El mite del "nadiu digital" i les seves repercusions educatives.
La capacidad que demuestran ciertos periodistas, políticos y expertos habituales en los medios de comunicación para difundir, sin el menor atisbo de crítica, las fábulas más extravagantes de la industria digital es absolutamente prodigiosa. Hasta podría provocarnos una sonrisa si no fuera porque conocemos el enorme poder que tiene la repetición. En efecto, en el imaginario colectivo, estas fábulas acaban por convertirse en hechos reales a fuerza de reproducirlas una y otra vez. En ese momento, se deja atrás el terreno del debate fundamentado para entrar en el espacio de la leyenda urbana, es decir, de una historia «suficientemente plausible para ser creída, basada sobre todo en rumores y ampliamente difundida como verdadera». Así, si se repite con la frecuencia necesaria que, por su apabullante dominio de lo digital, las nuevas generaciones tienen un cerebro y unas formas de aprender diferentes, la gente acabará por creerlo, y una vez que lo crea, su visión de la infancia, de la adquisición de conocimientos y del sistema educativo cambiará por completo. Por eso, desmontar las leyendas que contaminan el pensamiento es el primer paso imprescindible para reflexionar de un modo objetivo y fecundo acerca del verdadero impacto de los dispositivos digitales
En el maravilloso mundo de lo digital, las ficciones son abundantes y variadas. Sin embargo, si se analizan bien, se puede observar que casi todas ellas se basan en la misma quimera inicial: las pantallas han provocado una transformación sustancial del funcionamiento intelectual de los jóvenes —que ahora se llaman «nativos digitales»— y de su forma de relacionarse con el mundo.En palabras del ejército misionero de la catequesis digital, «hay tres rasgos fundamentales que caracterizan a esta [nueva] generación: el paso frenético de una tarea a otra, la impaciencia y lo colectivo. Esperan una reacción in- mediata: ¡todo tiene que ir rápido o, incluso, muy rápido! Les gusta trabajar en equipo y poseen una cultura digital transversal de tipo intuitivo, cuando no instintivo. Han comprendido la fuerza del grupo, de la ayuda mutua y del trabajo colaborativo [...]. Muchos huyen del razonamiento demostrativo, deductivo, “paso a paso”, y prefieren el tanteo que facilitan los hipervínculos». Las tecnologías digitales están ya «tan imbricadas en sus vidas que es imposible separarlas de ellas [...]. Al haber crecido con Internet, primero, y con las redes sociales, después, abordan los problemas basándose en la experimentación, en el diálogo con su entorno, en la cooperación transversal para determinados proyectos». Inmersos desde el momento mismo de su nacimiento en un mágico mundo de pantallas de todo tipo, los niños «han dejado de ser “versiones en miniatura de nosotros mismos”, como pudieron serlo en el pasado. [...] Son hablantes nativos de la tecnología, dominan el lenguaje de los ordenadores, de los videojuegos y de Internet»; «son rápidos, multitarea y pasan con agilidad de una cosa a otra».
Esta evolución es tan profunda que convierte definitivamente en obsoleto cualquier planteamiento pedagógico del viejo mundo. Ya no se puede negar la realidad: «Nuestros estudiantes han cambia-do radicalmente. Los alumnos de hoy ya no son aquellos individuos para cuya educación se creó nuestro sistema escolar. [...] Piensan y procesan la información de un modo esencialmente distinto del de sus predecesores». «De hecho, son tan diferentes de nosotros que ya no podemos utilizar nuestros conocimientos propios del siglo xx ni nuestra experiencia académica como punto de referencia para saber qué es lo mejor para ellos en materia educativa [...]. Los alumnos de hoy han aprendido a dominar una extensa variedad de herramientas [digitales] que nosotros jamás dominaremos con su mismo nivel de competencia [...]. Estas herramientas son como prolongaciones de sus cerebros.» Los profesores actuales carecen de la formación que se necesita para trabajar con ellos y, por tanto, no están a la altura debida, ya que «hablan un lenguaje superado (el de la edad predigital)». Sin duda, «ha llegado el momento de pasar a otro tipo de pedagogía que tenga en cuenta la evolución de nuestra sociedad», porque «la educación de ayer no permitirá formar los talentos de mañana». Y, en este contexto, lo mejor sería entregar a nuestros prodigiosos genios digitales las llaves de todo el sistema. Liberados ya de los arcaísmos del viejo mundo, «se convertirán en la primera y más importante fuente de inspiración para transformar sus colegios en espacios pertinentes y eficaces de aprendizaje».
