Món frívol.
Mario Vargas Llosa |
¿De qué se lamenta Vargas Llosa? De todo. Del estado actual de la cultura y
la política, de la religión e incluso del sexo. Según él, todas estas vertientes
de lo humano han sido pervertidas por la gangrena de la frivolidad.
Ésta consiste “en tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la
que la forma importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y el
desplante —la representación— hacen las veces de sentimientos e ideas”. La
frivolidad, pues, como causa de que la cultura haya desaparecido; de que los
políticos se hayan vuelto inanes o corruptos; de que el arte conceptual sea un
timo; y de que hayamos extraviado el erotismo. Por su culpa, vivimos en la
civilización del espectáculo: una era que ha perdido los valores que
separaban lo bueno de lo malo —en sentido ético y estético— y donde, al carecer
de preceptores, cualquiera puede ser engañado por mercachifles.
Bajo esta justa invectiva contra el carácter banal —y venal— de nuestros
días, Vargas Llosa parece añorar los buenos tiempos en que una élite —justa e
ilustrada— conducía nuestras elecciones. Según él, la existencia de una
auctoritas permitió el desarrollo de la cultura gracias a que un
pequeño grupo de sabios, cuya influencia no dependía de sus conexiones de clase
sino de su talento, señaló el camino a los jóvenes. (¿Quiénes serían esos
aristócratas sin vínculos con el poder?) La consecuencia más perniciosa de la
rebelión estudiantil de 1968 fue destruir la legitimidad de esa élite,
provocando que toda autoridad sea vista como sospechosa y deleznable. Y, a
partir de allí, le déluge.
El de Vargas Llosa es un vehemente elogio de la aristocracia (en el mejor
sentido del término). No deja de ser curioso que alguien que se define como
liberal —invocando una estirpe que va de Smith, Stuart Mill y Popper a Hayek y
Friedman—, se muestre como adalid de una élite cultural que, en términos
políticos, le resultaría inadmisible: un mandato de sabios, semejante al de
La República, resulta más propio de un universo totalitario como el de
Platón que del orbe de un demócrata. Por supuesto, Vargas Llosa no admite la
paradoja: a sus ojos, su lucha contra al autoritarismo político —de Castro a
Chávez, pasando por Fujimori—, no invalida su defensa de la autoridad en
términos culturales porque ésta se demuestra a través de las obras.
Reluce aquí la fuente de su malestar: si el respeto a la élite cultural se
desvanece, los parámetros que permiten distinguir las obras buenas de las malas
—y a los autores que merecen autoridad de los estafadores— se
resquebrajan. En un mundo así, ya no es posible confiar en nadie, ni siquiera en
un Premio Nobel. Las masas ya no siguen a los sabios y, en vez de escuchar una
ópera de Wagner o leer una novela de Faulkner, se lanzan a un concierto de Lady
Gaga o devoran las páginas de Dan Brown. Para Vargas Llosa, no lo hacen porque
les gusten esos bodrios, sino porque dejaron de hacer caso a los happy
few que, a diferencia de ellos, poseían buen gusto. Vista así, la cultura
—esa cultura— desaparece. Y se impone el cáos.
Vargas Llosa no es, por supuesto, el primero en entristecerse al ver un
estadio lleno para Shakira cuando sólo un puñado de fanáticos asiste a un
recital de Schumann pero, en términos proporcionales, nunca tanta gente disfrutó
de la alta cultura. Nunca se leyeron tantas novelas profundas,
nunca se oyó tanta música clásica, nunca se asistió tanto a museos, nunca se vio
tanto cine de autor. El novelista acepta esta expansión, pero piensa que algo se
perdió en el camino, que el público de hoy no comprende el sustrato íntimo de
esas piezas. ¿En verdad piensa que en el siglo XIX los lectores de Hugo o Sue, o
quienes abuchearon la première de La Traviata, eran más cultos?
¿Qué es, entonces, lo que le perturba? En el fondo, sólo ha cambiado una
cosa: antes, las masas trabajaban; ahora, trabajan y se entretienen.
Pero al marxista que Vargas Llosa tiene arrinconado en su interior esto le
resulta indigerible: al divertirse, sin abrevar en las aguas del espíritu, las
masas están alienadas. En cambio, la pequeña burguesía ilustrada sigue
allí, aunque ya no sea tan pequeña. De hecho, muchos de los lectores de Vargas
Llosa provienen de sus miembros, aunque él también se haya convertido en parte
de esa cultura popular que tanto fustiga —y que vuelve sinónimo de
“incultura”.
Cuando extrapola este análisis a la política, sus argumentos se tornan más
inquietantes. Tras el fin del comunismo —el único lugar donde, por cierto, la
alta cultura se mantuvo intacta—, las democracias liberales no han respondido a
las expectativas de los ciudadanos. La causa es, de nuevo, la frivolidad. En la
arcadia que dibuja, los políticos estaban comprometidos con un ideal de servicio
que la civilización del espectáculo destruyó. Vargas Llosa no contempla que la
actual crisis del capitalismo no se debe tanto a la falta de valores como a la
ideología ultraliberal, inspirada en Hayek o Friedman, que hizo ver al Estado
como responsable de todos los males y provocó la desregulación que precipitó la
catástrofe.
Aún más lacerante suena la vena aristocrática de Vargas Llosa al hablar de
religión. Él, que se declara no creyente y ha combatido sin tregua la
intolerancia, recomienda para la gente común, es decir, para aquellos que no
tienen la grandeza moral para ser ateos, un poco de religión, incluso en las
escuelas. Aunque falsa, ésta al menos les concederá un atisbo de vida
espiritual. Como cuando se refiere a la necesidad de devolverle ciertos límites
a un sexo que juzga anodino, el discípulo de Popper no parece tolerar esa
sociedad radicalmente abierta, en términos culturales, que tanto defendió en
política.
En La civilización del espectáculo, Vargas Llosa acierta al
diagnosticar el final de una era: la de los intelectuales como él. Poco a poco
se difuminan nuestras ideas de autoría y propiedad intelectual; ya no existen
las fronteras entre la alta cultura y la cultura popular; y, sí, se desdibuja el
mundo del libro en papel. Pero, en vez de ver en esta mutación un triunfo de la
barbarie, podría entenderse como la oportunidad de definir nuevas relaciones de
poder cultural. La solución frente al imperio de la banalidad, que tan
minuciosamente describe, no pasa por un regreso al modelo previo de
autoridad, sino por el reconocimiento de una libertad que, por
vertiginosa, inasible y móvil que nos parezca, se deriva de aquella por la que
Vargas Llosa siempre luchó.
Jorge Volpi, El último de los mohicanos, El País 27/04/2012
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