Dilema moral.
Con desconocimiento notable de mi ignorante personalidad, pero con generosidad encomiable, recibo un regalo de Navidad que se llama iPad, y lleva la distinguida marca de algo que me suena mucho llamado Apple, que relaciono subconscientemente con John Lennon. En un principio, imagino que eso sirve para escuchar música mediante unos cascos pegados al oído mientras caminas por la calle, esa imagen tan neoyorquina y juvenil a través de infinitas, realistas y prescindibles películas. Estoy dispuesto a regalárselo a cualquier necesitado, pensando que eso vale algo, pero alguien me avisa de que lo que me han donado es el progreso más sofisticado, que sirve para ver películas, vídeos, libros, cómics en ese espacio diminuto, que puedes mandar y recibir a través de ese sustitutivo de los deseos o las confesiones en papel que se llamaban cartas, que cuando la angustia que te procura el deterioro de tu antigua y maravillosa memoria ya no tendrás que recurrir a una enciclopedia o a un diccionario sino a algo tan rápido, prosaico y pragmático llamado Google y Wikipedia. Y te cuentan que solo los idiotas y los bárbaros se resistieron al nacimiento de la imprenta. Y así les fue. Pero emplean una palabra mágica para describirme la obligatoriedad del iPad. Emplean la palabra "navegar".
Y has navegado en ese viaje tan turístico y convencional, tan odiado por los viajeros con espíritu libre a través de fiordos y de glaciares, de territorios vírgenes en los que al parecer hay que tener el espíritu de Amundsen para poder saborearlos. Y recuerdas lo que significaba embarcarse para Ismael, el cronista de la bíblica tragedia entre Moby Dick y el capitán Ahab, el método para huir de la melancolía y de la irracional necesidad de agredir a los sombreros de la gente satisfecha con la que te cruzas en la calle. Y recuerdas, antes que supieras de la existencia llena de soledad y de absenta de un desesperado urbanita llamado Fernado Pessoa, que este había escrito: "Navegar es preciso, vivir no es preciso", certidumbre discutible que suena preciosa cuando la proclaman armoniosamente y a dúo las voces de Caetano Veloso y de Chico Buarque.
Y me dispongo, alguien que siempre desdeñó por terror existencial o desgana cósmica lo de aprender a conducir, freír un huevo, lavar su ropa interior y exterior (sin explotar a nadie, pagando esos servicios lo mejor que podía) a que me descubran las bendiciones que representa el iPad y a navegar por el milagroso Internet.
Hasta ahora, pertenecía al grupo de resignados imbéciles que compraba películas y series en DVD y en Blue Ray, también CD, a precios brutales que podía pagar porque hasta el momento me lo permiten mis ingresos. Cuando era adolescente y no tenía el dinero que te exige saborear la sagrada cultura, robaba libros y discos. Siempre en grandes superficies, añadiendo revolución al placer, dispuesto a machacar a los desalmados chorizos que atracaban una heroica librería de barrio, o a esas entrañables tiendas de discos que solo perviven en el recuerdo. Acompañado muchas veces, pero solo como acojonados ayudantes, de algunos actuales próceres del cine español que ahora exigen cárcel para los timadores callejeros del top-manta. Tampoco hay forma de que ante esos DVD que compro pueda quitar el repugnante spot del Ministerio de Cultura exigiendo martirio para los que roban las ideas ajenas.
¿Seré un pirata cuando aprenda a navegar en Internet? Juro no ejercer de corsario con la productora HBO ni con los escritores y músicos que amo. Pero encuentro justo que enchironen por exclusivas razones de buen gusto a los que saqueen la insigne obra de Miguel Bosé y de Ángeles González-Sinde. Y no me pregunte, dama carente de cualquier tipo de gracia personal o artística, si yo también voy a dimitir de mi cargo. Como máximo, puede usted llamar a El Pardo.
Carlos Boyero, ¿Navegar es preciso, piratear no es preciso?, El País, 31/12/2010
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