Podríamos llenar decenas y decenas de páginas con alegatos y proclamas de este tipo, pero hacerlo no sería de gran interés. En realidad, si dejamos a un lado las variaciones locales, nos daremos cuenta de que esta verborrea siempre gira en torno a tres grandes planteamientos: (1) la omnipresencia de las pantallas ha dado lugar a una nueva generación de seres humanos, completamente diferente de las anteriores; (2) los miembros de esta generación son expertos en el manejo y la comprensión de las herramientas digitales; (3) si el sistema escolar quiere conservar algo de su eficacia (y de su credibilidad), tiene que adaptarse necesariamente a esta revolución.
... al contrario de lo que aseguran las felices creencias populares, una rotunda mayoría de nuestros aprendices de geek muestran un nivel de dominio de las herramientas digitales cuando menos débil tan pronto como se los saca de los usos lúdicos más elementalmente básicos. El problema es tan evidente que un reciente informe de la Comisión Europea situaba «la escasa competencia digital de los estudiantes» a la cabeza de la lista de factores que pueden suponer un obstáculo para la digitalización del sistema educativo. Buena parte de estos jóvenes tienen dificultades a la hora de realizar las operaciones informáticas más rudimentarias: configurar la seguridad de sus terminales, utilizar los programas estándares de ofimática (procesadores de textos, hojas de cálculo, etc.), cortar un archivo de vídeo, escribir un programa sencillo (sea cual sea el lenguaje), configurar un programa para realizar copias de seguridad, poner en marcha una conexión a distancia, añadir memoria a un ordenador, cambiar un disco duro, activar o desactivar la ejecución de determinados programas durante el arranque del sistema operativo...
Pero eso no es lo peor. En realidad, más allá de estas flagrantes inaptitudes técnicas, las nuevas generaciones también presentan unas pasmosas dificultades para procesar, clasificar, ordenar, evaluar y sintetizar las gigantescas masas de datos que se almacenan en las entrañas de Internet. Según los autores de un estudio sobre este problema, creer que los miembros de la «generación Google» son expertos en el arte de la búsqueda digital de información constituye un «peligroso mito». Esta triste comprobación se ha visto corroborada por las conclusiones de otra amplia investigación de varios profesores de la Universidad de Stanford, en Estados Unidos, que concluyen que, «en general, la capacidad de los jóvenes [estudiantes de secundaria y universitarios] para razonar acerca de la información disponible en Internet puede describirse con una sola palabra: des- consoladora. Nuestros “nativos digitales” tal vez consigan saltar entre Facebook y Twitter al mismo tiempo que suben un selfie a Instagram y envían un mensaje de texto. Pero cuando se trata de evaluar la in- formación que circula por las redes sociales, resulta que son fáciles de engañar. [...] En todos los casos, a todos los niveles, la falta de prepa- ración de los estudiantes nos ha desconcertado. [...] Son muchos los que piensan que, como los jóvenes se mueven fácilmente por las redes sociales, también son competentes para procesar lo que encuentran en ellas. Nuestro estudio demuestra lo contrario». De acuerdo con los autores, estos resultados «asombrosos e inquietantes» revelan nada menos que estamos ante una «amenaza para la democracia». ¿Tengo que recordar, para evitar cualquier malentendido acerca de la importancia de esta conclusión, que los investigadores de Stanford no tienen precisamente fama de ser unos peligrosos izquierdistas que vayan por ahí incitando a la histeria?
