Neurosi i certesa (el judici de Déu)









La relación del neurótico (entendamos neurótico como lo que muchos llamaríais un hombre o una mujer normal, aunque esto de la normalidad sea muy discutible) con la certeza, desde luego, no es esa que acabo de describir. El sujeto neurótico trata de obtener certidumbres pero, en el fondo de su alma, suele hallar siempre vacilación. Por eso apelamos siempre al Otro (a un Otro con mayúsculas, que tiene una función estructural, muy diferente del Otro persecutorio y omnipresente de la psicosis) para que confirme que estamos en lo cierto. Si se explora esta apelación al Otro para resolver una duda frente a la que no tenemos certeza, nos encontramos con el lugar que durante siglos ha ocupado Dios. Ese lugar de Dios ha ido sufriendo modificaciones en su estatuto a lo largo del tiempo, y varía según las distintas religiones, aunque también suele tener elementos en común. Pensemos, por ejemplo, en el Dios de la Edad Media, que podía intervenir en la realidad mediante una ordalía o juicio de Dios. Cuando en un juicio no era posible dirimir una verdad que satisficiera al tribunal y a las partes, podía invocarse a Dios para que se manifestase y estableciera quién estaba en posesión de la verdad. El sujeto sometido al juicio de Dios debía superar una gran prueba, una experiencia difícilmente soportable, como meter la mano en el fuego o sostener un hierro candente. Si superaba la prueba, Dios había establecido que decía la verdad. Otro modo en que Dios podía expresarse para dar la verdad o quitarla eran los duelos entre caballeros. Uno de los últimos duelos de esta índole ha sido llevado al cine recientemente por Ridley Scott, y es el que enfrentó a Jacques Le Gris y Jean de Carrouges. Fue el último duelo de este tipo que se celebró en Francia, con la aquiescencia del rey, en 1386. El duelo debía decidir quién decía la verdad sobre una acusación de violación. La acusación partía de la mujer de Jean de Carrouges, y el acusado era su antiguo escudero, Jacques Le Gris. Ante la incapacidad de establecer quién decía la verdad, se determinó que Dios debía expresarse a través del enfrentamiento, y que haría sobrevivir al poseedor de la verdad. La suerte de la mujer quedaba ligada a uno de sus contendientes, su marido. Si Dios le hacía ganador de la contienda, significaría que ella había dicho la verdad, pero si ganaba su rival, ella habría mentido y sería condenada. Este duelo, en toda su brutalidad, materializa la duda del neurótico, en este caso encarnada por el rey. Incapaz de decidir quién era poseedor de la verdad, apelaba al Otro para que resolviera la duda.

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