça


La aciaga afición por las armas de fuego y por la caza ha perseguido a don Juan Carlos de Borbón durante toda su vida, causándole problemas a él mismo, a su familia y al país entero al que representa como Rey.

Ya en 1956 se produjo una tragedia cuando don Juan Carlos mató accidentalmente a su hermano don Alfonso de un disparo con un revólver de calibre 22. Ambos estudiaban el bachillerato en España, bajo la tutela de Franco, pero por vacaciones regresaban a la residencia familiar de Estoril, donde vivían sus padres. Al joven don Juan Carlos ya entonces le gustaba tontear con las armas de fuego. El 29 de marzo, jugando con su hermano don Alfonso, don Juan Carlos le disparó un tiro en la cara, causándole la muerte. Por muy jugando que sea, debe de ser una experiencia traumática terrible, que apartaría para siempre a cualquiera que la haya tenido del contacto con las armas de fuego. Sin embargo, el efecto esperable no se produjo y la tendencia fatal a accionar el gatillo sigue causando problemas al Rey y a la monarquía, cincuenta y seis años después.

Las armas de fuego siempre acaban disparándose; no sirven para nada, excepto para herir y matar. Hace unos días el nieto mayor del Rey, Felipe Froilán, de 13 años, estaba ejercitándose ilegalmente con una escopeta de cañón doble de calibre 36, en compañía de su padre, cuando se disparó accidentalmente en su propio pie, por lo que tuvo que ser trasladado a la clínica y operado. Los peligros de estas armas se multiplican en las cacerías. En 2007, un biznieto de Franco mató a un compañero cazando corzos en un coto. En su saña matarife, los cazadores frecuentemente disparan contra cuanto se mueve y matan a paseantes inocentes, como ocurrió en Girona en enero pasado cuando un cazador torpe y excitado mató a un joven de 24 años, confundiéndolo con un jabalí. Luis Bobé, un concejal de CiU, murió en otro accidente de caza en 2011. Cada año se producen en España más de mil heridos y decenas de muertos por disparos equivocados de los cazadores.


El rey Juan Carlos es un cazador empedernido, que dedica mucho tiempo, dinero y energías a la caza mayor. La última noticia al respecto llegó por el accidente que sufrió el 13 de abril durante una expedición cinegética para matar elefantes en Botsuana, en la que se fracturó la cadera derecha en tres fragmentos. Tuvo que ser trasladado en un vuelo especial de ocho horas a Madrid, donde fue inmediatamente operado y recibió una nueva cadera artificial.

La noticia recorrió rápidamente las redacciones y las redes sociales, subrayándose varios de sus aspectos bochornosos. La caza de elefantes está en principio prohibida en África desde 2010, aunque algunos Gobiernos la siguen permitiendo a cazadores ricos y compulsivos decididos a pagar grandes sumas de dinero por el placer de matar a un animal protegido. Todos estos gastos de cacería mayor, permisos, vuelos especiales y médico acompañante los paga el contribuyente español. Muchos se han sorprendido de que en una época de crisis y de enorme déficit y paro los escasos recursos públicos se dediquen a estas cosas. El Gobierno, que ha recortado un 25% el presupuesto de investigación, se ha limitado a un simbólico recorte del 2% en la asignación presupuestaria de la Casa Real. De todos modos, el Gobierno no sabe lo que hace, pues ni siquiera se había enterado del viaje africano del monarca. Parece que prefiere no enterarse. En el proyecto de ley de transparencia de los gastos públicos se empieza por declarar que esta ley no se aplicará a la Casa Real. Si hay que pedir transparencia al Estado, habría que empezar por arriba, por el Rey, y no por los secretarios de Ayuntamiento.

Desgraciadamente, no es esta la primera vez que las cacerías de don Juan Carlos exigen cuantiosos pagos a empresas como Abies Hunting y Rann Safaris, que ofrecen cacerías de animales normalmente protegidos a cazadores adinerados y sin escrúpulos. Todo el mundo ha visto la fotografía de don Juan Carlos y el cazador blanco Rann que lo acompaña junto al cadáver, apoyado en un árbol, del elefante que acaban de acribillar y que presenta una estampa incomparablemente más noble y hermosa que ellos. Don Juan Carlos ha cazado repetidamente en África todo tipo de animales que nadie debería cazar, desde leopardos y búfalos hasta elefantes.

La pasión matarife del Rey no se limita al continente africano. En 2004, por ejemplo, pagó 7.000 euros para matar en Polonia uno de los últimos bisontes vivos que quedan en Europa. En octubre de ese mismo año, la agencia Abies Hunting le organizó un viaje privado para matar osos en los Cárpatos. El Rey se hospedó en el antiguo chalé del dictador Ceausescu, y se dio el gustazo de abatir a tiros a cinco osos y otros animales protegidos. El escándalo estalló en la prensa rumana y rápidamente fue difundido a través de Internet. Apenas tres meses después, en enero de 2005, la prensa austriaca dio a conocer una nueva cacería de don Juan Carlos, llegado expresamente en avión privado a Graz con la correspondiente comitiva de guardaespaldas. En 2006 estalló el escándalo de la caza en Rusia de Mitrofán, un pobre oso del zoo local emborrachado con miel y vodka y puesto delante de don Juan Carlos para que lo disparase. La noticia de que el rey de España había ido hasta Rusia en avión especial a matar a un oso drogado enseguida dio la vuelta al mundo.

Aunque la caza tenía sentido durante el Paleolítico, lo perdió por completo tras la revolución del Neolítico, que tuvo lugar hace unos diez mil años. A partir de entonces, ya no se caza en defensa propia ni para comer, sino por aburrimiento, mala leche y exceso de testosterona. Los reyes de antaño, que habían empezado sobresaliendo en la guerra, se aburrían soberanamente en los insulsos periodos de paz y, como no sabían leer (ni había cine, televisión o Internet), entretenían sus ocios cazando los animales que sus servidores les ponían delante, al estilo Mitrofán. Hoy en día, la caza es anacrónica en todos los casos; además, es completamente inmoral cuando las víctimas son animales magníficos y escasos, como los que están en situación de protección o peligro de extinción.


Un artículo que publiqué en este diario hace seis años (El dedo que acciona el gatillo), acaba diciendo que "sería un buen momento para aconsejar al monarca que aparte el dedo del gatillo de una vez por todas". Desgraciadamente, o nadie le dio el buen consejo o él decidió no seguirlo. Así como en cuestiones políticas el Rey ha tenido la prudencia de dejarse aconsejar por otros, en cuestiones como la caza ha preferido actuar al dictado de sus hormonas, por lo que ha seguido generando noticias que en nada contribuyen a su prestigio, ni al de la monarquía, ni al de su país.

La Casa Real replica que el Rey mata elefantes porque le da su real gana y que no tiene que dar explicaciones a nadie sobre sus cacerías, pues forman parte de su vida privada, en la que nadie tiene derecho a inmiscuirse. Eso es una obvia falacia. En primer lugar, las cacerías de don Juan Carlos de Borbón, lejos de ser actos íntimos que se realizan en un espacio privado, involucran a diversos países y continentes, vuelos especiales, comitivas oficiales e incluso ausencias públicas inexplicables. En segundo lugar, todos esos gastos extravagantes se sufragan con cargo a los impuestos que paga una población agobiada por la crisis. Además, a muchísimos españoles esas cacerías de elefantes en África o de osos en Rumanía les producen repugnancia estética e indignación moral. La época en que la real gana bastaría para justificarlas ha pasado ya.

Jesús Mosterín, La real gana de matar, El País, 18/04/2012

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