Desde luego, esta incompetencia generalizada era de esperar: en el terreno de las nuevas tecnologías, los nativos digitales se caracterizan por un repertorio de usos tan «limitado» como «poco espectacular». El menú de nuestros pequeños genios se articula prioritariamente en torno a actividades lúdicas que son, cuando menos, básicas: redes sociales, videojuegos, comercio electrónico, SMS, videoclips, vídeos, películas, series, etc. De media, según un estudio reciente, «solo el 3 % del tiempo que dedican los niños y los adolescentes a los medios digitales se emplea en la creación de contenidos» (mantener un blog, escribir programas informáticos, elaborar vídeos u otras obras «artísticas», etc.). Más del 80 % de los adolescentes y de los preadolescentes aseguran que «nunca» o «casi nunca» utilizan sus dispositivos digitales para realizar obras creativas. Lo mismo ocurre con los usos académicos, que se suponía que eran omnipresentes, pero que, en realidad, representan una fracción menor del tiempo total frente a las pantallas: en torno a un 5 %, entre los niños (de ocho a doce años), y un 10 %, entre los adolescentes (de trece a dieciocho años). Además, hay que decir que estos pequeños porcentajes están incluso muy por encima de los reales, porque incluyen los numerosos casos de usos compartidos (la multitarea), en los que el trabajo académico se mezcla con el envío de SMS, el manejo de las redes sociales o el consumo de la televisión.
En este contexto, pensar que los nativos digitales son los astros del bit es como tomar mi viejo triciclo por un cohete interestelar: en definitiva, es creer que, por el simple hecho de dominar una aplicación informática, se es capaz de comprender algo de los elementos físicos y los programas que la componen. (...) para los niños y los adolescentes de hoy, estas herramientas, que pueden consumirse hasta el infinito sin necesidad de esfuerzo ni competencias, sirven fundamentalmente para la diversión. En la actualidad, casi todo es plug and play (literal- mente, «enchufa y juega»). Nunca la distancia entre facilidad de uso y complejidad de diseño había sido tan grande. En nuestros días, el usuario medio tiene la misma necesidad de entender cómo funcionan su smartphone, su televisor o su ordenador que el sibarita dominguero de dominar las sutilezas del arte culinario a la hora de comer en un restaurante con estrellas Michelin.
Cualquier patán es capaz de aprender a manejar en apenas unos minutos estas herramientas, que, por lo demás, están pensadas y diseñadas precisamente para eso. Así lo explicaba recientemente al New York Times un directivo del Departamento de Comunicación de Google que había decidido matricular a sus hijos en un colegio de primaria en el que no hay pantallas: este ejecutivo aseguraba que utilizar este tipo de aplicaciones es «sencillísimo. Como aprender a cepillarse los dientes. En Google y en todas sus filiales, hacemos que la tecnología sea tan estúpidamente fácil de utilizar como resulte posible. No hay ningún motivo para pensar que nuestros hijos no serán capaces de dominarla cuando crezcan». Dicho de otro modo, «siempre se está a tiempo, ya se tengan dieciocho, veinte o incluso treinta años, de aprender a utilizar Word (en una hora), Excel (en dos horas) o un motor de búsqueda (en cinco minutos)». En cambio, si no se han activado lo suficiente las aptitudes básicas de la infancia y la adolescencia, después será, por lo general, demasiado tarde para aprender a pensar, reflexionar, mantener la concentración, esforzarse, dominar la lengua más allá de las nociones elementales, jerarquizar los vastos flujos de información que produce el mundo digital o interactuar con los demás. En el fondo, todo esto es una mera cuestión de calendario: por una parte, una conversión tardía a lo digital no impide en modo alguno rivalizar en agilidad con el nativo digital más experto, siempre y cuando se dedique un mínimo de tiempo y se tenga al menos el cociente intelectual de una almeja; por otra, una inmersión prematura nos apartará fatalmente de ciertos aprendizajes esenciales que, debido a que con el paso del tiempo las «ventanas» del desarrollo cerebral se van cerrando poco a poco, serán cada vez más difíciles de adquirir.
Se nos explica, por ejemplo, que la plasticidad cerebral vinculada con el uso continuado de Super Mario «se observa en el hipocampo derecho, el córtex prefrontal derecho y el cerebelo, que son las zonas implicadas en funciones como la formación de la memoria, la reflexión estratégica, el desplazamiento en el espacio y la motricidad de las manos».En el fondo, con este tipo de adornos textuales se evita asegurar de forma expresa que exista una relación causal entre los cambios anatómicos observados y las aptitudes funcionales presentadas, pero la frase está formulada de tal manera que invita, desde luego, a creer que tal relación existe. Lo que el lector medio va a deducir es lo siguiente: el aumento del grosor del hipocampo derecho mejora la memoria; el aumento del grosor del córtex prefrontal derecho indica un desarrollo de la capacidad de reflexión estratégica, y el aumento del gro- sor del cerebelo revela una mejora de la destreza. Impresionante, pero, por desgracia, sin fundamento.
