Prejudicis, hàbits i toros.
Por definición, el prejuicio es algo que antecede al juicio… o sea, es un producto mental que ni siquiera llega a la categoría de pensamiento, porque para pensar se necesita usar la razón y la reflexión, mientras que el prejuicio es como un borrón, como un momentáneo apagón neuronal que impide que veamos la realidad correctamente. El prejuicio, por otra parte, es un precipitado de la costumbre. Quiero decir que los prejuicios se transmiten, desde luego, pero sin que tengamos conciencia de haberlos aprendido: simplemente creemos que el mundo es así; que lo que sostenemos no es una opinión, sino una realidad tan incontestable que no necesita ser probada. Los prejuicios son tan básicos y están tan profundamente hincados dentro de nosotros que ni siquiera sabemos que los tenemos. Son como parásitos ocultos de nuestro pensamiento, y lo peor es que se trata de una plaga que padecemos todos sin excepción.(...)
Vivimos encerrados en la estrecha cárcel de nuestra pequeña realidad, y eso nos impide pensar libremente. Un último ejemplo: mi padre, que fue torero profesional, amaba profundamente a los animales (es algo que les sucede a muchos matadores). Yo aprendí de él ese amor, pero también su gusto por las corridas; en mi infancia y mi juventud asistí a decenas de ellas sin que me parecieran violentas. Tuvieron que pasar bastantes años hasta que pude liberarme de esa ceguera del hábito, del callo de la rutina. Hasta que pude ver la realidad desde otro lado. Los prejuicios se nos enredan en las neuronas y nos atontan.
Rosa Montero, Los indios no son hombres, El País Semanal, 27/12/2009
Vivimos encerrados en la estrecha cárcel de nuestra pequeña realidad, y eso nos impide pensar libremente. Un último ejemplo: mi padre, que fue torero profesional, amaba profundamente a los animales (es algo que les sucede a muchos matadores). Yo aprendí de él ese amor, pero también su gusto por las corridas; en mi infancia y mi juventud asistí a decenas de ellas sin que me parecieran violentas. Tuvieron que pasar bastantes años hasta que pude liberarme de esa ceguera del hábito, del callo de la rutina. Hasta que pude ver la realidad desde otro lado. Los prejuicios se nos enredan en las neuronas y nos atontan.
Rosa Montero, Los indios no son hombres, El País Semanal, 27/12/2009
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