Què està fent Internet amb les nostres vides?

En 1964, justo cuando los Beatles preparaban su invasión del espectro radiofónico estadounidense, Marshall McLuhan publicó Comprender los medios de comunicación: las extensiones del ser humano y se transformó de académico desconocido a estrella. Profético, aforístico y alucinante, el libro era un producto perfecto de los años sesenta, esa década ya distante de viajes lisérgicos y expediciones lunares, de viajes interiores y exteriores.

Comprender los medios de comunicación fue en realidad una profecía, y lo que profetizaba era la disolución de la mente lineal. McLuhan declaraba que los «medios eléctricos» del siglo —teléfono, radio, cine, televisión— estaban resquebrajando la tiranía del texto sobre nuestros pensamientos y sentidos. Nuestras mentes aisladas y fragmentadas, encerradas durante siglos en la lectura privada de páginas impresas, se estaban completando de nuevo, fusionándose en el equivalente global de una aldea tribal. Estábamos acercándonos a «la simulación tecnológica de la consciencia, cuando el proceso creativo de conocer será extendido colectiva y corporativamente a la totalidad de la sociedad humana».

Incluso en la cima de su fama, Comprender los medios de comunicación fue un libro más debatido que leído. Hoy se ha convertido en una reliquia cultural, reservada a cursos universitarios sobre comunicación. Pero McLuhan, que tenía tanto de showman como de erudito, era un maestro en el arte de acuñar frases, y una de ellas, surgida de las páginas del libro, pervive en forma de refrán popular: «El medio es el mensaje». Lo que se ha olvidado en nuestra repetición de este aforismo enigmático es que McLuhan no estaba sólo reconociendo (y celebrando) el poder transformador de las nuevas tecnologías de la comunicación. También estaba emitiendo un aviso sobre la amenaza que plantea ese poder, y el riesgo de no prestar atención a esa amenaza. «La tecnología eléctrica está a las puertas —escribió— y estamos entumecidos, sordos, ciegos y mudos sobre su encuentro con la tecnología Gutenberg, aquella sobre y a través de la cual se formó el American way of life».

McLuhan comprendió que siempre que aparece un nuevo medio, la gente queda naturalmente atrapada en la información —el «contenido»— que lleva. Le importan las noticias del periódico, la música de la radio, los programas de la televisión, las palabras pronunciadas por la persona que habla al otro lado del teléfono. La tecnología del medio, por muy deslumbrante que pueda ser, desaparece detrás de todo aquello que fluya por él —datos, entretenimiento, educación, conversación—. Cuando la gente empieza a debatir (como siempre hace) sobre si los efectos del medio son buenos o malos, discuten sobre el contenido. Los entusiastas lo celebran; los escépticos lo denuncian. Los términos de la discusión han sido prácticamente iguales para cada medio informativo nuevo, retrotrayéndose al menos hasta los libros salidos de la imprenta de Gutenberg. Los entusiastas, con motivo, alaban el torrente de contenido nuevo que libera la tecnología, y lo ven como una señal de «democratización» de la cultura. Los escépticos, con motivos igualmente válidos, condenan la pobreza del contenido, observándolo como una señal de «decadencia» de la cultura.

El Edén abundante de una parte es la inmensa tierra baldía de la otra. Internet ha sido el último medio en suscitar este debate. El choque entre entusiastas web y escépticos web, desarrollado durante las dos últimas décadas a través de docenas de libros y artículos, y miles de posts, vídeos y podcasts, se ha polarizado como nunca, con los primeros que anuncian una nueva era dorada de acceso y participación y los segundos que presagian una nueva era oscura de mediocridad y narcisismo. El debate ha sido importante —el contenido sí importa—, pero al bascular sobre ideologías y gustos personales ha llegado a un callejón sin salida. Las opiniones se han vuelto extremistas; los ataques, personales. «¡Luditas!», acusa el entusiasta. «¡Filisteos!», rezonga el escéptico. «¡Casandra!». «¡Pollyanna!».

Lo que no ven ni los entusiastas ni los escépticos es lo que McLuhan sí vio: que, a largo plazo, el contenido de un medio importa menos que el medio en sí mismo a la hora de influir en nuestros actos y pensamientos. Como ventana al mundo, y a nosotros mismos, un medio popular moldea lo que vemos y cómo lo vemos —y con el tiempo, si lo usamos lo suficiente, nos cambia, como individuos y como sociedad—. «Los efectos de la tecnología no se dan en el nivel de las opiniones o los conceptos», escribió McLuhan. Más bien alteran «los patrones de percepción continuamente y sin resistencia». El showman exagera en aras de enfatizar su argumento, pero el argumento es válido. Los medios proyectan su magia, o su mal, en el propio sistema nervioso.

Nuestro foco en el contenido de un medio puede impedirnos ver estos efectos profundos. Estamos demasiado ocupados, distraídos o abrumados por la programación como para advertir lo que sucede dentro de nuestras cabezas. Al final, acabamos fingiendo que la tecnología en sí misma no tiene mayor importancia. Nos decimos que lo que importa es cómo la utilizamos. La presunción, reconfortante en su arrogancia, es que controlamos. La tecnología sólo es una herramienta, inerte hasta que la tomamos e inerte de nuevo cuando la soltamos.

McLuhan citó un pronunciamiento autocomplaciente de David Sarnoff, el magnate mediático pionero de la radio en la RCA y de la televisión en la NBC. En un discurso en la Universidad de Notre Dame en 1955, Sarnoff desechó las críticas sobre los medios de masas con los que había construido su imperio y su fortuna. Retiró toda culpa sobre los efectos secundarios de las tecnologías y los adjudicó a los oyentes y espectadores: «Somos demasiado propensos a convertir los instrumentos tecnológicos en chivos expiatorios por los pecados de aquellos que los cometen. Los productos de la ciencia moderna no son en sí mismos buenos o malos; es el modo en que se usan el que determina su valor». McLuhan se burlaba de esa idea, reprochando a Sarnoff que hablara con «la voz del sonambulismo actual». Cada nuevo medio, entendía McLuhan, nos cambia. «Nuestra respuesta convencional a todos los medios, en especial la idea de que lo que cuenta es cómo se los usa, es la postura adormecida del idiota tecnológico», escribió. El contenido de un medio es sólo «el trozo jugoso de carne que lleva el ladrón para distraer al perro guardián de la mente».

Ni siquiera McLuhan podría haber anticipado el banquete que nos ha proporcionado Internet: un plato detrás de otro, cada uno más apetecible que el anterior, sin apenas momentos para recuperar el aliento entre bocado y bocado. A medida que los ordenadores conectados han menguado de tamaño hasta convertirse en iPhones y BlackBerrys, el banquete se ha vuelto móvil, disponible siempre y en cualquier lugar. Está en casa, en el coche, en clase, en la cartera, en nuestro bolsillo. Incluso la gente que sospecha de la influencia irreprimible de la Red pocas veces permite que su preocupación interfiera con el uso y disfrute de la tecnología. El crítico de cine David Thomson observó que «las dudas pueden considerarse débiles ante la certidumbre del medio». Hablaba sobre el cine y cómo proyecta sus sensaciones y sensibilidades no sólo sobre la pantalla, sino sobre nosotros, la audiencia absorta y complaciente. Su comentario se aplica incluso con mayor fuerza a la Red. La pantalla del ordenador aniquila nuestras dudas con sus recompensas y comodidades. Nos sirve de tal modo que resultaría desagradable advertir que también es nuestra ama.

Nicholas Carr, Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, Taurus, Madrid 2011

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