El córtex prefrontal es la base de numerosas funciones cognitivas, desde la atención hasta la adopción de decisiones, pasando por el aprendizaje de reglas simbólicas, la inhibición comportamental y la navegación espacial. Pero, una vez más, nada permite vincular de forma concreta ninguna de estas funciones con los cambios anatómicos detectados, y así lo reconocen abiertamente los propios autores del estudio. De hecho, si analizamos en detalle los datos de esta investigación, nos daremos cuenta de que las adaptaciones prefrontales que aparecen tras un uso intensivo de Super Mario ¡solo están ligadas al deseo de jugar! Como explican los autores, «el deseo de jugar provoca un aumento del gro- sor del córtex prefrontal dorsolateral». En otras palabras: este cambio anatómico podría ser consecuencia de una estimulación banal del sistema de recompensa,* del que el córtex prefrontal dorsolateral es un elemento clave. Por supuesto, el calificativo «banal», que acabo de utilizar, puede parecer inadecuado si se tiene en cuenta que la hipersensibilidad de los circuitos de recompensa, que se potencia con el uso de los videojuegos de acción, está estrechamente ligada a la impulsividad comportamental y al riesgo de padecer adicciones. De hecho, varios estudios han establecido una relación entre el aumento del grosor de las zonas prefrontales que aquí nos ocupan y el consumo patológico de Internet y videojuegos.
Estos datos resultan aún menos anodinos si se tiene en cuenta que la adolescencia es un período crucial para la maduración del córtex prefrontal y, en la práctica, un momento de máxima vulnerabilidad para la adquisición y el desarrollo de trastornos adictivos, psiquiátricos y comportamentales. En este contexto, los cambios anatómicos que algunos medios de comunicación se toman tan a la ligera podrían perfectamente sentar las bases no tanto de un brillante futuro intelectual, sino de una catástrofe en el ámbito del comportamiento para el día de mañana.
Dar a entender que el aumento del grosor prefrontal observado en los usuarios de Super Mario mejora la capacidad de «reflexión estratégica» es una cosa, pero demostrar en qué medida esa mejora existe y es útil fuera de las necesidades específicas del juego es otra muy diferente. Si dejamos a un lado el sincretismo semántico que entraña la «reflexión estratégica» como concepto cajón de sastre, ¿quién en su sano juicio puede creer que se trata de una competencia general, independiente de los contextos y saberes que la han con- figurado? Por ejemplo, ¿quién puede pensar que existe algún elemento en común entre el proceso de «reflexión estratégica» que se activa con Super Mario y el que se requiere para llevar a buen término una negociación comercial, jugar al ajedrez, resolver un problema de matemáticas, establecer prioridades en una agenda u ordenar los argumentos de una disertación? La idea no es solo absurda, sino también incompatible con las investigaciones más recientes, que han demostrado que no existe prácticamente ninguna transferencia entre los videojuegos y la «vida real». Dicho de otro modo: jugar a Super Mario nos enseña, fundamentalmente, a jugar a Super Mario. Las competencias adquiridas con este juego no se pueden extrapolar a otros ámbitos. En el mejor de los casos, se extenderán a determinadas actividades análogas que nos ponen frente a las mismas dificultades que este juego.
