"sin saber que siempre podemos recurrir a él, la vida se volvería insoportable"

Se ha comparado mil veces la crisis actual con la crisis de 1929, pero en esa comparación siempre hay algo que, aunque sólo sea iconográficamente, parece fallar: el cine norteamericano nos acostumbró a imaginar que en los momentos álgidos del crack del 29 la gente caminaba por Nueva York poco menos que esquivando los cuerpos de los suicidas que caían desde los rascacielos. Ahora bien, ¿dónde están nuestros suicidas? ¿O es que esta crisis no provoca suicidios? ¿O es que no es una crisis tan dura como para provocar una epidemia de suicidios? ¿O es que todos hemos aprendido a afrontar la adversidad con entereza? La respuesta a estas preguntas no es que no existan suicidas, sino que existen pero no se habla de ellos: la respuesta a estas preguntas es el llamado Efecto Werther. Suicida por amor, Werther es como recordarán el protagonista de una novela de Goethe que, a raíz de su publicación en 1774, desencadenó tal epidemia de suicidios que las autoridades acabaron prohibiéndola en diversos lugares de Europa; justo dos siglos después, en 1974, el sociólogo D. P. Phillips acuñó el rótulo Efecto Werther para señalar la naturaleza contagiosa del suicidio y, por temor a ese contagio, de un tiempo a esta parte los especialistas aconsejan que los medios de comunicación supriman cualquier referencia directa al suicidio: salvo excepciones, si se lo menciona debe hacerse implícita o eufemísticamente, y desde luego nunca como una salida, como una forma honrosa de solucionar las dificultades. De esa manera es, sin embargo, como aparecía en la novela de Goethe, o como aparece en algunos dramas de Shakespeare, donde abundan por cierto los suicidas; y, nos guste o no, eso es lo que es el suicidio: una salida, una forma de solucionar las dificultades, aunque no siempre sea la más honrosa. Pero es una salida; en muchos sentidos, conviene recordarlo, una bendita salida: la prueba es que, sin saber que siempre podemos recurrir a él, la vida se volvería insoportable.

Así que, por buenas que sean las razones para mantener la realidad en secreto, la realidad es la que es: también en lo que atañe a suicidios la crisis actual es tan funesta como la del 29. O peor. Los datos son escalofriantes. No hace mucho supimos que en 2008, el año del inicio de la crisis, hubo por vez primera en España más suicidios que muertos por accidente de tráfico: 3.457 frente a 3.021, lo que equivale a 9 suicidios diarios. Y a mediados de 2009 la comisaria europea de Sanidad, Androulla Vassiliou, declaró que una de las consecuencias de la crisis era el incremento de los suicidios, nada menos que en un 25%. Naturalmente, sería un error atribuir en exclusiva estos números a la crisis, porque los suicidios aumentan año tras año desde hace tiempo, de tal manera que, según la OMS, ahora mismo son ya la primera causa de muerte violenta en el mundo; pero también sería un error pensar que la crisis nada tiene que ver con esa escabechina voluntaria. Hace más o menos una década, Richard Rorty insinuaba que, tras décadas de aburguesamiento del proletariado, íbamos a entrar en un periodo de proletarización de la burguesía; mucho me temo que ese periodo ya ha empezado. De 2008 a esta parte hay quien tiene la sensación de que el edificio donde vivía se ha derrumbado, de que algunos no sobrevivieron al derrumbe, de que otros están atrapados entre escombros, de que muchos no saben todavía qué ha ocurrido y sólo ven polvo, sólo respiran polvo y se están asfixiando. Es una sensación muy vívida; no sé si la experimentan quienes gobiernan, pero la compartimos muchos. Al fin y al cabo, muchos conocemos a personas que en poco tiempo han pasado de vivir casi como príncipes a vivir casi como mendigos. Es un mal paso, un paso pésimo, y algunos no han podido o no han sabido darlo. ¿Quién puede reprochárselo? En el más célebre monólogo de la literatura universal, Hamlet afirma que sólo el temor al más allá impide que, ante “las flechas y pedradas de la áspera Fortuna”, los hombres terminen por su propia mano con el sufrimiento; nosotros, sin embargo, ya no creemos en el más allá, así que nos resulta cada vez más fácil ejercer esa forma trágica y extrema de libertad que es el suicidio. Contra ella poco puede decirse sin fariseísmo, salvo quizá que algún día el polvo del derrumbe se asentará y que, aunque para entonces lo único que veamos alrededor sean ruinas y nada vuelva a ser como era antes, el sol volverá a brillar y volveremos a aspirar a pleno pulmón la delicia del aire puro; también puede decirse que es un milagro maravilloso que estemos aquí, que han tenido que ocurrir millones de milagros para que estemos aquí, y que los milagros nunca se repiten.

Esto es lo que hoy tenía que decir. Esto sólo quiere ser un recordatorio público de esas víctimas secretas, formulado como quien formula el deseo de que 2011 suavice un poco nuestra áspera Fortuna. O, en el peor de los casos, nos enseñe a afrontarla con entereza.

Javier Cercas, Los muertos secretos, El País semanal, 09/01/2010
http://sites.google.com/site/conviccionslesminimes/mortals

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