Además de los mitos fundadores de los conceptos de «nativo digital» y «niño mutante», existen, evidentemente, todo tipo de historias, menos universales, pero cuya abundancia proporciona al proselitismo digital un amplio terreno abonado. El lanzamiento del célebre programa «One laptop per child» (Un ordenador portátil por niño) en países económicamente menos desarrollados es un excelente ejemplo en este sentido. El objetivo de tal iniciativa no era otro que facilitar a los niños de esos lugares ordenadores (más adelante, tabletas) de bajo coste, con la esperanza de que esta medida tuviera un impacto positivo en sus competencias educativas e intelectuales. En todo el planeta, los medios de comunicación alabaron este maravilloso proyecto, que puso en marcha una ONG estadounidense y cuyos primeros efectos se describieron, a menudo, con altas dosis de exaltación. Por desgracia, una vez más, los resultados objetivamente medidos no estuvieron ni mucho menos a la altura de las rimbombantes promesas iniciales. Evaluación tras evaluación, los investigadores no tuvieron más remedio que reconocer la inutilidad de este costoso programa para las competencias escolares y cognitivas de los menores. En un gran número de casos, el balance fue incluso negativo, porque los beneficiarios preferían (¡oh, sorpresa!) utilizar sus ordenadores para divertirse (a través de juegos, música, televisión, etc.), en lugar de para trabajar. Conclusión de un artículo de revisión sobre esta experiencia: «“One laptop per child” es el último elemento de una larga lista de planteamientos tecnológicos utópicos con los que se ha trata-do de solucionar problemas sociales complejos mediante soluciones enormemente simplistas [...]. No existe ningún ordenador mágico que sea capaz de resolver las dificultades educativas de los países en desarrollo».Una constatación muy triste que, por cierto, tuvo bastante poco eco en los medios de comunicación, especialmente en aquellos que en un principio se habían mostrado como los más fervientes defensores del proyecto. Este «olvido» explica, probable- mente, por qué todavía hoy hay tanta gente que piensa que —como se proclamó a bombo y platillo en un principio, sin tomar la más mínima distancia para analizar el tema y limitándose a recoger las anécdotas que los promotores de esta iniciativa habían destilado hábilmente— basta con dar un ordenador a unos chiquillos analfabetos para que «se eduquen ellos solos» y «aprendan a leer por sí mismos, sin necesidad de maestros».
De este capítulo hay algo fundamental que retener: no existen nativos digitales ni miembros de vaya uno a saber qué cofradía de los X, Y, Z, lol, zapiens o C. El niño mutante digital, al que su aptitud para toquetear su smartphone habría convertido en un genial generalista de las nuevas tecnologías más complejas; al que Google Search habría cho infinitamente más curioso, ágil y competente que cualquiera de sus profesores predigitales; al que los videojuegos le habrían dotado de un cerebro más fuerte y voluminoso, y al que los filtros de Snap-chat o Instagram le habrían permitido llevar su creatividad al máximo nivel, etc., no es más que una leyenda. No aparece por ninguna parte en la literatura científica. Sin embargo, su imagen sigue muy presente en las creencias colectivas. Y es precisamente eso lo que resulta más sorprendente. En realidad, que una idea absurda como esta haya podido surgir no tiene, en sí mismo, nada de extraordinario. Después de todo, se trata de una propuesta que merece un análisis, por qué no. Lo que sí es extraordinario es que una idea absurda como esta resista contra viento y marea y que, además, sea uno de los elementos que orienta nuestras políticas públicas, sobre todo en el ámbito educativo.
Porque más allá de sus aspectos pintorescos, este mito no está exento de ideas subyacentes. En el ámbito doméstico tranquiliza a los padres, haciéndoles creer que sus retoños son verdaderos genios de los dispositivos digitales y del pensamiento complejo, aun cuando, en la práctica, los niños solo sepan utilizar algunas aplicaciones triviales (y caras). En el ámbito escolar permite mantener, para alegría de una industria floreciente, la digitalización furibunda del sistema, y eso a pesar de sus resultados, que son, como mínimo, inquietantes (como veremos en la segunda parte). En definitiva, todo el mundo sale ganando... salvo nuestros niños. Pero eso es algo que, aparentemente, a todo el mundo le da igual.
Michel Desmurguet, La fábrica de cretinos digitales, Barcelona, Ediciones Península 2020, pps. 39-62
*El sistema de recompensa puede describirse como un conjunto de estructuras cerebrales que incitan a la repetición de las experiencias placenteras. Por explicarlo esquemáticamente: la experiencia agradable (o positiva) provoca una liberación de sustancias bioquímicas (neurotransmisores, sobre todo la dopamina) que activan los circuitos del placer, lo que favorece la reproducción del comportamiento correspondiente.
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